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La Comisión de la Verdad y la Iglesia católica en el Perú

publicado
DURACIÓN LECTURA: 7min.

Federico Prieto Celi, reconocido periodista de opinión, acaba de publicar un nuevo libro -picante como suelen ser sus trabajos-, titulado El trigo y la cizaña. Radiografía de una conjura contra el cardenal Cipriani. Prieto se muestra como un crítico agudo de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR), entidad a la que el Estado peruano encargó la difícil misión de investigar los 20 años de violencia interna en que estuvo sumido el Perú, por la acción terrorista de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), y la respuesta de defensa por parte de las Fuerzas Armadas.

La CVR presentó en 2003 un polémico y dudoso Informe Final de ocho mil páginas, poco condescendiente con la labor de las instituciones armadas y muy crítico con el papel en la defensa de los derechos humanos de los obispos de Ayacucho, Huancavelica y Abancay.

La CVR sostiene que su informe es veraz, objetivo, justo y estaría legitimado por la seriedad de su investigación y por la calidad profesional y moral de sus miembros. El libro de Prieto Celi, sin embargo, aporta datos que contrastan notoriamente con los juicios de la CVR, señalando los renglones torcidos del Informe Final en lo que se refiere al juicio injustamente negativo de la actuación del entonces arzobispo de Ayacucho, Mons. Juan Luis Cipriani.

Cuando el marxismo estaba de moda

Recordemos. El ambiente intelectual de finales de los setenta en el Perú estuvo muy marcado por la ideología marxista que se cultivó abiertamente en las universidades públicas, propiciado en gran parte por la secuela que dejó en el país once años (1968-1979) de gobierno socialista. La teología de la liberación estaba en su mejor momento y teníamos en el Perú a uno de sus más notables representantes, el padre Gustavo Gutiérrez. No es de extrañar, por tanto, que el terrorismo que estallará a inicios de los ochenta tuviera un neto corte ideológico marxista.

Veinte años después y pacificado el país, la CVR emite su informe en muchos aspectos valioso y valiente, pero en tantos otros deficiente, como es el caso de la presencia de la Iglesia durante el terrorismo. Afirma la CVR que “en general, donde la Iglesia se había renovado según las líneas del Concilio Vaticano II y las asambleas episcopales de Medellín y Puebla, había mucho más resistencia a la prédica de los grupos subversivos, pues desarrollaba una pastoral social que la relacionaba con la población y respondía a sus inquietudes con un discurso de cambio y de exigencia de justicia, pero rechazando la violencia. Así fue en el caso de ciertas diócesis del interior -Cajamarca, Puno, Chimbote, Huaraz, Piura, etc.-. En cambio, donde la Iglesia no había tomado tanto en cuenta el cambio impulsado por el Concilio, la subversión encontró un terreno mucho más fértil para enraizarse. Así fue el caso de Ayacucho y otras diócesis como Abancay y Huancavelica”.

Termina el juicio de la CVR afirmando que “frente a este proceso de muerte y sufrimiento causado al pueblo por ambos bandos, la actitud de los obispos de esos lugares fue de silencio cómplice o de prescindencia, por no considerar parte de su misión pastoral la preocupación por lo social”.

Acusaciones graves, pero según lo sostiene Prieto, gratuitas y sólo entendibles desde la perspectiva ideológica de la teología de la liberación, asumida acríticamente por los comisionados de la CVR, quienes alaban unilateralmente el trabajo de las diócesis que asumieron prácticas pastorales liberacionistas. Llama la atención, por eso, que la CVR ignore los documentos críticos del Magisterio de la Iglesia de los años 1984 y 1986 que pusieron en entredicho los fundamentos teóricos y las prácticas pastorales de algunos obispos del Perú que identificaban el compromiso cristiano con la praxis política de izquierda. Entre otras cosas, el documento de 1986 (Libertatis conscientia) decía que “no toca a los Pastores de la Iglesia intervenir directamente en la construcción política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los laicos que actúan por propia iniciativa con sus conciudadanos”. La Conferencia Episcopal Peruana había hecho las mismas reservas en un documento de 1984.

El papel propio de la Iglesia

Mons. Cipriani, ciertamente, fue una voz clara y valiente, muchas veces a contracorriente de los grupos de presión, también de los de sesgo clerical. La CVR le critica, precisamente, que haya respetado la misión específica de la Iglesia en la labor de pacificación nacional. Dice la CVR: “En agosto, Mons. Cipriani escribe: ‘La Iglesia hace menos, y no más, por la paz, si abandona su propia esfera de fe, educación, consejo, oración y amor, y se transforma en una organización política’ (1991). Expresa así públicamente una postura que se diferencia de la que venía tomando la Conferencia Episcopal peruana en su conjunto, complementando su labor en las esferas de la educación y orientación y las propias de la labor sacramental con una activa presencia de defensa de los derechos humanos así como en pronunciarse contra situaciones que consideraba contrarias al mensaje cristiano”.

La CVR, ciertamente, no le perdona a Mons. Cipriani que no se haya adherido a la actividad de la llamada Coordinadora Nacional y a ciertos organismos de defensa de los derechos humanos. Prieto, con mejor criterio, distingue la sustancia del discurso de los derechos humanos, que no puede estar asociada a posiciones políticas según una agenda dictada por ONG de variopinto tono ideológico, con una clara deriva hacia la izquierda. En este asunto las homilías de Mons. Cipriani en la Catedral de Huamanga (Ayacucho) son una clara manifestación de su defensa de la persona y de los desposeídos, como lo hizo notar en su tiempo, igualmente, la prensa nacional. El diario El Comercio, por ejemplo, en 1993 hace eco de sus declaraciones afirmando que el Mons. Cipriani “no niega que existan violaciones a los derechos personales y ciudadanos, pero también critica a la llamada Coordinadora de Derechos Humanos que sólo se preocupa de los derechos de un pequeño sector y que centra su actividad en informes y no en hechos”. Y es que ésta ha sido siempre su actitud, como lo volvió a repetir en una entrevista en 2003: “Cuando se hacen selecciones de estos derechos es cuando se cometen atropellos. Yo me siento promotor y defensor de los derechos humanos. De todos”.

Testimonios

Prieto ofrece en su libro el testimonio de ronderos (1), religiosas, sacerdotes, periodistas, intelectuales que valoran positivamente la actuación pastoral del entonces arzobispo de Ayacucho, Mons. Cipriani. Dice Susano Mendoza, uno de los más connotados ronderos ayacuchanos: “Decir que no tuve miedo sería mentir, pero mi fe en Jesucristo y el aliento de nuestros sacerdotes y, en particular de nuestro pastor, Mons. Cipriani, fue inmenso. De no haber sido por este aliento, seguramente yo habría arrojado la esponja. Los ronderos tuvimos un capellán en Mons. Cipriani, cuyas homilías en la catedral de Huamanga nos daban aliento para avanzar hacia la victoria y no retroceder”. Se echan en falta estos testimonios en el trabajo de la CVR, cuyo Informe Final asume que si no hay denuncias y no se dice amén al discurso de ciertas ONG de derechos humanos se está contra ellas y contra la dignidad humana.

Un dato más. La CVR no entrevistó a los obispos de Ayacucho, Abancay y Huancavelica, ignorando la amplia labor de formación humana y cristiana, así como de promoción social que alentaron en sus diócesis, ampliamente documentada en el libro de Prieto. ¿Se puede emitir sentencia sin siquiera oír al inculpado? ¿Se puede emitir una valoración ponderada sin haber oído todas las voces, especialmente, la de los mismos interesados? Es un error grueso difícil de justificar.

Sin duda, hacer la historia de los pasados 20 años del Perú tomará su tiempo. El libro de Federico Prieto, El trigo y la cizaña, ofrece pistas para continuar una más esmerada investigación sobre el particular. Desde ya es un buen contrapeso a la narración contada por la CVR, cuyo Informe Final sobre la presencia de la Iglesia católica es un discurso parcializado y coloreado desde la ahora rancia teología de la liberación y la retórica de ciertos grupos de activistas defensores de una particular forma de ver los derechos humanos. Ha podido más la ideología rosa de algunos de los comisionados que el juicio sereno para ver todos los lados del poliedro de la Iglesia en el Perú.

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(1) Las rondas campesinas es una forma de auto organización comunal, compuesta de campesinos que se unieron para proteger sus comunidades de los ataques terroristas.

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