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El obispo de Ayacucho, antes de la crisis de la embajada

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La intervención de Mons. Juan Luis Cipriani en la búsqueda de una solución pacífica a la toma de rehenes en la embajada de Japón en Perú, ha atraído la atención pública sobre el obispo de Ayacucho. Algunos datos sobre su vida y actividad pueden encontrarse en la entrevista que le hizo hace cuatro años José Luis Olaizola en su libro-reportaje Viaje al fondo de la esperanza (Rialp, Madrid, 1992).

Monseñor Cipriani es de una familia bien situada en la sociedad limeña. Miembro del Opus Dei desde su juventud, se licenció y trabajó como ingeniero industrial, antes de ordenarse sacerdote. Jugó de base en la selección nacional de baloncesto de 1962 a 1968, cuando el Perú llegaba por primera vez a finales de campeonatos continentales y a una Olimpiada, la de Tokio.

Es, desde mayo de 1988, obispo de Ayacucho, provincia que linda al noroeste con la de Lima y de la que se ha nutrido de activistas el grupo terrorista Sendero Luminoso. Al hablar de su nombramiento como obispo lo relaciona con el hecho de haber escrito un libro titulado Catecismo sobre la doctrina social de la Iglesia, que tuvo bastante difusión y que coincidió con el viaje de Juan Pablo II a Perú.

En la entrevista, Mons. Cipriani explicaba que Sendero Luminoso había encontrado un caldo de cultivo en la zona andina de Ayacucho, Huancavelica y Apurimac porque allí hay mucha pobreza e injusticia social. Y piensa que «es muy importante aplicar allí la doctrina social de la Iglesia; mejor dicho, es la única solución al problema».

Tras su nombramiento de obispo, además de dedicarse a las tareas propiamente episcopales -la curia, los religiosos, el seminario, la escuela de catequesis…-, empezó su actividad pastoral con jóvenes aprovechando su destreza en el baloncesto. Juega con alumnos del colegio más grande de Ayacucho, gente muy humilde. «Era un colegio valiente, arrabalero, de los que salían muchos para Sendero Luminoso. Cuando terminamos el match les invité a pasarse por mi casa, y comenzaron a venir tres o cuatro de ellos, reticentes, muchachos de dieciséis, diecisiete años, y al cabo de dos meses ya se sabía en la ciudad que el obispo jugaba al basket. (…)

«En mi casa tenemos charlas todos los días con esos muchachos, en las que empezamos planteándonos: ¿Dios existe o no existe? Y a veces me dicen: ‘Si Dios existe, su charla es linda, pero ¿y si no existe?’. Y ahí comenzamos a pelear y a razonar. Son muchachos que no tienen alicientes para nada en la vida, porque la vida tiene muy poco que ofrecerles. Con frecuencia sus hogares están rotos. No tienen ni la alternativa de poder comprarse una camisa, ni saben si van a poder comer ese día. Yo les sacaba, después de las charlas, un poco de panetón [una especie de pan dulce], o cualquier cosilla de comer, y me di cuenta de que la devoraban, no por mala educación, sino porque tenían verdadera hambre. Así se entiende un poco el fenómeno de Sendero. ¡Ojo!, no quiero decir que se justifique, pero si tu vida no tiene ninguna posibilidad de desarrollarse, poco vale; si no puedes comer, trabajar, estudiar, si tu familia prácticamente no existe; si tu vida está tan devaluada, cuando se la estás quitando a otro, no le estás quitando algo de gran valor. En cambio, en cuanto les das un poquito de aliciente, de trabajo, y sobre todo de amistad noble, entonces cambian. Yo les dedico cientos de horas, aunque me las tenga que quitar de dormir; les doy ropa cuando puedo; cuando los detienen voy a comisaría y le digo al comisario: no me muevo de aquí hasta ver qué pasa con esos muchachos.

«Por la semana me ven en pantalón corto, en la cancha, y los domingos me ven revestido de obispo, en la catedral, y comienzan a entrar en la iglesia. Al principio se colocan al fondo, lo más lejos que pueden, pero poco a poco terminan por acercarse y por frecuentar los sacramentos. Y cuidan de mí también». A este respecto, Mons. Cipriani cuenta que al año de llegar, mientras entrenaban al baloncesto, estalló una bomba como a doscientos metros y comenzaron a oírse disparos. Ellos le sacaron de allí cubriéndole con sus cuerpos, entre ráfagas cruzadas de ametralladoras, y le condujeron por unos cerros, evitando todos los controles policiales, hasta su casa. Y concluye: «Por eso, cuando el Comandante general me reprocha que ande demasiado por la ciudad, sin ninguna protección, yo suelo decir que el día que deje de tener confianza en mi gente estoy perdido».

Sobre la atención a los pobres, explica: «Hay ricos que se apropian de Dios para su exclusivo provecho y les gustaría sentarlo a su mesa. En estos países, eso ha ocurrido mucho; pero la Iglesia siempre ha sido muy clara y terminante sobre el cariño preferencial a los pobres y, ahora, con Juan Pablo II, no digamos».

El entrevistador le pregunta a propósito de un artículo periodístico que habla de su intervención en noviembre de 1991 en CADE, el congreso de empresarios más importante del Perú que suele ser clausurado por el Presidente de la República. «Me invitaron a dar una conferencia sobre ética empresarial, y yo les expliqué la doctrina social de la Iglesia. Les dije que había que pagar jornales más justos; que había que arriesgar más; generar más puestos de trabajo, traerse el dinero que tenían en Estados Unidos e invertirlo aquí; que había que pagar los impuestos, tratar mejor al obrero… Y acabé por decirles que los peores terroristas del Perú eran los malos empresarios que defraudaban el justo salario y trataban mal al trabajador».

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