El alma de la democracia liberal

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El 20 de noviembre, en la conferencia de clausura del VII congreso «Católicos y vida pública», Richard John Neuhaus, presidente del Institute on Religion and Public Life y director de la revista First Things, comentó la idea de sociedad libre en la encíclica de Juan Pablo II Centesimus annus, refiriéndose especialmente al experimento de Estados Unidos.

El individualismo es uno de los logros señalados de la modernidad o, si se prefiere, de la tradición liberal. La democracia liberal es liberal precisamente en su respeto hacia la libertad de la persona. Tampoco debiéramos negar que este logro se llevó a cabo a menudo en tensión, o incluso en conflicto, con la Iglesia católica. Una razón importante de dicho conflicto era, desde luego, que la causa de la libertad era percibida como si desfilase bajo los estandartes radicalmente anticlericales y anticristianos de 1789.

El que la moderna doctrina social católica haya replantado tan claramente la idea del individuo y de la libertad en la tierra fértil de la verdad cristiana de la que había sido, en su desarrollo confuso y en conflicto, extirpada, es un logro destacado. La flor de la libertad sólo florecerá en el futuro una vez que esté profundamente enraizada en la verdad sobre la persona humana. (…)

Proponer en una democracia

En la encíclica sobre la evangelización Redemptoris missio, el Papa dice: «La Iglesia no impone nada, sólo propone». No impondría aunque pudiese. La fe verdadera es necesariamente un acto de libertad. Si no conseguimos entender esto, hemos de temer que no conseguimos entender lo que Juan Pablo llama «el principio que inspira la doctrina social de la Iglesia». La Iglesia debe proponer – incesantemente, audazmente, persuasivamente, atractivamente.

Si nosotros, que somos la Iglesia, no estamos haciendo eso, la culpa no es de la democracia liberal, sino de nosotros mismos. Aunque el mensaje de la Iglesia aporta una base sólida para la democracia liberal, ésta no es parte del mensaje de la Iglesia. Simplemente es la condición para que la Iglesia invite a personas libres vivir en la «communio» de Cristo y de su Cuerpo Místico, cuya comunión es infinitamente más profunda, más rica y más plena que el orden democrático social o que cualquier orden social, a excepción del ordenamiento correcto de todas las cosas en el reino de Dios.

Un Estado limitado

Pocas cosas son más importantes para la sociedad libre que la idea y realidad del Estado limitado. Por mucho que tribunales e intelectuales laicos lo puedan haber negado en décadas recientes, el orden democrático liberal es inexplicable sin el reconocimiento de una soberanía superior a la del Estado. Por eso en los EE.UU. hay tal urgencia por mantener la frase «una nación bajo Dios» al jurar lealtad a los EE.UU. La frase indica que la nuestra es una nación sometida a juicio.

Los cristianos entienden y declaran públicamente esa soberanía superior cuando proclaman, «Jesucristo es el Señor». No hace falta que el Estado declare que Jesucristo es el Señor. Tampoco sería deseable. El papel del Estado limitado es el de respetar la soberanía política de la gente que reconoce una soberanía superior a la suya. Como afirma la encíclica, «Gracias al sacrificio de Cristo en la cruz, la victoria del Reino de Dios se ha conquistado de una vez para siempre» (Centesimus annus, n. 25).

Esa victoria denota la soberanía suprema por la que el Estado está limitado, y la proclamación de esa victoria es la contribución política más importante de la Iglesia. En una sociedad democrática que ha sido eficazmente evangelizada, los ciudadanos no piden al Estado que confiese que Cristo es el Señor. Su única exigencia es que el Estado sea respetuoso con el hecho de que una mayoría de sus ciudadanos confiesan que Cristo es el Señor. Afirmamos no un Estado confesional sino una sociedad confesional, sin olvidar en ningún momento que el Estado es el servidor de la sociedad, que es más importante que el Estado.

La Iglesia realiza igualmente una aportación política de incalculable valor al insistir en los límites de la política. El gran peligro, según Centesimus annus, es que «la política se convierta en una religión «laica» que opere bajo la ilusión de crear el paraíso en este mundo. Pero ninguna sociedad política… puede nunca ser confundida con el Reino de Dios… Al pretender adelantar el juicio aquí y ahora, la gente se pone en el lugar de Dios y se enfrenta a la paciencia de Dios». (…)

El riesgo de una democracia sin valores

El número 46 de la Centesimus annus rebate de una forma clara y sin ambigüedades el punto por el que el liberalismo contemporáneo ha distorsionado de forma más severa el sentido de la democracia en la tradición liberal: «Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría, o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y convicciones políticas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin principios se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o apenas encubierto, como demuestra la historia».

La importancia de este párrafo y su vigencia en nuestra situación contemporánea, difícilmente puede sobreestimarse. La insistencia dogmática sobre el agnosticismo en el discurso público y en la toma de decisiones ha creado la «plaza pública desnuda». Gentes que, como los padres fundadores americanos, mantienen ciertas verdades como auto-evidentes son «considerados poco de fiar desde un punto de vista democrático». En una usurpación de poder que verdaderamente amenaza con «un totalitarismo apenas disimulado», las instituciones del Estado declaran que la separación de la Iglesia y del Estado significa la separación de la religión, y de la moralidad basada religiosamente, de la vida pública, lo que significa la separación de las convicciones más profundas para la gente de la política, lo que significa el fin de la democracia y -recordando que la política son personas libres decidiendo cómo debiéramos ordenar nuestra vida en común- el fin de la política.

El método de la Iglesia

Al luchar por el alma de la tradición democrática liberal, debemos ser comprensivos con algunos de nuestros conciudadanos que honradamente creen que cualquier llamamiento a la verdad trascendente plantea la amenaza de una teocracia. Juan Pablo II reconoce lo extendido que está este malentendido, y por ello prosigue el párrafo anterior con esto: «Tampoco la Iglesia cierra sus ojos al peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes, en nombre de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. La verdad cristiana no es de este tipo. Puesto que no es una ideología, la fe cristiana no pretende encorsetar realidades sociopolíticas cambiantes en un esquema rígido, y reconoce que la vida humana se desarrolla en la historia en condiciones que son variadas e imperfectas. Aún es más, al reafirmar continuamente la dignidad trascendente de la persona, el método de la Iglesia siempre es el del respeto por la libertad».

Por decirlo de una forma cándida, éste no parece haber sido siempre el método de la Iglesia. No debiéramos dejar que fueran otros los que señalasen este punto. Juan Pablo II, en la carta apostólica Tertio millennio adveniente y en muchas otras ocasiones, hacía un llamamiento a los cristianos para que reconocieran las formas en que, de forma individual y corporativamente, no habían respetado la dignidad y la libertad de otros. (…)

Este es, pues, un breve esquema de la visión católica del Estado secular. El Estado secular propiamente dicho es el Estado democrático liberal. Siendo todo lo comprensivos que podamos ser con algunos de los críticos de la tradición democrática liberal, haremos bien en recordar que todos los órdenes temporales, a excepción del reino de Dios, son profundamente insatisfactorios. De todos los que se han probado hasta la fecha, la democracia liberal es el menos insatisfactorio. El experimento democrático liberal es justamente eso, un experimento en marcha. Como todos los experimentos, puede tener éxito o fracasar. La doctrina social católica nos invita a consagrar nuestras oraciones y nuestras vidas a su éxito.

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Ver también conferencia de Robert Spaemann en el mismo congreso.

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