El celibato sacerdotal, una sana provocación

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El celibato sacerdotal resulta poco menos que incomprensible para cierta mentalidad contemporánea. Las críticas no se quedan en el plano teórico: a veces, se organizan campañas -últimamente, basadas en acusaciones de abusos sexuales dirigidas contra sacerdotes- para intentar que la Iglesia cambie la disciplina. En un artículo publicado en Scripta Theologica (enero-abril 1995), del que reproducimos aquí unos fragmentos, Joan Baptista Torelló, doctor en Teología y en Psiquiatría, explica el sentido y el valor del celibato con razones de sus dos especialidades científicas.

El celibato aparece, a primera vista, como una auténtica y saludable «provocación» de indiscutible vigor. No se trata sin embargo tan sólo de una provocación moral, sino sobre todo de un desafío al «espíritu del tiempo», todavía aherrojado por lo que K. Jaspers llama «la superstición científica» en su famosa obra La situación espiritual del tiempo.

De aquí que la discusión en torno al celibato en los últimos decenios se haya movido a nivel de las llamadas «ciencias humanas», que se han revelado como la pasión dominante de no pocos clérigos en crisis de fe. (…) [Pero ninguna ciencia] puede erigirse en «piedra de toque» de un comportamiento exquisitamente religioso, ya que éste se funda en realidades -como la fe, la fidelidad, la significación- que escapan del todo a la garra comprensiva de las ciencias positivas.

Reduccionismo freudiano

(…) Desde Galileo hasta hoy el postulado precientífico de todas las ciencias naturales reza así: «Sólo es real lo que se puede medir». (…) Hay que subrayar que el método científico-natural es en sí legítimo y fructífero: lo malo es la pretensión absolutizadora y generalizadora de no pocos investigadores, que inconscientes de sus propios postulados precientíficos, extralimitan su competencia con lamentable ingenuidad o prepotencia. (…)

[Con el positivismo, particularmente en el caso del psicoanálisis,] nos encontramos ante una ciencia oliscona y suspicaz por principio -los alemanes llaman a esta clase algo críptica de ciencia Enthüllungswissenschaft o ciencia del desenmascaramiento- de la que se nutre buena parte de las sociologías al uso, y que trata de descubrir detrás de los fenómenos directamente percibidos siempre algo completamente diverso: lo que está detrás es para ella en todo caso lo instintivo, y a este supuesto omnipresente y agazapado se le juzga siempre como lo auténtico, lo real y verdadero, mientras que lo que aparece y es inmediatamente percibido se tacha de ilusión, de camuflaje y de falsedad. «Con esto -comenta M. Boss- se destruye toda posibilidad de captar lo propiamente humano en su realidad específica y concreta» (1).

Como se puede comprobar, el pensamiento positivista, que tanto alardea de objetividad, se precipita casi ineludiblemente en la trampa del reduccionismo. Todo lo explica rebajándolo (y esquilmándolo) a la zona de los instintos. La religión se interpretará como una «neurosis» (o conflicto instintivo) universal que desprecia el valor de la vida y desfigura la visión objetiva del mundo; Dios no es más que la imagen sublimada del padre; la sexualidad es una energía que hay que descargar y cuya represión provoca tensiones insoportables, desequilibra todo el aparato psíquico y causa por tanto neurosis, etc. Esta teoría reduccionista no ha sido nunca demostrada: se trata en cada caso de la interpretación de un tipo de comportamiento humano, pero el hecho de que cada vez que aparece este tipo de conducta se la interprete de la misma manera no hace más que elevar el número de estas interpretaciones obstinadas y no aporta ninguna prueba (…).

A pesar de su popularidad periodística y televisionaria y de los intentos de respiración artificial llevados a cabo desde el campo de ideologías diversas, el psicoanálisis ha perdido en los últimos decenios mucho de su prestigio científico y se ha desmembrado en multitud de nuevas escuelas de psicoterapia, a veces verdaderas sectas y sucedáneos religiosos (…).

Finalmente, el Prof. E. Drewermann [ver servicio 70/94], también sujeto al dogmatismo psicoanalítico, no podía más que extenderse largamente, aunque desprovisto de alguna originalidad, para explicarnos que el celibato sacerdotal «hay que entenderlo como una cruzada contra el padre de la propia infancia y contra los impulsos masculinos del propio corazón. Todo gira aquí en torno a la pureza inmaculada de la mujer, la única amada, la propia madre. Por parte de la Iglesia, el celibato representa la culminación de su tendencia a mantener a los fieles en un estado de minoría de edad… una locura, una barbarie» (2).

La fidelidad posible

En un clima de inseguridad generalizada y que sospecha de cualquier forma de fidelidad, encontramos la base de la mayor parte de las críticas actuales al celibato sacerdotal. Es lógico que a esa multitud de miedosos ante cualquier compromiso serio deba aparecer el celibato como algo inhumano y de hecho imposible (de ahí la acusación de hipocresía). Más todavía si la fe cristiana está ausente, esto es, la fe en un Dios de quien es propia por excelencia la fidelidad, que Jesucristo además encarnó, y que permanece entre nosotros en su Iglesia y en sus sacramentos hasta el final de los tiempos. Porque este Dios, que se nos ha entregado, es fiel, podemos serlo también sus hijos.

La fidelidad se refiere a la totalidad de la persona: como la infidelidad no puede ser confinada en alguno de sus aspectos o ámbitos vitales. Ella saca a la luz el centro mismo del hombre y, por ello, revela la cualidad moral de la persona concreta. La educación al celibato, y en general a la castidad, no debería convertirse en una especialidad. Ya lo decía hace años el valioso pedagogo suizo F.W. Foerster: «Cuando apelamos a un yo más elevado y robusto hacemos pedagogía sexual, sin tener que hablar demasiado de ella» (3).

Comprendemos entonces también que el Beato Josemaría Escrivá, que animó a millares de jóvenes a abrazar el celibato apostólico, no hablara nunca de la lujuria, y en cambio muchísimo de la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, de la vida contemplativa en la cotidianidad y del amor loco a Jesucristo y por él a todos los hombres. Pues, como Tomás de Aquino con su concentración habitual lo formulaba: «La razón de la castidad está en la caridad y en las demás virtudes teologales, por las que el alma se une a Dios» (4).

Escapadas y malos pasos los damos todos por nuestro insuficiente enraizamiento en Cristo y por nuestro egocentrismo, siempre pronto a dispararse. La única fidelidad de que somos capaces no es linealidad inflexible ni perseverancia férrea, sino aquella de los repetidos y arrepentidos regresos del hijo pródigo, cuya certeza de la misericordiosa bondad del Padre -y sólo ella- logra sanar la flaqueza de su corazón y los extravíos de sus sentidos. Verdaderamente fiel es sólo aquel que Dios ata a sí, a su amor infinito: el único amor que puede elevarnos sin desarraigarnos, que nos hace libres encadenándonos… con las cadenas del Bien, la Verdad y la Belleza inmutables, que hacen nacer en el seno de nuestro ser limitado una libertad sin límites. Sólo Dios, por Jesucristo, mete la eternidad en nuestra vida creatural, que, entonces, es capaz de la fidelidad más dinámica que se puede dar.

Libertad en lo irrevocable

El celibato entregado a Dios aparece aquí como «provocación» de la libertad humana, la cual necesita precisamente de la vinculación y aun de la muerte para llegar a alcanzar su madurez. Una libertad incondicionada, sin vínculo, es un contrasentido, y la fuga ante todo condicionamiento y toda atadura engendra la esclavitud de la angustia y del sentimiento neurótico de culpabilidad. Los fenomenólogos (Max Scheler, Frankl y Boss) veían en la libertad aquella cualidad del espíritu humano que permite a la persona no estar a merced de sus condicionamientos biológicos, psicológicos y sociales. Todos estamos condicionados… ¡pero no determinados!

El fantasma de la frustración, desvelado por la psicología freudiana -ya fenecida desde hace años, aunque muchos no se hayan enterado de ello todavía-, vive y coletea sin embargo en nuestras regiones acomplejadas. Y no es más que eso: un duende.

Ya va siendo hora de reconocer que lo patógeno no es la frustración en sí, sino el miedo a la frustración y la fuga despavorida ante ella. Pues toda decisión humana lleva consigo una o varias frustraciones. Quien decida ser bailarín del Bolschoi debe renunciar a ser cocinero en el Ritz, aunque se pirre por cocidos y pasteles. Y hay personas que se sienten frustradas porque no se han casado, y otras porque se casaron. Lo que importa es querer algo o a alguien de corazón y definitivamente, y entregarse de verdad y sin reservas.

La libertad auténtica abraza lo irrevocable, mientras que las personas interiormente poco libres eligen solamente lo provisional, lo pasajero. Y no es la coacción externa la peor -Sócrates era mucho más libre que sus carceleros y «cicuteros»-, sino la coacción interna, que da lugar a la obsesión y desenfrena la fantasía. Todos tenemos nuestras pequeñas manías: las coacciones patológicas no son más que exageración o exasperación de las insignificantes y cotidianas. El fantasma de Canterville (en la novela de Oscar Wilde) se desinfló y tuvo que «morir» cuando una familia americana se alojó en su castillo -en donde había aterrorizado a sus habitantes anteriores- porque ella no lo tomó en serio, sino que lo encontraba ridículo e incluso divertido.

El mendigo y la novicia

El psiquiatra ruso Jolowicz contaba a sus pacientes que sufrían de neurosis coactas la historieta de aquel mendigo indio, al que un sabio viandante regaló dos monedas de poco valor, pero también el mágico secreto de que si las frotaba una con la otra por espacio de un minuto, se le multiplicarían en las manos… bajo la condición de que en aquel tiempo brevísimo no pensara en ningún elefante: el buen hombre pensó que esto era muy fácil, porque además él no pensaba jamás en elefantes, pero apenas comenzó la operación indicada… se le apareció enseguida un elefante vivísimo, y no logró jamás el resultado tan apetecido.

Y el Beato Josemaría me relató una vez la historia singular de una niña expósita, recogida por las monjas de un convento solitario, en el que creció felizmente y más tarde entró como novicia. Dichosa y ejemplar, hasta que un día empezó a entristecerse y desmejorarse, sin motivo aparente. Ella no abría boca, ni para comer ni para confesar lo que le ocurría. Apretada a preguntas de la maestra de novicias declaró al final la tentación vergonzosa que la consumía: «Me quema en el alma y en el cuerpo un único afán: ¡quiero ver un hombre!» El asombro y la consternación sacudieron la paz de las superioras, que, reunidas en consejo extraordinario, debatieron el caso insólito y archidelicado. La abadesa tomó una decisión «heroica»: asió a la novicia de la mano y, acompañada por las religiosas más graves, se la llevó escaleras arriba hasta a la cima del campanario. Allí, a altura vertiginosa, la asomó a la ventana diciéndole: «Mira allá abajo: ¡ahí lo tienes!». La figura minúscula de un labrador se divisaba apenas en la vastedad de la llanura castellana. La novicia lo miró por un instante, y, exclamando «¡qué bello es!», se desplomó desvanecida en los brazos de la priora.

Es la historia trágico-cómica de no pocos clérigos que, embriagados por la nueva ola iluminista y atiborrados de libros de bolsillo sobre psicología, se instalan en un mundo de fantasía, pierden de vista la realidad de Dios y de los hombres y no hacen más que cavilar y fabular en torno a sí mismos y a su autorrealización. No saben que a la cacareada «psicología de las profundidades» ha sucedido desde hace mucho tiempo una «psicología de las alturas», que ya no se ocupa exclusivamente de instintos y afectos, sino sobre todo de la vida del espíritu. Ésta constata que la persona real es tanto interioridad como apertura hacia el otro, y que se colapsa y ahoga sus posibilidades de desarrollo cuando se cierra y no piensa más que en su equilibrio, en su bienestar y su satisfacción. Pero estas cosas son siempre y tan sólo alcanzables como efectos secundarios o indirectos. Si el efecto secundario se convierte en fin, se escapa, se desvanece y malogra, porque con ello se hiere gravemente lo más humano del hombre: su capacidad de trascenderse por medio del amor y del espíritu de servicio.

Angustiada atención al yo

La persona humana está esencialmente abocada al Tú, a algo o a alguien más allá de ella misma -al mundo, al prójimo, a Dios-, a los cuales está destinada a amar y a servir. El hombre se realiza si vive esta apertura del amor y del servicio como un «modo de existir»: en este lanzarse hacia afuera y en este don de sí, en esta renuncia a sí mismo, cumple el sentido de su vida, y experimenta lo que es la autorrealización, la felicidad e incluso el placer. Si, en cambio, se autoobserva, como un ojo que se ve a sí mismo o a algo dentro de él -una nube, una mosca o una catarata- pierde su verdadera fuerza visiva y no percibe ni el mundo ni a los demás: está enfermo y se hunde en la tiniebla. O como el pianista que se fija en sus manos, en vez de dejarse llevar por la inspiración, o como un orador, que calibra sus palabras paladeándolas, en vez de dejar transportarse por el entusiasmo y la convicción de las ideas que expone.

El cazador, el cirujano, el investigador y el amante están literalmente «fuera de sí»: cabe la presa, el órgano enfermo, la preparación microscópica o la persona amada, y precisamente en este momento «extático», de pérdida de sí, se realizan plenamente y desarrollan al máximo sus capacidades específicas. «Quien quiera salvar su vida, la perderá; quien pierda su vida por mi causa y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).

El galopante afán de felicidad, de placer y de satisfacción -que los psicólogos llaman «hiperintención»- causa una «hiperreflexión», una angustiada atención al yo, que destruye precisamente lo que se anhela. Kierkegaard decía que la puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más. Según un conocido parangón de Frankl, podría decirse que el sacerdote célibe se asemeja al boomerang, que no tiene en absoluto la finalidad de regresar al cazador que lo lanza: vuelve hacia atrás tan sólo el boomerang que no acierta su meta: la presa apuntada. Es lo que sucede al célibe que se vuelve a sí mismo en la medida en que no acierta a cumplir el significado de su vocación -servir a Dios y a los hermanos- y se siente, por ello, frustrado.

Vocación de servicio

Si toda vida humana se cumple solamente si se prodiga en el amor y el servicio, cuánto más la de aquellos que por su consagración sacramental son «ministros», «siervos» e incluso «siervos inútiles», en alas de una entrega que no debiera apesarar ningún lastre de egocentrismo, ansia de reconocimiento, de autorrealización o de éxito. El sacerdote debe tomar cada día sobre sí su vocación de entrega, pues el sentido cristológico, eclesiológico y escatológico del celibato -como lo describió ampliamente Pablo VI (5)- no son más que expresiones del don de sí a Jesucristo y a su Cuerpo, que es la Iglesia, y que incluye la «locura de la Cruz» (1 Cor 1, 23), lleno de «esperanza contra toda esperanza» (Rom 4, 18).

Es el celibato provocación en el sentido más fino de la palabra: provocación, algo en favor de la vocación sacerdotal. Promueve y fomenta su realización e incluso su plasmación externa. No es necesario aceptar el insospechado alegato de Schopenhauer -por su radicalismo feroz- cuando escribe: «El Protestantismo, eliminando la ascética y su punto central (el celibato), ha liquidado la médula del Cristianismo, y es, en eso, un desecho del mismo… es quizás una religión para pastores cómodos, casados e ilustrados, pero no es Cristianismo» (6). Tampoco hay que adherirse a la todavía más inesperada observación de F. Nietzsche: «Lutero devolvió al sacerdote la relación sexual con la mujer, pero tres cuartos de la veneración de que es capaz el pueblo se basa en la creencia de que un hombre excepcional en este punto lo será también en otros puntos. Y aquí tiene la fe del pueblo en algo sobrehumano en el hombre su abogado más sutil y capcioso» (7).

Digámoslo positivamente y correctamente: el celibato testimonia a todas luces que «solo Dios basta», que Él es «mi todo». El celibato facilita la unidad de vida, que es la base de la santidad cristiana, desmitifica la absolutización de la teoría de la complementariedad de los sexos, abre el corazón a todas las personas sin excepción, exige y concreta la ascética diaria, sin la cual la unión con Dios en la tierra es imposible, y hace del sacerdote un testigo y un indicador cabal de la vida eterna, en la que «nadie se casa ni es dado en matrimonio» (Mt 22, 30). Es una imagen de los bienaventurados del cielo. Según la curiosa etimología del historiador Julius Valerianus, coelibatus derivaría de coelibeatus.

Lo que el pueblo cristiano necesita urgentemente, hoy quizás más que en otras épocas, no es «el Dios de los filósofos y de los teólogos», sino el Dios vivo de los apóstoles, de los mártires, de los místicos, de los verdaderos seguidores de Jesucristo. El mundo pide a gritos, y casi sin darse cuenta, la audacia de esos locos, de esos poetas, de esos alegres enamorados del Dios inmutable, que es Amor y nada más que Amor.

_________________________

(1) Grundiss der Medizin, Berna, 1971, pp. 185ss.
(2) Der Spiegel (30-X-1989).
(3) Instrucción ética de la juventud, Barcelona, 1935, pp. 282ss.
(4) Sum. theol. II-II, 151, 2.
(5) Encíclica Sacerdotalis coelibatus, nn. 17-34.
(6) Die Welt als Wille und Vorstellung (El mundo como voluntad y representación), II, 705, Sämtliche Werke, Darmstadt, 1968.
(7) Die fröhliche Wissenschaft (La gaya ciencia), Leipzig, 1887, p. 295.

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