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El arrepentimiento que un judío puede comprender

publicado
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Bernard-Henri Lévy, filósofo francés, judío, expresa su admiración por la petición de perdón, entre otros a los judíos, realizada por Juan Pablo II (Le Point, París, 17 marzo 2000).

¿A qué se debe que las comunidades judías, en Francia y en otros sitios, hayan acogido con tanta frialdad el acto de arrepentimiento efectuado por Juan Pablo II el pasado domingo, 12 de marzo, en la Basílica de San Pedro de Roma?

(…) En cuanto a la misma naturaleza del acontecimiento, nunca se valorará lo suficiente que fue él, Juan Pablo II, el que convirtió el «deber de la memoria» en un tema central de la predicación. Auschwitz, en 1979… Mauthausen, en 1988… Majdanek, en 1991… La visita a la sinagoga de Roma, el 13 de abril de 1986: «Querría expresar una vez más mi horror ante el genocidio decretado, durante la última guerra, contra el pueblo judío…».

(…) Surge el persistente silencio sobre los famosos «silencios de Pío XII», antiguo nuncio apostólico en Munich y en Berlín y, después, artífice del Concordato entre la Iglesia y el régimen nazi. Pero, en primer lugar, ¿qué sabemos de estos silencios? ¿Estamos seguros, a la luz de la historiografía reciente, de que Pío XII fue ese germanófilo o, incluso, ese pronazi, cuyo retrato glosó el escritor protestante Rolf Hochhuth, en 1963, en El vicario? Lo único cierto es que el Papa actual, Juan Pablo II, incluso antes del reciente acto solemne de arrepentimiento, no cesó de pedir perdón por «nuestra pasividad ante las persecuciones y el Holocausto de los judíos». (…)

Y por lo que se refiere a la reflexión propiamente doctrinal sobre el antisemitismo católico, los ignorantes son libres de encontrar chocante la distinción, incansablemente repetida por el pontífice, con respecto el antisemitismo nazi, fundamentalmente pagano y, por lo tanto, anticristiano, y que reprochaba a los judíos no el haber matado a Cristo, sino, por el contrario, el haberlo inventado. Es una distinción justa. Precisa. Formidablemente operativa para calibrar lo que pasó realmente en Europa durante la interminable guerra (1933-1945) lanzada contra los judíos. Una distinción que nunca le impidió a su autor denunciar «los prejuicios y las lecturas pseudoteológicas» que sirvieron de pretexto para el profundo odio contra «los hermanos judíos» (Angelus del 14 de enero de 1996). Y, más recientemente, en la tercera de las seis peticiones de perdón, el saludo a este pueblo, calificado de «pueblo de Israel» o de «pueblo de la Alianza y de las bendiciones», que Dios ha «elegido» para que «su nombre fuese dado a conocer a los demás pueblos».

Deborah Sontag (The New York Times, 22 marzo 2000) recoge el testimonio de Yosef Bienenstock, judío superviviente del Holocausto y amigo de la infancia de Juan Pablo II.

Bienenstock -explica la periodista- es casi de la misma edad que el Papa y vivió en Wadowice, en una casa contigua a la de los Wojtyla. Karol y él fueron compañeros en la escuela primaria, y después siguieron siendo amigos. Tras la invasión alemana de Polonia, Yosef fue deportado, junto con su familia. Estuvo en varios campos de concentración. Solo sobrevivieron él y un hermano, Romek, que murió poco después del fin de la guerra. Yosef Bienenstock es uno de los judíos de Wadowice que fue invitado a reunirse con Juan Pablo II el 23 de marzo, durante la visita del Papa al Yad Vashem, el memorial del Holocausto.

Bienenstock cuenta que en 1992 regresó a Wadowice para visitar la tumba de su hermano. Esperaba encontrarla como la había dejado: una pobre lámina de estaño sobre la fosa. Para su sorpresa, vio que sobre la tumba se alzaba una generosa lápida de mármol. El guarda le explicó que el Papa había visitado el cementerio en una ocasión y, al ver la triste tumba de Romek, mandó discretamente que se hiciera otra más digna.

«Así es él -dice Bienenstock del Papa-. Creció con nosotros y nunca nos ha olvidado. Por eso pidió a los cristianos que comprendieran que los judíos de hoy no pueden ser considerados responsables de la crucifixión. Por eso dijo que el Holocausto fue una enormidad. Por eso visita sinagogas y cementerios judíos. No entiendo qué más se le puede pedir».

Bienenstock subraya la actitud de Juan Pablo II en relación con el Holocausto. «El Papa, en aquel momento, era un estudiante de 19 años. ¿Qué podría haber hecho para detener la iniquidad? Personalmente, no creo que él tenga que disculparse en absoluto. Me produce verdadero dolor oír todos esos disparates que se dicen en Israel. La gente no tiene ni idea de lo mucho que él ha hecho: su reconocimiento del Holocausto -frente a todos esos que lo niegan-, su reconocimiento de Israel.

«Para nosotros, es una suerte tenerle. Lo sé. Veo en su rostro envejecido el rostro de aquel muchacho de gran corazón. Personalmente, creo que no podrían haber escogido para Papa a una persona más humana que él».

El escritor Claudio Magris subraya la valentía de Juan Pablo II (Corriere della Sera, Milán, 13 marzo 2000).

Magris ve en la petición de perdón del Papa ese coraje que «le permite atravesar la vida sin temerosas cautelas y, por lo tanto, como hombre libre, sin preocuparse de agradar o de desagradar, de resultar simpático o antipático».

Para Magris no es un signo de debilidad, sino de fuerza: «Juan Pablo II puede permitirse esta valiente humildad a la que un Pontífice más débil e irresoluto ante la complejidad del mundo y de la historia no podría atreverse sin desencadenar un proceso de disolución. Ciertamente, gestos de este tipo provocan a menudo amarguras, porque el mundo es ingrato y mientras no pedimos perdón nadie pretende que lo hagamos, mas en cuanto lo pedimos nunca es suficiente y todos se te echan encima. Lo mismo que nadie se enfada si no lo invitamos a comer, pero cuando lo invitamos, te pide incluso la cena».

«Los no creyentes o no practicantes pueden juzgar positiva o negativamente el gesto del Papa, estas ocurrencias suyas de viejo tembloroso por el parkinson pero duro como un púgil o un pescador de Hemingway; pueden también atribuir esta insistencia obstinada a su vejez. La mano tiembla y el cuerpo muestra un gran cansancio, pero la mirada es a menudo viva y maliciosa y a veces parece reírse de la vigilancia de quien le rodea. Su petición de perdón tiene una indiscutible grandeza, hace comprender la fuerza de la fe y merece admiración; en cualquier caso, los fieles deberían agradecerle un gesto que hace más digna la obediencia a su pastor».

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