La fe, pasada por la criba del psicoanálisis

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La teología de Eugen Drewermann
Desde los años sesenta, diversos nombres se han asociado a una teología contestataria a la enseñanza de la Iglesia. En los noventa, emerge uno nuevo: Eugen Drewermann. Hasta hace apenas cinco años, era un perfecto desconocido fuera de algunos círculos teológicos alemanes. Pero hoy su pensamiento se difunde por Alemania y está empezando a ser conocido en otros países, como Francia e Italia.

Hacían falta nuevos nombres. El marxismo ha quedado desacreditado, y quienes querían aplicarlo al Evangelio están empezando a retirarse o a buscar otros derroteros de pensamiento. Los representantes más significativos del disenso parece que han dicho ya cuanto tenían que decir. Y, sobre todo, empieza a generalizarse la idea de que toda una época del pensamiento ha caducado, y debe ser sustituida por corrientes más frescas: el modernismo muere, nace el postmodernismo.

El Credo, colección de simbolismos

En Alemania, Drewermann es algo más que un escritor disidente. Ya han pasado los tiempos de la cautela, en los que sólo se atacaban con claridad algunas verdades de la fe -al menos, eran el centro de las polémicas-, o se disimulaba la subversión de las creencias en libros con doble lectura. Drewermann afirma abiertamente su visión del cristianismo: una colección de simbolismos, tomados de aquí y allá, de mitologías egipcias, judías o helénicas, aplicados a un hebreo llamado Jesús; un sincretismo de elementos que no cobran su valor como realidades, sino como símbolos.

Desde esta premisa, se puede suponer cómo van a salir parados los artículos del Credo: Jesús como Hijo de Dios es una representación simbólica del amor de Dios; sus milagros -que «no deben tomarse como la manifestación de fenómenos sobrenaturales»- hay que entenderlos «en el contexto de la psicodinámica de la angustia y la confianza»; su Pasión «podría ser el símbolo de una ruptura total de la confianza entre Dios y el hombre, pero Jesús lo convierte en un símbolo de un Dios que conserva su confianza en el hombre»; la Resurrección es el mensaje simbólico -inspirado en la mitología egipcia- de que el amor es más fuerte que la muerte, la esperanza más vigorosa que la tumba, y Dios más poderoso que la desesperación; la virginidad de María «es una imagen mitológica retomada por los primeros cristianos para explicar que Jesús no puede ser considerado sólo como hijo de sus padres». Y así podríamos seguir indefinidamente.

Imagen de perseguido

Este sacerdote y psicoterapeuta, que en junio cumplirá 54 años, se ha construido una atalaya en su natal Paderborn, desde la que parece inmune a cualquier censura. Si su obispo le prohíbe la enseñanza en la Facultad eclesiástica (1991), Drewermann pasa sin contratiempos a dar clase en la civil. Si le prohíbe la predicación (1992), traslada su tinglado docente al exterior de la Iglesia. Si, en fin, le suspende (1993), no parece afectarle mucho ni en su persona ni en su vida.

La única pregunta que le hace sentirse verdaderamente incómodo es por qué, con las ideas que tiene, se empeña en permanecer en la Iglesia católica. Resulta poco convincente la respuesta de que sólo pretende, «por la crítica, ayudarla a evolucionar, a reformarse, a volver a su fuente».

Esta cuidada imagen de David contra Goliat le ha proporcionado una aureola que, sin duda, ha contribuido a la difusión de unas obras que reunían todas las características para no atraer a un editor comercial. Sus libros son densos, pesados de leer, voluminosos. La obra que le hizo famoso fue Psicología de lo profundo y exégesis, de casi 1.500 páginas; de la más difundida, Clérigos, a pesar de sus 900 páginas, se han vendido más de un cuarto de millón de ejemplares en Alemania desde hace dos años.

¿Inconsciente colectivo o vocación?

Pero ¿dónde está la originalidad de Drewermann? Porque podría objetarse que este enfoque de ver mitologías en la fe cristiana se difundió ya en el siglo pasado, con un Reimarus o un Harnack, por dar algún nombre; y en nuestro siglo hay una teología protestante en esta línea -Bultmann es aquí el más conocido-, que ha sido seguida más o menos abiertamente por algún pensador católico en las pasadas décadas.

Quizá la respuesta está, por una parte, en el abierto desafío de Drewermann a la Jerarquía católica; y, por otra, en el engarce detallista que tienen las teorías del cura-psicoterapeuta de Paderborn con las doctrinas psicoanalíticas, particularmente con la del inconsciente colectivo de Carl Jung.

El caso de Clérigos (Kleriker) es significativo. Se trata de pasar la vocación y la condición sacerdotales por la criba del psicoanálisis. El niño, al sentimiento de «estar de más», reacciona con el deseo compensador de darse y sacrificarse a imagen de su madre, sacrificada al marido. Y he aquí que la Iglesia se presenta como una mediación maternal: esto es para Drewermann la vocación.

Pero resulta que esa madre es autoritaria, tiránica y posesiva; reprime no ya sólo la sexualidad, sino la personalidad entera, produciendo unos hombres y mujeres reducidos a la condición de funcionarios eclesiales y dominados por la angustia. Una experiencia personal de trabajo psicoterapéutico en este campo, y unos datos estadísticos según los cuales nada menos que dos tercios de los clérigos buscan en la sexualidad una vía de salida a la angustia -divididos a partes iguales en homo- y heterosexuales-, intentan avalar sus afirmaciones y aportan un morbo siempre útil a la hora de vender ejemplares.

¿Hemos llegado a las conclusiones finales, tras los principios expuestos en obras anteriores? Tal vez, pero puede ser que estemos más bien en los orígenes. Drewermann es hijo de un protestante, capataz en una mina, que nunca pudo reponerse de un masivo accidente que costó la vida a muchos de sus compañeros, y nunca vio con buenos ojos la vocación de su hijo; y de una madre católica, puntillosa y sufriente, exponente del más estricto rigorismo.

Fue al ser nombrado en 1966 capellán de un hospital, cuando se tambaleó la fe del sacerdote que había llamado la atención por la rígida defensa de sus convicciones. Fuera de las asépticas aulas, se encontró con un sufrimiento para el cual sus respuestas académicas no aportaban el alivio esperado. Buscó entonces soluciones en la Medicina, y estudió Psiquiatría. Ahí descubrió el psicoanálisis de lo profundo y el inconsciente colectivo. En muchos casos, la psicoterapia no cura la enfermedad, pero amortigua sus efectos: alivia. Algo era, y parecía bastar para que Drewermann cambiara de creencias. Todo lo demás vino después, sistemáticamente, paso a paso.

Mística de la naturaleza

Es más fácil describir males que encontrar remedios; destruir que construir. Drewermann se propone desguazar el mensaje y la organización de la Iglesia. Pero, sobre esas ruinas, ¿qué quiere levantar?

Si la crítica es palmaria, sus propuestas y afirmaciones distan de ser claras y precisas. Drewermann habla de una sola forma futura de religión, con vagas alusiones a «esa mística de la naturaleza que trata de promover el movimiento New Age», con elementos tomados del hinduismo y taoísmo, pero sin llegar a ser panteísta, y manteniendo algunos rasgos cristianos. Mezcla difícil y ambigua que, aunque utilice un pensamiento débil y afirme que la fe «no es una cuestión de doctrina, sino una cuestión existencial, una opción vital» -éstos son los rasgos que hacen de Drewermann un postmoderno-, necesita una justificación que no aporta.

Eugen Drewermann se apoya en algunas experiencias desafortunadas, provocadas bien por una fe superficial, o bien por la tragedia que en muchas vidas ha supuesto la adhesión a una utopía modernista. Pero no resuelve problema alguno. Su postura lleva al más gélido vacío. Las respuestas que iluminan la raíz de los males, y pueden extirparlos, sólo nacerán de una firme adhesión a la fe revelada, de la aceptación de que Cristo, el Hijo de Dios, ha liberado a los hombres de viejos y nuevos mitos.

Ideología, no cienciaLa traducción francesa del libro Clérigos motivó unas reflexiones de Mons. Georges Gilson, obispo de Mans, de las que tomamos algunos párrafos (La Croix, 5-III-93).

La Iglesia no tiene buena prensa. Desde hace treinta años, se degrada la imagen que se da de la Iglesia católica. (…) En su libro Clérigos, Eugen Drewermann ofrece una explicación que quiere ser inequívoca: la culpa es de los «clérigos». Pero éstos no son más que las víctimas del «sistema católico». Ellos mismos están en inferioridad de condiciones.

La tesis no admite concesiones, y es alimentada por una erudición desbordante y copiosa. Drewermann pretende demostrar científicamente que todos nosotros -él, yo y todos aquellos y aquellas que incluye en el concepto de «estado clerical»-estamos sometidos a un yugo ideológico que nos ha despersonalizado. El clérigo es el ministro de una religión no por su persona, sino esencialmente por su función, como un funcionario que administra lo divino. (…) Así, el sistema nos habría fabricado de tal manera que seríamos «funcionarios de Dios», dóciles y paralizados. Y en el libro esto se aplica a todas las religiosas y todos los religiosos, a todos los sacerdotes y hombres de Iglesia de todo el mundo. Eso incluye a centenares de miles de personas. ¡Demasiado! Todo lo que es excesivo no es científico. (…)

Esta globalización es incluso sorprendente por venir de un psicoanalista. Normalmente, el psicoterapeuta no trata más que casos personales. En efecto, el autor dice que quiere revelar el alma herida del clérigo «psicoanalíticamente» (palabra que utiliza centenares de veces).

El acercamiento a la persona humana puede hacerse a diferentes niveles. El médico mira de una cierta manera y con su ciencia particular. El enamorado tiene una visión totalmente distinta. El sociólogo estudia las relaciones humanas con otros instrumentos. El hombre espiritual, lo hace de otro modo… El psicoanálisis es una vía de conocimiento racional. No es justo reducir la persona humana a la medida del instrumento que se utiliza. Tanto más cuanto que, sin exponer los casos concretos, el doctor Drewermann decide deliberadamente pasar por el «scanner psicoanalítico» personajes de novelas, los tres consejos evangélicos, los santos fundadores de las grandes órdenes de Occidente, el estado clerical y, en fin, el «sistema católico». Hay un error de método.

El psicoanálisis es una práctica médica. Eso y nada más. Si no, se convierte en una de esas ideologías de la sospecha que han llevado a nuestro siglo a callejones sin salida. Basta recordar la ideología marxista. (…)

El juicio expresado en este libro no es el resultado de un estudio científico, sino la demostración de una convicción inspirada. Por eso hay que ir más lejos y buscar el interrogante fundamental en el lugar del acto de fe. Es la fe en Jesucristo lo que está en juego. ¿No deja entender Drewermann que sería más justo, más humano, buscar lo «divino» en las religiones orientales que creer en el Cristo Redentor vivido y anunciado por la Iglesia católica?

Para el teólogo luterano Oscar Cullmann, la exégesis psicológica de Drewermann está en la línea del racionalismo de Bultmann.

La ruptura entre las dos escuelas es sólo aparente. La raíz es la misma. Hay continuidad. Drewermann lleva a sus últimas consecuencias la premisa de Bultmann. En su lectura de la Biblia no hay nada histórico, ni siquiera la cruz, que Bultmann por lo menos no tocaba. Si el extra nos no tiene importancia, nos queda sólo la medida subjetiva. Del existencialismo se pasa al análisis psicológico. Jung sustituye a Heidegger. Pero la posición de fondo es siempre la misma. La historia de la salvación ya no importa.

Julio de la Vega-HazasUn hombre sin dudas

Hace no tantos años triunfaba la crítica marxista de la religión. Incluso dentro de la Iglesia lo más progresista era reivindicar el marxismo como método de análisis científico, aunque se rechazaran sus implicaciones ateas. La doctrina de Marx parecía tener las claves de interpretación de la historia y hasta la fe tenía que ser reformulada desde esta óptica. Con las mejores intenciones, los profetas de los tiempos nuevos aseguraban que la Iglesia debía aceptar el marxismo y apoyar políticamente a las fuerzas que se inspiraban en él. De lo contrario, la Iglesia acabaría por perder definitivamente a la clase obrera (así decían, justo cuando en que lo que empezaba a desaparecer era la clase obrera tradicional).

Los más radicales aplicaban incluso el esquema de la lucha de clases a la vida de la Iglesia, cuyos problemas explicaban por la contraposición entre la Jerarquía opresora, «propietaria» de la doctrina y de los sacramentos, y la base desposeída. En este clima intelectual, era arriesgado contrarrestar tales ideas, pues toda crítica se descartaba como fruto de los «prejuicios de clase» o de resistencia a los avances de la ciencia.

Con el derrumbamiento político e intelectual del marxismo, se comprobó que estos supuestos heraldos del siglo XXI no eran más que los epígonos de una doctrina decimonónica. Pero aunque sus libros no sean hoy más que pura arqueología, muestran el riesgo que entraña reinterpretar la fe de acuerdo con las modas intelectuales.

Esta lección no es quizá superflua para abordar la figura de Eugen Drewermann y su intento de reinterpretar las verdades históricas y dogmáticas de la fe, con ayuda del psicoanálisis. Aunque sus ideas sean distintas a las de los cristianos marxistas de años atrás, su actitud intelectual se parece bastante: la misma seguridad de haber descubierto la clave de los problemas de la Iglesia; el análisis globalizante y sin fisuras; la arrogancia de presentar una verdad científica a una Iglesia oscurantista; la descalificación de toda crítica a sus ideas como signo de resistencia a la ciencia o de complicidad con la Jerarquía opresora…

Lo curioso en el caso de Drewermann es su apelación científica al psicoanálisis en una época que empieza a ver cada vez con más reservas las teorías freudianas. En este punto, Drewermann parece inmune a la duda. «En mi consulta psicoterapéutica -declara en una entrevista-, veo que la gente tiene una imagen de Dios, transmitida por la Iglesia, llena de represión, de angustia, de culpabilidad, de dependencia y de despersonalización. La experiencia de Freud se confirma cada día: cuando los hombres empiezan a hablar de Dios, nacen súbitamente angustias infantiles ligadas al padre, a la madre, símbolos que la Iglesia ha instrumentalizado de manera psicológicamente negativa» (Le Monde, 18-II-92).

La contundente afirmación de que «la experiencia de Freud se confirma cada día» contrasta con la proliferación de publicaciones científicas que ponen en duda los métodos, pruebas y teorías del psiquiatra vienés. Pues los últimos descubrimientos de documentos relacionados con Freud y su círculo sacan a la luz una serie de pifias, pruebas amañadas y resultados poco convincentes en los casos clínicos del creador del psicoanálisis.

Como ya hizo Freud en su tiempo, sus seguidores descalifican de entrada tales críticas como «resistencias» a aceptar un diagnóstico, lo que avalaría precisamente la exactitud de sus afirmaciones. Pero este fácil expediente no basta para enfrentarse a críticas tan rigurosas como las expresadas por Adolf Grünbaum, en Validation in the Clinical Theory of Psychoanalysis. Este filósofo de la ciencia y profesor en la Universidad de Pittsburgh lanza un demoledor ataque al carácter científico del psicoanálisis, haciendo ver que ni Freud ni sus seguidores han llegado a demostrar alguna vez la existencia de una relación causal entre la represión y la neurosis. Y quizá tampoco está de más recordar que el filósofo Karl Popper, que tanto ha estudiado las condiciones del progreso científico, haya siempre considerado al psicoanálisis como una «pseudociencia».

Ciertamente, esto es compatible con el hecho de que Freud y sus discípulos hayan tenido algunas intuiciones valiosas. Pero en cualquier caso se trata de teorías discutibles, que no pueden presentarse como la piedra de toque científica que obligaría a reinterpretar la fe.

Yo no sé si los pacientes que han pasado por el diván de Eugen Drewermann han experimentado alguna mejoría, aunque hoy cada vez más psiquiatras recurren al tratamiento farmacológico de los desórdenes mentales en vez de a la cura psicoanalítica. Pero siempre es sospechoso un terapeuta que asegura que los creyentes llevan veinte siglos engañados y que jamás duda de sus propias ideas.

Ignacio Aréchaga

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