Tras una estancia de cinco días en Pekín, el Cardenal Roger Etchegaray ha declarado el 8 de septiembre que su visita es «el signo visible de una voluntad de diálogo» entre China y la Iglesia católica. El Card. Etchegaray es la más alta personalidad de la Santa Sede que visita el país desde la toma del poder por los comunistas en 1949. Su viaje se ha interpretado como el comienzo del deshielo en las relaciones entre Pekín y el Vaticano.
Como ha ocurrido otras veces en giros importantes de la política exterior china, el cambio ha empezado en tono menor. En este caso, el Card. Etchegaray ha sido invitado a título personal por el ministro de Deportes chino, con ocasión de los Juegos Atléticos Nacionales. Pero ha sido recibido oficialmente -con mención en la prensa del régimen- por un vicepresidente de la Asamblea Nacional y, de modo más discreto, por el director de la oficina de asuntos religiosos del gobierno, Zhang Sheng-zuo.
Etchegaray ha aclarado que no había venido «para negociar». Pero ha hecho notar que todos sus interlocutores «han expresado el deseo de pasar las páginas de la historia, tanto las más antiguas que Pekín y Roma han tenido dificultades para escribir juntos, como las más recientes escritas por separado». Es de suponer que en sus conversaciones habrá podido preparar el terreno para abordar los problemas pendientes, que van desde la situación de la jerarquía católica en China hasta las relaciones entre el Vaticano y Taiwán.
En su mensaje a los católicos chinos, el prelado no ha hecho ninguna distinción entre la Iglesia «patriótica», que rechaza la autoridad de Roma, y la Iglesia clandestina, unida al Papa. Etchegaray dijo que la Iglesia en China «tiene derecho a la oración y a la solidaridad universales, para que recobre lo antes posible su unidad hasta ahora desgarrada, pero que se rehace poco a poco con la reconciliación y el reconocimiento del lazo con el Papa».