El Catecismo de la Iglesia Católica en el contexto cultural contemporáneo

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En el Catecismo de la Iglesia Católica, la doctrina cristiana de siempre es formulada y presentada de un modo nuevo para que sea mejor comprendida en el contexto cultural de hoy. José Luis Illanes, Profesor Ordinario de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, en un artículo publicado en la revista Scripta Theologica (mayo-agosto, 1993), del que seleccionamos aquí unos párrafos, se pregunta qué rasgos culturales contemporáneos han influido en la aparición del nuevo Catecismo y cómo afectan a la formulación del mensaje cristiano.

Tal vez resulte útil proceder con un método comparativo y evocar el otro único ejemplo histórico de catecismo mayor aprobado por un Romano Pontífice para ofrecerlo a la Iglesia universal: el Catechismus ad Parochos publicado por Pío V en 1566, poco después del cuarto y último periodo del Concilio de Trento.

Ese Concilio, a lo largo de los 20 años que duraron sus sesiones, fue presenciando, de forma cada vez más clara, la ruptura de la unidad cristiana y la aparición de numerosas confesiones que reclamaban todas ellas el apelativo de cristianas.

En esta coyuntura, el Catecismo tridentino buscó revitalizar la vida cristiana y reafirmar la identidad católica, tratando con particular atención los puntos que habían sido puestos en duda por todos o algunos sectores de la Reforma protestante. El Catecismo se inicia, como otros textos anteriores, con una exposición del credo o confesión de fe; más concretamente con un comentario del verbo «creer». En el contexto de una Europa dividida, pero toda ella cristiana y, en muchos aspectos culturalmente unitaria, no advierte la necesidad de justificar la creencia, sino que, dando por supuesto que sus lectores -católicos o no- son creyentes, entra a explicar lo que creer implica en un entorno cristiano, para pasar a continuación a exponer con detalle el contenido de la creencia.

La Iglesia ya no es sólo europea

Cuatro siglos más tarde, cuando en 1962 la Iglesia se reúne para celebrar el Concilio Vaticano II, el contexto cultural ha cambiado profundamente. Los descubrimientos geográficos de los siglos XV y siguientes y las fuertes corrientes de emigración que provocaron, unidos a la importante acción misionera que tuvo lugar a partir de ese periodo, han extendido el cristianismo por los diversos continentes: en el siglo XX la Iglesia no es ya, como lo era en el siglo XVI, una Iglesia predominantemente europea, sino una Iglesia no sólo ontológica, sino también geográficamente universal.

Por otro lado, las grandes revoluciones políticas, tecnológicas e industriales que jalonaron la edad moderna han implicado, a su vez, transformaciones sociales, y cambios en las mentalidades, en los modos de vida y en los estilos de comportamiento que, partiendo de los países occidentales, tienden, en un mundo tecnológicamente unificado, a extenderse a otros ámbitos de civilización. El problema de la relación entre culturas diversas, así como la modificación histórica de culturas, y en consecuencia, desde ambos puntos de vista, el de la inculturación de la fe, se plantea de forma cada vez más aguda.

No cabe olvidar, de otra parte, que el proceso de secularización iniciado en los siglos XVI y XVII -como consecuencia, en no pequeña medida, de la crisis espiritual que provocó en Europa la ruptura de la unidad cristiana y, sobre todo, el drama de las guerras de religión- ha ido alcanzando proporciones cada vez mayores. No cabe ya, en esta segunda mitad del siglo XX, tener por adquirido el contenido de la fe cristiana, y ni siquiera -como ocurría en el siglo XVI- iniciar una exposición de esa fe dando por supuesto el reconocimiento de la legitimidad y necesidad del creer: en un mundo al que, en gran parte, no ha llegado todavía la predicación cristiana, y en el que, en otros sectores, esa predicación es vista como un mero eco del pasado y la hondura antropológica del acto de creer es radicalmente puesta en duda, es necesario retrotraerse a un estadio anterior a fin de poner de manifiesto el punto de encuentro entre la fe y el existir humanos.

¿Por qué, en suma, un nuevo Catecismo, dirigido a la totalidad de la Iglesia Católica? Sencillamente porque el variar de los tiempos y coyunturas culturales así lo requiere.

¿Es posible un Catecismo universal?

Pero ¿cabe pensar en un Catecismo válido para la totalidad de una Iglesia como la presente, es decir, extendida por ámbitos culturales profundamente diversos y situada en un periodo de la historia caracterizado por la rapidez y la multitud de los cambios? En ese contexto, ¿la pretensión de elaborar un Catecismo que constituya un punto universal de referencia, no implica acaso el riesgo de provocar un fijismo teológico y doctrinal, haciendo imposible toda verdadera inculturación y toda verdadera sintonía con el acontecer histórico y con el progresar científico? Estas preguntas afloraron repetidas veces en el tiempo transcurrido desde que, a raíz del Sínodo de los Obispos de 1985, se propuso y concretó el proyecto de un Catecismo para la Iglesia universal.

El Catecismo de la Iglesia Católica no entra a discutir, de modo expreso y formal, esa problemática, si bien, por el hecho mismo de su publicación, toma posición respecto a ella, e incluye además diversas consideraciones que muestran que la objeción ha sido meditada y resuelta. De hecho menciona repetidas veces la necesidad de la inculturación en cuanto exigencia que dimana de la universalidad de destinación que caracteriza a la fe cristiana. Y, a la vez, existe como Catecismo dirigido a la Iglesia universal, a fin de constituirse en punto de referencia para posteriores catecismos regionales o locales en los que se atienda a las peculiaridades de las diversas culturas.

Inculturar la fe

En la decisión de elaborar un Catecismo universal incide además otra consideración. Puesto que el hombre está abierto a la verdad y porque el mensaje cristiano radica en la verdad de Cristo, la vía hacia la inculturación de la fe en los diversos países y épocas no pasa, ni puede pasar, a través de una reducción de la catequesis cristiana a un núcleo esencial, necesariamente esquemático y descarnado: reclama más bien una proposición de la figura concreta y completa del mensaje y de la praxis cristiana, con toda la riqueza que ha sido puesta de relieve a lo largo del acontecer histórico.

De ahí que un Catecismo amplio no deba ser visto como un obstáculo a la inculturación, sino, al contrario, como un servicio a esa finalidad. Así lo afirmaba Juan Pablo II en su alocución del 7 de diciembre de 1992: la unidad de la Iglesia, y de la humanidad, en torno a Cristo»no se puede alcanzar sin la identidad de la fe, la comparticipación en la vida sacramental, la consiguiente coherencia de la vida moral, la continua y férrea oración personal y comunitaria»; por eso el Catecismo de la Iglesia Católica, «al trazar las líneas de la identidad doctrinal católica», «no restringe, sino que amplía el ámbito de la pluriforme unidad, ofreciendo un nuevo impulso hacia la plenitud de comunión».

Unidad y diversidad cultural

Una de las paradojas de la actual coyuntura histórica es, sin duda, la presencia contemporánea de dos convicciones a primera vista antitéticas: de una parte, una aguda conciencia acerca de la existencia de una diversidad de situaciones culturales, más aún, acerca del valor de esas diversas culturas con la consiguiente llamada a su respeto y promoción; y, de otra parte, una conciencia igualmente aguda acerca del hecho de que la humanidad, por primera vez en su historia, es una humanidad real y profundamente unificada.

Esto explica que, según la perspectiva adoptada en cada caso, remitamos a una pluralidad de culturas, o hablemos de una situación cultural de algún modo unitaria. Así acontece también en el Catecismo de la Iglesia Católica. Con una particularidad: a diferencia de lo que ocurre respecto a las culturas regionales -de las que se ocupa sólo en general, guardando silencio sobre aspectos particulares-, respecto a las cuestiones y problemas que afectan a la civilización contemporánea considerada en conjunto habla concreta y, en ocasiones, pormenorizadamente.

No hay un acuerdo universal sobre cuál o cuáles, entre los rasgos comunes que caracterizan a la sociedad de nuestros días, poseen valor definitorio, pero no resulta difícil destacar algunos hechos o actitudes fundamentales: la afirmación de la dignidad de la persona humana, o con otras palabras, de la subjetividad; la importancia decisiva de la técnica; la universalización de las relaciones sociales, económicas y políticas, con la interdependencia y las exigencias de la solidaridad que de ahí dimanan; la valoración de la corporalidad y de la sexualidad como elementos estructurales del ser humano, etc.

Preocupación por la actualidad

El texto del Catecismo -como es lógico- no aspira a ofrecer un diagnóstico socio-histórico de carácter global o totalizador. Pero permite advertir que sus redactores han tenido una constante preocupación por analizar y valorar las aspiraciones y los problemas más característicos de la situación cultural contemporánea, examinándolos a la luz de los principios básicos de la antropología y la ética cristianas.

Algunos ejemplos, relacionados con los aspectos de la cultura que antes señalábamos permiten advertirlo con claridad:

– En su primera parte, el Catecismo proclama la dignidad de la persona humana, fundamentándola en la condición de imagen de Dios que el hombre posee; después, en la tercera, retoma reiteradamente esa verdad, a fin de subrayar los derechos inalienables que esa dignidad implica.

– El carácter tecnológico de la civilización contemporánea es también tenido en cuenta, y valorado positivamente, a la vez que recalca que la técnica ha de estar al servicio del hombre, lo que reclama una constante reflexión sobre las relaciones entre técnica y ética y, a otro nivel, sobre la ecología.

– Al comentar el relato del Génesis sobre la creación de Adán y Eva, el texto del Catecismo pone de manifiesto que la corporalidad humana y la distinción entre hombre y mujer corresponden al plan divino, lo que implica la valoración de la materia y la proclamación de una igual dignidad de los dos sexos.

– El comentario al relato del Génesis conduce a subrayar además la unidad del género humano, reforzada y profundizada por la vocación de toda la humanidad a la plena comunión con Cristo y a un destino eterno como familia de hijos de Dios, de donde deriva, en páginas posteriores, una neta y decidida afirmación de la solidaridad.

Cambios en la presentación del mensaje

Pero hay que seguir preguntándose: ¿el desarrollo cultural moderno se refleja en el Catecismo sólo porque suscita problemas y cuestiones nuevas o ha provocado además avances o cambios en la formulación y presentación del mensaje cristiano en cuanto tal?

Llegados a este punto puede ser oportuno recordar una consideración que ya antes apuntábamos. En el siglo XVI, podía iniciarse la exposición catequética dando por presupuestas la legitimidad y necesidad de la actitud de fe; en nuestra época, es necesario plantear el problema de la fe desde más atrás, a fin de mostrar las raíces o presupuestos antropológicos de la actitud creyente.

Esta necesidad fue sentida hace ya largo tiempo, en los mismos albores de la edad moderna, cuando comenzaron a difundirse en Europa las actitudes y planteamientos de signo escéptico primero, y racionalista y naturalista después. En el tiempo transcurrido desde entonces, apologética y teología fundamental han sido entendidas de muy diversas maneras.

De hecho, el planteamiento que nos ofrece el Catecismo de la Iglesia Católica dice relación no tanto a los lejanos precedentes históricos, cuanto, mucho más cerca de nosotros, al Concilio Vaticano II; concretamente a la Constitución Gaudium et spes en la que el Concilio, dirigiéndose al mundo contemporáneo -es decir a un mundo que, en ocasiones, se considera ajeno y extraño a la Iglesia y que, en todo caso, se comprende a sí mismo como distinto de ella- proclama la luz que la fe cristiana proyecta sobre el hombre y se abre, a partir de ahí, a una actitud de diálogo con el conjunto de la humanidad y con sus diversas realizaciones histórico-culturales.

No es pues extraño que, en continuidad con la Gaudium et spes, y con la actitud de espíritu que implica, diversos catecismos aparecidos en años posteriores decidieran iniciar la exposición mediante un preámbulo o introducción de carácter antropológico. Con esta metodología entronca, con personalidad propia, el Catecismo de la Iglesia Católica.

«El deseo de Dios -comienza el primero de los capítulos del Catecismo- está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar».

Barroco, ilustrado y moderno

El modo de proceder y el espíritu que encontramos reflejado en este párrafo inicial del Catecismo, se extiende después no sólo al resto de la introducción, sino a todo el conjunto de la obra, cuya exposición se caracteriza por un temple a la vez bíblico, litúrgico y antropológico.

«Biblia y Liturgia nos sitúan, cada una a su modo, ante ese encuentro entre Dios y el hombre que es la esencia del cristianismo. Y ahí radica precisamente el tercer rasgo que, a nuestro juicio, caracteriza al Catecismo: la orientación antropológica. Todo el libro responde, en efecto, a una convicción de fondo: el valor de la persona humana. El hombre no es un mero producto de la evolución, ni un ente efímero, condenado a desaparecer sin dejar rastro; sino un ser dotado de valor, más aún, de destino, y de destino eterno».

El concepto de vocación -o mejor aún-, la verdad del hombre como ser llamado, invitado a la comunión con Dios y, de esta forma, fundamentado en la plenitud de su dignidad y de sus aspiraciones, es, en efecto, la clave estructural y hermenéutica del Catecismo, realidad expresamente mencionada en algunos pasajes y aludida en otros, pero constantemente presente.

Si el hombre de la época barroca era un hombre que vivenciaba honda, y en ocasiones angustiadamente, el problema de la salvación y del destino; si el hombre de la Ilustración era un hombre lleno de confianza en la razón y movido por el deseo de claridades y certezas; el hombre de nuestros días es un hombre marcado profundamente por el problema del sentido, más aún, por la pérdida del sentido. Y precisamente a ese hombre quiere dirigirse el Catecismo, presentándole la fe cristiana como una oferta de sentido, de sentido pleno.

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