La regeneración ética de las democracias liberales Democracia, pluralismo y moral

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Democracia y valores
La regeneración ética de las democracias liberalesPocos cuestionan hoy en Occidente la legitimidad del sistema democrático. Pero sí hay una creciente inquietud al ver dónde está desembocando el relativismo ético que se ha adoptado como base de la democracia. Para abordar problemas como la exclusión social de los más pobres o el respeto a la vida naciente, la relación entre la violencia en la pantalla y la criminalidad, o los puntos de referencia éticos que debe dar la escuela, es obligado replantearse el vínculo entre democracia y valores.

La idea de que la democracia necesita hoy un reconstituyente ético aparece en diversos sectores políticos. Está presente en el nuevo discurso del laborista Tony Blair, que no renuncia a hablar de valores, de familia estable o de responsabilidad (cfr. servicio 150/95). Va a ser un elemento clave en las elecciones presidenciales norteamericanas, a juzgar por el apoyo popular que han encontrado en las primarias algunas propuestas que los candidatos no podrán olvidar. Y es una premisa básica para superar los escándalos de corrupción que han desprestigiado a tantos partidos políticos en distintos países.

De ahí que vuelva al primer plano la cuestión de si la democracia puede tener futuro sin una base ética sólida. Este es el problema que trataron en un interesante mano a mano dos figuras europeas de las Ciencias Políticas: la noruega Janne Haaland Matlary, investigadora de la Universidad de Oslo, y el francés Philippe Bénéton, catedrático de la Universidad de Rennes I. El marco era el de los Encuentros Interdisciplinares que organiza el Instituto de Estudios Superiores de la Empresa en Madrid, bajo la batuta de Rafael Termes.

Matlary: El Estado como mero árbitro

El diagnóstico de la profesora noruega fue que la democracia occidental ha perdido en gran parte su base ética, porque dilucida estas cuestiones con criterios puramente pragmáticos. «Una de las premisas de la democracia liberal es que el papel del Estado es el de un árbitro, necesariamente minimalista, que no sostiene unos determinados valores». De este modo, «los términos del debate deben ser pragmáticos, ya que el Estado liberal no puede tratar cuestiones de valores», que corresponderían a la esfera privada.

Matlary ilustró esta actitud con algunos ejemplos, entre ellos el debate sobre el aborto. «La lucha se plantea en los términos del debate: si la cuestión es ‘¿bajo qué condiciones puede suprimirse una vida humana?’, habría que considerar las normas del derecho constitucional a la vida y las declaraciones internacionales de derechos humanos que lo afirman como su norma más alta.

«Pero si el debate se plantea en términos pragmáticos, por ejemplo, como un problema de la mujer, ya no hace falta considerar lo otro». En estos casos, lo que se busca es dar un enfoque pragmático al problema -«como los abortos se hacen, procuremos que sean ‘seguros'»- para eludir el aspecto ético.

La omisión del debate ético, para decidir sólo en función de una opinión mayoritaria, puede dar lugar, señaló Matlary a una «tiranía de la mayoría». Problema que ya preocupó a pensadores como J.S. Mill, Tocqueville y otros. Así, en su obra On Liberty, Mill advierte que «es necesario que haya protección también contra la tiranía de la opinión y sentimientos predominantes (…) contra la tendencia de la sociedad a imponer (…) sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a los que disienten de ellas».

Cambiar los términos del debate

Frente a la tendencia pragmática, Matlary recordó el otro modelo clásico de política, fraguado por el cristianismo y el derecho romano: «La idea de que la ley está relacionada con la justicia, por lo cual la ley es superior y más importante que el proceso político, está en la base de todo el pensamiento acerca de la democracia constitucional».

La persistencia de este legado en el propio modelo liberal democrático desvela algunas contradicciones inherentes al sistema: «Por una parte, la política se concibe como independiente de los valores, no ligada por más normas que la simple expresión del punto de vista mayoritario; sin embargo, las Constituciones de estas democracias afirman valores fundamentales». Asimismo, todas las democracias occidentales han suscrito declaraciones internacionales de derechos humanos. Por lo tanto, en las mismas instituciones de la democracia liberal está implícito el respeto a unas normas superiores. Por eso, advertía Matlary, cuando las mayorías deciden en temas éticos básicos sin respetar estas normas superiores, «hay una usurpación del sistema».

Con la experiencia del intervencionismo estatal en su propio país, Matlary señaló también la amenaza contra la libertad individual que proviene de la expansión de la esfera del Estado: «Cuando profesiones que antes eran liberales, Iglesias y hasta la misma familia están cada vez más reguladas por el Estado y dependen más de él, la política invade la esfera privada».

Así, en Noruega los ginecólogos que invocan la objeción de conciencia al aborto no pueden conseguir empleos en distritos donde el gobierno considere que hay pocos médicos dispuestos a practicar abortos, y los farmacéuticos no pueden reservarse el derecho a no vender la llamada «píldora abortiva».

Para evitar cualquier forma de «tiranía mayoritaria», Matlary apeló a «la responsabilidad que todos tenemos como ciudadanos para cambiar los términos en que se plantea el discurso político sobre temas éticos», con «los instrumentos de la razón, la persuasión y la revelación de los intentos de manipular el debate público».

Bénéton: dos concepciones de la democracia

Aun compartiendo la visión de fondo, el profesor Philippe Bénéton concebía de otro modo los problemas de las democracias occidentales. El problema parte de dos modos de concebir la igualdad. Según una concepción de la igualdad sustancial, que responde a la versión cristiana, los hombres son iguales por lo que tienen en común: el hecho de ser hombres; esta concepción no se funda en la negación de las desigualdades sino en su superación. En cambio, según la igualdad por defecto, los hombres no tienen nada en común, son pura libertad incondicionada, y no puede decirse que un modo de vivir sea mejor que otro.

A estas dos concepciones se corresponden dos versiones de la democracia liberal. «Las reglas del juego son las mismas, pero se interpretan de modo distinto», señaló Bénéton. En una democracia sustancial, es importante el contexto social: el ciudadano debe ser formado en el ejercicio de sus derechos, éstos han de ejercerse en el marco de formas precisas, con un debate político que favorezca la razón sobre las pasiones y el interés común sobre los intereses particulares. Es decir, «el ciudadano tiene un papel social que desempeñar, que no se confunde con el individuo que opera en el mercado o que responde a un sondeo».

En cambio, en una democracia procedimental -la más extendida hoy día-, el ciudadano es autónomo por naturaleza, su opción tiene el mismo valor cualquiera que sea el contexto y las reglas del juego se bastan a sí mismas.

Un déficit de democracia

A diferencia de Matlary, Bénéton no cree que pueda hablarse de una tiranía de la mayoría en las democracias liberales. El problema no sería un exceso de democracia, sino un déficit: muchas veces los asuntos se deciden por presiones de minorías activas que logran crear una opinión dominante por encima de la opinión común.

La operación por la que se impone el discurso dominante, que es el que reina en público y sobre todo en los medios, procede en tres tiempos muy bien descritos por Bénéton: primero, se apoya sobre el relativismo para desacreditar la idea del bien; después, se olvida del relativismo que profesa para redefinir las opiniones y actitudes convenientes o execrables; y finalmente se apoya sobre los prejuicios del historicismo moderno y sobre la apariencia de una opinión «democrática» para dar a esta nueva ortodoxia el sello de lo indiscutible.

De este modo, «la imposición de una manera de ver y de pensar adopta el aspecto de una liberación, y el reino de la autonomía se aviene con el conformismo». Para superar esta «corrupción» de las democracias, tan perniciosa es la tentación autoritaria como la del abandono. Al igual que Matlary, también Bénéton no ve más camino que intervenir activamente en el debate público, sin someterse a las imposiciones del discurso dominante.

Ignacio AréchagaDocumento de los obispos españoles Democracia, pluralismo y moralLa Conferencia Episcopal Española ha publicado recientemente la Instrucción pastoral «Moral y sociedad democrática» (14-II-96), de la que seleccionamos algunos párrafos.

La bondad o la maldad de las acciones humanas es anterior a lo establecido por la ley, por la mayoría o el consenso; depende del acuerdo o desacuerdo del objeto en cuestión con la verdad del hombre. La ley civil tiene, pues, como fin la consecución del bien común garantizando el orden de la convivencia social. Para lo cual, el legislador ha de atenerse al orden moral, tan inviolable como la misma dignidad humana, a la que sirven las leyes. (…)

No estamos diciendo con esto que la ley civil tenga que coincidir siempre exactamente con la ley moral. Dada su finalidad específica de ser un medio al servicio del bien común, «la ley civil deberá tolerar a veces, en aras del orden público, lo que no puede prohibir sin ocasionar daños más graves. Sin embargo, los derechos inalienables de la persona deben ser reconocidos y respetados por parte de la sociedad civil y de la autoridad pública» (1) (…)

Cuando la democracia se desvirtúa

Igual que «respeta la legítima autonomía del régimen democrático» (2), la Iglesia piensa que se sobrevalora y se desvirtúa la democracia cuando se la convierte en un sustituto de la moralidad. La democracia «es un ‘ordenamiento’ y, como tal, un instrumento y no un fin» (3). No es cierto que «democrático» sea siempre igual a «justo». El modo de proceder en democracia, basado en la participación de los ciudadanos y en el control del poder, es justo y adecuado a la dignidad de la persona humana.

Pero no todo lo que se hace y se decide por ese procedimiento tiene de por sí la garantía de ser también justo y conforme con la dignidad de la persona. Esto dependerá de que lo decidido esté efectivamente de acuerdo con el orden moral objetivo, que no está sometido al juego de mayorías y de consensos, sino que radica en la verdad de la condición humana.

Afirmar que la democracia misma cae o se sostiene según los valores objetivos que de hecho encarne y promueva, es servir de verdad a la democracia participativa y plural. La democracia y el pluralismo de grupos e ideas que ella presupone y respeta, no tiene por qué ir unida al relativismo epistemológico y ético. Este es justamente el mayor peligro que hoy la amenaza. Hay que distinguir cuidadosamente entre lo que podemos llamar el pluralismo relativista y el pluralismo democrático.

Respeto al pluralismo democrático

La interacción respetuosa de las diversas opiniones y modos de vida, expresados y promovidos no sólo desde los partidos políticos y desde el Estado, sino por otros muchos individuos, cuerpos e instituciones sociales, es consustancial al régimen democrático. La Iglesia no tiene nada que objetar al pluralismo democrático. Por el contrario, quiere que sea respetado por todos, y ella misma, «al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto a la libertad». Por eso previene contra «el peligro del fanatismo o fundamentalismo de quienes en nombre de una ideología con pretensiones de científica o religiosa, creen que pueden imponer a los demás hombres su concepción de la verdad y del bien. No es de esa índole la verdad cristiana» (4).

El respeto de la Iglesia por el pluralismo y la legítima diversidad de opiniones, instituciones y grupos sociales no es neutro o pasivo, sino positivo y activo. De acuerdo con el principio de subsidiariedad, ella desea y trata de promover una más rica y diversificada participación de las personas y de los cuerpos sociales intermedios en las decisiones que a todos afectan. (…)

De modo que cuando -como aquí se hace- recuerda principios fundamentales de su doctrina social, la Iglesia no pretende «imponerlos» por otro medio que no sea la fuerza de la palabra y la apelación a la inteligencia y a la buena voluntad. (…)

El valor de una «ética civil»

La verdad accesible a la razón y proclamada por la fe cristiana de que hay unos valores objetivos que proceden directamente de la dignidad inviolable de la persona humana es el único fundamento sólido sobre el que puede sostenerse la democracia y el respeto a todas las personas, incluso a las que mantienen opiniones erróneas o se comportan de modo indigno. Esta doctrina, solemnemente declarada por el Concilio Vaticano II y repetida por todos los Papas, no tiene nada que ver con el relativismo epistemológico y ético. Reconoce y promueve la dignidad inviolable de la persona humana, en la que se ha de basar la verdadera tolerancia. Pero no quiere en absoluto decir que la verdad sea simplemente lo que cada uno crea que es verdadero y que, por tanto, nadie esté sujeto en su vida y su conducta más que a su propio modo de ver las cosas.

(…) Todo el ser del hombre, y en concreto su razón, participa del ser de Dios y de su sabiduría. Por este motivo, incluso allí donde se niega explícitamente a Dios, puede haber «valores auténticos» que «no pueden ser relegados o desdeñados sin palmaria injusticia» (5) y que deben ser buscados y respetados por todos. (…)

No excluimos, pues, en absoluto, lo que se suele llamar «ética civil», sino que pensamos que es posible y deseable. Deseamos que, en medio de la pluralidad legítima y democrática, se avance en el reconocimiento y en el respeto de unos auténticos valores éticos comunes que, arraigados en la verdad del hombre, más allá del puro consenso fáctico y de las meras decisiones mayoritarias, merezcan el nombre de valores y sirvan de base a la convivencia en la justicia y la paz. La «ética civil», si realmente es ética, corresponderá, al menos en lo fundamental, a las exigencias de la ley natural, es decir, de la razón humana en cuanto partícipe de la sabiduría divina; no se definirá por oposición ni exclusión de la ética cristiana, sino por su compromiso positivo con la verdad del hombre; y, por tanto, se mantendrá en continua y sincera interacción con la ética de base explícitamente religiosa, en la que se expresan los principios morales vivos en la tradición histórica de nuestro pueblo.

Existen, en efecto, unos valores que, nacidos o alimentados en el suelo fértil de la tradición cristiana, han pasado a constituir el patrimonio moral de nuestra sociedad, compartido por casi todos, con independencia de ideologías y de confesión religiosa. (…)

En la esfera pública y en la privada

Después de lo dicho, no será difícil comprender lo ilusorio que resulta el empeñarse en establecer una rígida separación entre «moral pública» y «moral privada». (…)

A veces se pretende justificar la separación de ambas esferas bajo el pretexto de que la cosa pública tiene unas exigencias propias totalmente diversas de las de la vida privada. En el fondo de esta disociación late la idea de que en el ámbito de lo público ha de imperar el pluralismo relativista, que excluye la afirmación de cualquier verdad, mientras que la vida privada sería el lugar reservado al ejercicio de lo que cada persona considera como verdadero y que no debe traspasarse o «imponerse» al terreno de lo público. (…)

Esta contraposición es insostenible, en primer lugar, porque el bien común, que es el objetivo de toda acción pública, no es otro que el bien de las personas que componen el cuerpo social. Por tanto, la acción encaminada a conseguirlo habrá de regirse también por los criterios que emanan de la dignidad de la persona humana. La cosa pública no puede ser concebida como objeto de una mera ingeniería social supuestamente desligada de la verdad y de los bienes del hombre.

En segundo lugar, la pretendida separación de moral pública y moral privada se muestra también como insostenible desde el punto de vista del sujeto moral. Este no puede ser dividido esquizofrénicamente en dos sectores independientes uno del otro. Es verdad que habrá que saber distinguir entre el ámbito de lo público y el de lo privado, el de la política y el de la fe. Esta diferenciación es una exigencia de la misma concepción cristiana de la vida, que no permite confundir los bienes últimos con los penúltimos, ni el Reino de Dios con ningún sistema político de este mundo. Por eso declaraba el Papa ante el Parlamento Europeo que «el integrismo religioso, sin distinción entre la esfera de la fe y de la vida civil, practicado todavía hoy bajo otros cielos, aparece incompatible con el genio propio de Europa, tal como ha sido modelado por el mensaje cristiano» (6).

«El respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido cada vez más como fundamento de los derechos de la persona» (7). Todos nos hallamos en ese camino, pero en diversos estadios y de diversas maneras. Por eso, ante esta diversidad, es necesaria la verdadera tolerancia y el respeto del pluralismo democrático. La tolerancia y el pluralismo exigen, por su parte, que se distinga adecuadamente entre la esfera de la fe y de la moral personal y el ámbito de la vida civil y la moral pública. Pero no se puede olvidar que el sujeto moral tanto de lo público como de lo privado es el mismo, por lo que la necesaria distinción entre esos dos ámbitos no puede significar nunca su disociación.

________________________(1) Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae, 101 y 103(2) Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus, 47,3.(3) Juan Pablo II, Encíclica Evangelium vitae, 70,4.(4) Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus, 46.(5) Conferencia Episcopal Española, Instrucción La verdad os hará libres (20-XI-1990),31.(6) Juan Pablo II, Discurso al Parlamento Europeo del 11 de octubre de 1988.(7) Juan Pablo II, Encíclica Veritatis splendor, 31.

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