La amenaza de los nacionalismos

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En su tradicional discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, Juan Pablo II centró su atención sobre los riesgos del nacionalismo exacerbado. Traducimos algunos párrafos del discurso (L’Osservatore Romano, 16-I-94).

Europa cuenta con una red de instituciones pluriestatales que deberían permitirle llevar a cabo su noble proyecto comunitario. Por otra parte, esta misma Europa se presenta como debilitada por tendencias al particularismo que se van acentuando, y que generan acciones inspiradas en el racismo y el nacionalismo más primitivos. Un ejemplo son los conflictos que ensangrientan el Cáucaso y Bosnia-Herzegovina. (…)

Si reflexionamos sobre lo que está en la base de los comportamientos colectivos (…), descubrimos fácilmente la presencia de nacionalismos exacerbados. No se trata, en estos casos, de amor legítimo a la patria o de aprecio por su identidad, sino de un rechazo al otro en su diversidad, para poder imponerse mejor sobre él. Todos los medios son buenos: la exaltación de la raza, que llega hasta identificar nación y etnia; la sobrevaloración del Estado, que piensa y decide por todos; la imposición de un modelo económico uniforme; la nivelación de los elementos culturales específicos.

Nos encontramos ante un nuevo paganismo: la divinización de la nación. La historia ha demostrado que del nacionalismo se pasa velozmente al totalitarismo, y que cuando los Estados ya no son iguales, las personas acaban también por no serlo. Así se destruye la solidaridad natural entre los pueblos, se desbarajusta el sentido de las proporciones y se desprecia el principio de la unidad del género humano.

La Iglesia católica no puede aceptar semejante visión de las cosas. Universal por naturaleza, está al servicio de todos y no se identifica nunca con una comunidad nacional determinada. Acoge en sí todas las naciones, todas las razas y todas las culturas. Recuerda, más aún, se siente depositaria del diseño de Dios sobre la humanidad: reunir a todos los hombres en una misma familia. Y eso porque Él es el Creador y Padre de todos. He aquí por qué cada vez que el cristianismo, sea de tradición occidental u oriental, se convierte en instrumento de un nacionalismo, queda como herido en su mismo corazón y se lo hace estéril.

Ya mi predecesor Pío XI condenó estas graves desviaciones en 1937 en su encíclica Mit brennender Sorge, cuando afirmaba: «Quien destaca la raza o el pueblo, o el Estado, o una de sus formas, o los representantes del poder estatal, u otros elementos fundamentales de la sociedad humana… divinizándolos con culto idolá-trico, pervierte y falsifica el orden creado e impuesto por Dios».

Europa está ya integrada por Estados de pequeñas o medianas dimensiones. Pero todos tienen su propio patrimonio de valores, la misma dignidad y los mismos derechos. Ninguna autoridad puede limitar sus derechos fundamentales, a no ser que pongan en peligro los de otras naciones.

Si la comunidad internacional no alcanza a ponerse de acuerdo sobre los medios para resolver en su raíz el problema de las reivindicaciones nacionalistas, se puede prever que continentes enteros serán como descuartizados y se volverá progresivamente a relaciones de poder, a causa de las cuales serán las personas las primeras en sufrir: los derechos de los pueblos van de la mano con los derechos del hombre.

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