¿Qué hacer con el capitalismo?

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Ante el crash económico y financiero por el que atraviesa el mundo, la célebre “mano invisible” de Adam Smith se ha vuelto sospechosa de ser una mano negra. A la vez, lo súbito de la caída ha puesto en entredicho la capacidad de los expertos para dominar variables fundamentales a la hora de tomar postura: desde la firme defensa del sistema a las más radicales propuestas para sustituirlo, los gurús de la economía y de la política señalan caminos nuevos para el siglo XXI.

La ideología liberal, fuente o producto del sistema capitalista, ha sido llamada a declarar por la responsabilidad que le cumple en esta crisis. Pero ¿es a ella verdaderamente a quien debe sentarse en el banquillo? ¿O más bien se trata de juzgar problemas de otra índole?

La respuesta dependerá, desde luego, de la evaluación que se haga sobre lo que ha ocurrido y de la forma en que se describan sus causas, puramente coyunturales para algunos, o enraizadas, según otros, en la propia naturaleza del modelo que ahora se pone en entredicho.

El mea culpa de Alan Greenspan

Particularmente significativo ha sido el mea culpa entonado por Alan Greenspan, una de las figuras que mejor han conjugado la profesión de fe liberal, recientemente explicada en un libro de memorias (The Age of Turbulence), con su aplicación activa durante los largos años que, a la vera de gobiernos republicanos o demócratas, permaneció al frente de la Reserva Federal. Greenspan se ha declarado en un estado de “conmovida descreencia” ante el crítico panorama del que no pocos le acusan, y ha admitido que la autorregulación no funciona en cuestiones de banca.

En un artículo aparecido en Breakingnews.com, Robert Cyran ha cargado contra la ceguera del otrora sumo sacerdote de las finanzas norteamericanas, al que reprocha “su incapacidad de considerar la idea de que la hybris -el pecado de arrogancia de los héroes de Esquilo y de Sófocles- y la codicia de los actores financieros individuales pueden vulnerar el sistema, y a ellos mismos”.

Para otras mentalidades más pragmáticas, el problema tiene que ver más bien con la capacidad de la ciencia económica para comprender la enorme complejidad de los factores que determinan semejantes episodios y, en consecuencia, para atajarlos o saber qué hacer ante ellos. Esta preocupación por la casuística es lo que hace ahora volver los ojos hacia el gran precedente histórico de 1929, buscando comparar las características del impacto, evaluar sus efectos y repasar la eficacia de las respuestas que entonces se propusieron.

El capitalismo intervenido

En un artículo de título urgente, Save the System, Thomas Friedman plantea la cuestión del significado que el plan de rescate Bush tiene para este debate en la forma que sigue: “La pregunta que me hago, y que pienso que Paulson y Bush estarán haciéndose a sí mismos, es ésta: ¿Qué efecto tendrá esta intervención del gobierno sobre la asunción del riesgo que constituye el corazón del capitalismo?”.

Si hay que creer a George Soros, el billonario inversionista cuyo libro, La crisis del capitalismo global, fue en su momento éxito de ventas, el futuro nos depara un tiempo “menos irresponsable, menos agresivamente especulativo, menos apalancado y más estricto con el crédito”. Su exhortación a cantar la palinodia es todo un plan de reformulación teórica: “Los mercados no tienden al equilibrio, y no se limitan a reflejar las bases sobre las que se sostienen los valores (los fundamentals), sino que también las configuran. Por esto, no basta simplemente con controlar la oferta monetaria. Hay que reconocer que los mercados son propensos a las burbujas, y las regulaciones deben prevenir contra su crecimiento desmedido”.

Pero lo que Friedman alega, citando al experto en estrategia financiera David Smick, es que “los planes de rescate y las garantías del gobierno, si a veces resultan necesarios, traen siempre consecuencias imprevistas”. Para Smick es claro quién saca la ganancia de pescar en río revuelto: “Ganadores: los fuertes, los grandes, los consolidados, los nacionales y los seguros: la gente, podría decirse, que no necesita dinero. Los que pierden: los nuevos, los pequeños, los extranjeros y los de mayor riesgo: mercados emergentes, emprendedores y pequeños negocios sin contactos políticos”. Coinciden estas afirmaciones con el comentario de Moisés Naím, economista y editor jefe de la revista Foreign Policy, al ranking de las personas más ricas del mundo, que revela, según dice, que tales fortunas han sido amasadas mediante vínculos con el gobierno. “Ha sido el Estado, no el mercado, quien los ha hecho ricos. La crisis económica creará muchas más oportunidades para aquellos que sean capaces de sacar partido del Estado para hacer sus fortunas”.

También a propósito de esto recuerda el especial de Newsweek preparado por Rana Foroohar que “muchas de las transacciones más fuertemente apalancadas de los últimos tiempos fueron hechas por bancos alemanes regulados por el Estado más bien que por gigantes de Wall Street. Más supervisión gubernamental no garantiza por sí misma que todo vaya a salir bien: es necesario que las regulaciones estén bien diseñadas, que tengan capacidad de hacerse cumplir y, hasta cierto punto, también de resultar flexibles”.

¿Más regulación o mejor gerencia?

Regulaciones inteligentes para salvar al sistema y pronta retirada gubernamental de los asuntos de la banca son asimismo las directrices que apoya Thomas Friedman. Según su enfoque, el descarrío de las prácticas financieras no es tanto un tema que afecte a la criminología como a los principios por los que debe regirse la buena gestión: “Los bancos que al día de hoy resisten, los que están comprando a otros y no siendo comprados -como JP Morgan Chase o el Banco Santander- no han sobrevivido porque estuvieran mejor regulados que los demás, sino porque han sido mejor administrados”, argumenta.

En este servicio de la prudencia al éxito empresarial se basaba también la ahora desencantada fe de Greenspan: “Cometí un error al presumir que el propio interés de las organizaciones, específicamente de los bancos y de otras por el estilo, obraría de tal modo que las haría más capaces para proteger a sus accionistas y a la equidad de las empresas”.

Contra avaricia…

La confianza sobre la que Francis Fukuyama hacía descansar cualquier intercambio productivo parece gravemente herida; con su duelo, se pretende que sucumbimos al reinado tenebroso de la codicia o del desorden. Pero las voces más sensatas alertan contra la salida maniquea para explicar la naturaleza del mal. Así, por ejemplo, Nicolas Baverez, que en su columna de Le Monde recuerda: “El crash político no es menor que el de los mercados; el egoísmo y el cortoplacismo no son en lo absoluto exclusivos de los traders“.

Para analistas como el citado Fukuyama, la perversión del sistema ha consistido, más bien, en un excesivo dogmatismo respecto de dos principios: la capacidad de las bajadas de impuestos para autofinanciarse, y la fe en la autorregulación de los mercados financieros. David Brooks, por su parte, busca las causas por las que la percepción de los hombres de negocios puede quedar nublada, y la vez que recurre a uno de los profetas especialistas en la gestión del riesgo -Nassim Nicholas Taleb, que en su libro The Black Swan había diagnosticado que Fannie Mae estaba “sentada en un barril de dinamita”-, anuncia que “la crisis financiera desatará una avalancha de economistas de la conducta y demás transpoladores de la psicología más elaborada al reino de las políticas públicas”.

Según ha dicho Brooks, todo tiene que ver con “nuestra tendencia a mirar los datos que confirman nuestros prejuicios, en lugar de mirar a los que los contradicen; nuestra tendencia a sobrevalorar eventos recientes a la hora de anticipar posibilidades futuras; nuestra tendencia a imbricar hechos concurrentes en una única explicación de las causas; nuestra tendencia a celebrar las habilidades que decimos tener cuando en realidad nos hemos beneficiado de hechos fortuitos”.

Algunas voces más no sólo apuntan a un replanteamiento de los esquemas económicos, sino, en general, a una profunda revisión de los valores de la democracia. “La esperanza -advierte el Nobel Joseph Stiglitz- está en que nuestras democracias son lo suficientemente fuertes para imponerse al poder del dinero de los intereses particulares y en que vamos a demostrar que somos capaces de montar el nuevo sistema regulatorio que el mundo necesita, si es que nuestra intención es disfrutar de una economía global próspera y estable en el siglo XXI”.

Lo cierto es que el debate ético ni puede estar al margen ni lo ha estado nunca. Ya en 1759 lo planteaba Adam Smith: “Se podría confiar en que los hombres buscaran su propio interés sin dañar indebidamente a la comunidad no sólo por las restricciones impuestas por las leyes, sino porque también ellos están sujetos a una limitación incorporada que se deriva de la moral, la religión, las costumbres y la educación”. El libro que contiene estas reflexiones, Teoría de los sentimientos morales, es anterior en veinte años a La riqueza de las naciones. Como señala Rafael Termes en su Antropología del capitalismo, quizá el último texto debería leerse a la luz del primero.

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