Reflexiones sobre la “Dilexi te”

publicado
DURACIÓN LECTURA: 7min.
Giacomo Conti (1813-1888), “La parábola del buen samaritano”
Giacomo Conti (1813-1888), “La parábola del buen samaritano”

La exhortación apostólica Dilexi te no ha interesado especialmente a los medios generalistas, que, como mucho, han dado la noticia y repetido lo que el mismo León XIV escribe: que el documento estaba ya preparado por el papa Francisco y que él había añadido algunas reflexiones.

No es muy feliz el destino de la mayoría de los documentos con enseñanzas de los Papas. En cambio, deberían ser el punto de partida de reflexiones personales de muy variada extracción, dentro y fuera del catolicismo. Sigue a continuación lo que, después de dos atentas lecturas, me ha sugerido.

¿Qué es un pobre?

El motivo principal y el hilo conductor de todo el documento es la opción preferencial de la Iglesia por los pobres. Pero cabe preguntarse: ¿qué se entiende por pobre? El sentido inmediato es “persona que carece crónicamente de los medios necesarios para llevar una vida digna”. En ese sentido, el antónimo es rico, o persona que tiene bienes más que suficientes para llevar una vida incluso de lujo. Esa contraposición inmediata está recogida en el Evangelio, en la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lucas 16, 19-31).

Pero cuando se afirma la “opción preferencial por los pobres” no se niega que haya una opción preferencial previa, más amplia y no excluyente de las demás: por los pecadores. “No he venido a salvar a los justos, sino a los pecadores” (Lucas 5, 32). De ahí que “habrá en el cielo mayor gozo por un solo pecador penitente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia” (Lucas 15, 7). Entre esos pecadores habrá ricos y pobres. ¿Más ricos que pobres? Es inviable generalizar; habría que ver caso por caso. Ni el ser rico es una propensión a pecar y condenarse, ni ser pobre una garantía de salvación. Cada ser humano es un mundo, cuyo interior solo conoce Dios.

Lo mismo puede decirse de todos los otros “pobres” que aparecen en el documento: enfermos, emigrantes, cautivos o esclavizados (con modos no tan distintos a los antiguos, como lo demuestra la trata de personas), reclusos, ancianos. En algunos casos (enfermos, reclusos, ancianos) no necesariamente pobres en sentido económico. Por eso, mejor que el término pobre es el de “necesitado” o “vulnerable” o “indigente”, que quiere decir que necesita algo esencial para la vida, que pueden ser los bienes económicos, pero también, por ejemplo, compañía en la soledad. El célebre pasaje del juicio final (Mateo 25, 34-46) incluye al pobre (tuve hambre, tuve sed, no tuve de qué vestirme), pero también a quien no es necesariamente pobre pero sí necesitado: enfermo, encarcelado. Dilexi te recoge esa realidad:

Existen muchas formas de pobreza: aquella de los que no tienen medios de sustento material, la pobreza del que está marginado socialmente y no tiene instrumentos para dar voz a su dignidad y a sus capacidades, la pobreza moral y espiritual, la pobreza cultural, la del que se encuentra en una condición de debilidad o fragilidad personal o social, la pobreza del que no tiene derechos, ni espacio, ni libertad (n. 9).

Por otro lado, la opción por los pobres, o sea, la conmoción ante la desgracia ajena es, aún antes que cristiana, humana. El mismo Evangelio lo apunta en la parábola del buen samaritano. Ese hombre no era, para los judíos, un verdadero creyente, sino, en esencia, un extraño, a quien ni siquiera se le dirigía la palabra. Como era también samaritano el único de los diez leprosos curados (ricos o pobres) que volvió para mostrar su agradecimiento (Lucas 19, 11-17).

Ni antes ni después de la fundación de la Iglesia, esta ha tenido el monopolio ideal de la opción por los necesitados. El corazón que se conmueve ante la desgracia ajena es un don de Dios, repartido también antes del cristianismo. Se puede pensar que formaba parte de esas “semillas del Verbo”, sobre lo que escribe san Justino (siglo II) en la primera Apología.

La continuidad de la humanidad

Cristo recoge y da profundidad divina a ese sentido de humanidad. Después, la Iglesia, desde el principio hasta hoy mismo, se ha dedicado de forma incesante a la atención de las personas necesitadas. Así se resume en la parte final de Dilexi te:

He decidido recordar esta bimilenaria historia de atención eclesial a los pobres y con los pobres para mostrar que esta forma parte esencial del camino ininterrumpido de la Iglesia. El cuidado de los pobres forma parte de la gran Tradición de la Iglesia, como un faro de luz que, desde el Evangelio, ha iluminado los corazones y los pasos de los cristianos de todos los tiempos. (…). El amor a los que son pobres –en cualquier modo en que se manifieste dicha pobreza– es la garantía evangélica de una Iglesia fiel al corazón de Dios (n. 103).

“En cualquier modo en que se manifieste dicha pobreza”, es decir, en los casos o situaciones de necesidad, de vulnerabilidad, de indigencia. El socorro al necesitado es socorro al mismo Cristo. Por eso, “no estamos en el horizonte de la beneficencia, sino de la Revelación; el contacto con quien no tiene poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor de la historia. En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos” (n. 5).

Y, cuando entre los múltiples ejemplos de cristianos entregados a la ayuda del necesitado, se refiere a santa Teresa de Calcuta, escribe: “Teresa no se consideraba una filántropa ni una activista, sino esposa de Cristo crucificado, a quien servía con amor total en los hermanos que sufrían” (n. 77).

Es algo que está presente en todo el documento:

La tradición cristiana de visitar a los enfermos, de lavar sus heridas, de consolar a los afligidos no se reduce a una mera obra de filantropía, sino que es una acción eclesial a través de la cual, en los enfermos, los miembros de la Iglesia “tocan la carne sufriente de Cristo” (n. 49).

Es eso, pero no solo eso. La reducción de Jesús sólo a un Jesús sufriente, pobre, deja a un lado otros aspectos de Cristo: tiene autoridad, y la ejerce, para denunciar la hipocresía de los fariseos (Mateo 23, 4-15) o para limpiar el templo de mercaderes (Mateo 21, 12-17). En casa de Simón, el fariseo, le echa en cara, en comparación con la pecadora, que no haya tenido con él los gestos y ritos de cortesía (Lucas 7, 36-50). Él tiene todo el poder, aunque ahora no lo manifieste: “Y entonces verán al Hijo del hombre, viniendo en una nube con gran poderío y gloria”. (Lucas 21, 27). No viste como un pobre: “Los soldados, pues, como hubieran crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos e hicieron cuatro partes, una para cada soldado, y la túnica. Era la túnica sin costura, tejida de arriba toda ella. Dijeron, pues, entre sí: No la rasguemos, sino echemos suerte sobre ella, a ver de quién será” (Juan 19, 21-24).

Durante muchos años Jesús se dedica a un oficio manual, que daba para vivir sin lujo, pero también sin miseria. “¿No es este el carpintero, el hijo de María?” (Lucas 6, 3), “¿No este el hijo del carpintero?” (Mateo 13, 55), dicen sus vecinos de Nazaret, cuando lo ven al cabo del tiempo.

Jesús es pobre y es rico. Es sufriente y glorioso resucitado. Se desvive por las personas necesitadas, también si es un rico que ha de cambiar de vida, como cuando le dice al bajito (y rico) Zaqueo, encaramado en un sicómoro: “Zaqueo, date prisa en bajar, porque hoy he de parar en tu casa” (Lucas 19, 5). Nadie se ha humillado como Cristo, pero es el mismo Verbo encarnado, Redentor del mundo y, con el Padre y el Espíritu Santo, creador del universo.

Por válida que sea la opción preferencial por los pobres no puede ser una reducción del Evangelio a ese único enfoque. Como se lee en la exhortación:

Esta “preferencia” no indica nunca un exclusivismo o una discriminación hacia otros grupos, que en Dios serían imposibles; esta desea subrayar la acción de Dios que se compadece ante la pobreza y la debilidad de toda la humanidad y, queriendo inaugurar un Reino de justicia, fraternidad y solidaridad, se preocupa particularmente de aquellos que son discriminados y oprimidos, pidiéndonos también a nosotros, su Iglesia, una opción firme y radical en favor de los más débiles (n. 16).

Acertaba Pascal cuando escribía: “Para entender a un autor es necesario hacer que concuerden todos los pasajes contrarios”.

3 Comentarios

  1. Acertadísimas consideraciones. Muchas gracias. Con tanto equilibrio y apertura. Tampoco yo quedé muy «entusiasmado» al leer Dilexi te. Me pareció a veces incluso agobiante. Solo tenía presente un tipo de pobreza. Como si no fuera «pensar en el pobre» el seguir manteniendo tu empresa que da de comer a 5 familias… Como si no fuéramos capaces de pensar más allá de las categorías de los 5 primeros siglos: la de la limosna. Desde hace mucho tiempo solo «me recupero» del impacto negativo de algunos textos sobre Iglesia-pobreza cuando pienso que «pobreza», en la Escritura, es una categoría teológica, no económica. Pobres, ante Dios, son «los más necesitados de Su protección». Gracias sinceras de nuevo por este artículo.
    Juan Carlos García de Vicente

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