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¿Qué hay de nuevo en la crítica a la globalización?

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La oposición de varios líderes políticos de Europa y Estados Unidos a los tratados de libre comercio ha devuelto al primer plano de la actualidad el debate sobre la globalización, que estalló a finales del siglo XX. Junto a los argumentos económicos de la izquierda, centrados principalmente en la denuncia de la desigualdad, ahora se acentúan los identitarios desde la derecha.

Entre los políticos que han dominado la escena mediática en los últimos meses no son pocos los que plantan cara a la globalización. Hay quienes se oponen a la concepción liberal del nuevo orden mundial, como Jeremy Corbyn y Bernie Sanders, dos veteranos socialistas que han conectado con los jóvenes votantes de izquierdas gracias a sus enérgicas protestas contra el poder de los grandes bancos y las multinacionales.

El discurso populista, basado en el antagonismo “ellos contra nosotros”, no podía entenderse bien con la globalización, que tiende a la superación de las fronteras

La contestación de otros líderes de izquierdas, en cambio, no es tan decidida. Es el caso de Hillary Clinton, que ha ido matizando su postura respecto al Tratado de Libre Comercio con los países del Pacífico (TPP); o el de François Hollande, crítico con el desequilibrio de poder que observa en las negociaciones del Tratado comercial y de inversiones entre EE.UU. y la UE (TTIP).

Pero quizá lo más novedoso del debate actual es la incorporación de varios líderes populistas de derechas al discurso antiglobalización. El proteccionismo de Donald Trump –candidato a la Casa Blanca por un partido que hasta ahora había sido el adalid del libre comercio– no es solo económico: su rechazo a la competencia extranjera es inseparable de su retórica nacionalista y antiinmigración. Lo mismo que el de Marine Le Pen, del Frente Nacional; Nigel Farage, exlíder del UKIP; Norbert Hofer, del Partido de la Libertad de Austria (FPÖ); o Geert Wilders, del Partido de la Libertad holandés.

La ira del hombre blanco

Todos ellos han hecho avances electorales importantes en los últimos años, apelando al voto protesta contra las élites y agitando el descontento social. Paradójicamente, la escalada de los populistas de derechas ha sido posible en parte gracias a los votos que han logrado robar a la izquierda. Mientras los socialistas en Francia, Reino Unido, Alemania o Austria se han ido distanciando de las preocupaciones de los votantes de clase obrera, los populistas se han presentado como los valedores del “hombre blanco enfadado” y los garantes del Estado del bienestar para “los nuestros”.

Es cierto que el componente identitario ya estaba presente en la primera ola antiglobalización. Pero mientras que los activistas de finales de los noventa denunciaban la supuesta homogeneidad cultural que traería el proceso globalizador, los nuevos enemigos del mundo global temen sobre todo la diversidad de las minorías que vienen de fuera.

La incorporación de los populismos de derechas a este debate confirma así los pronósticos de quienes, como el sociólogo alemán Ulrich Beck o los estadounidenses Michael Walzer y Thomas Friedman, vieron en la globalización una fuente de fricciones motivadas por diversos factores interconectados, no solo económicos.

Ganadores y perdedores

Se ha empezado a hablar de ello otra vez con motivo de la victoria del Brexit en el referéndum del 23 de junio. Varios analistas británicos señalaron entonces que el eje izquierda-derecha parecía estar perdiendo peso frente a la división de la sociedad en dos grupos con posiciones enfrentadas respecto a la globalización: de un lado, las personas mejor preparadas para triunfar en la nueva economía del conocimiento y educadas en la apertura a otras culturas; de otro, los trabajadores de baja cualificación, que compiten con los inmigrantes en sectores como la construcción y la manufactura, o que ven cómo cierran sus fábricas para llevárselas al extranjero.

Para el columnista de NewStatesman Stephen Bush, lo decisivo en este debate es comprender que la nueva brecha evidenciada por el Brexit guarda relación “con la clase, la renta y el nivel de educación, pero también con la cultura, la raza, el nacionalismo y el optimismo (o su ausencia) respecto del futuro”.

Mientras que los activistas de finales de los noventa denunciaban la supuesta homogeneidad cultural que traería la globalización, los populistas temen la diversidad que viene de fuera

Como era previsible, el discurso populista –basado en el antagonismo “ellos contra nosotros”– no podía entenderse bien con la globalización, que tiende a la superación de las fronteras de muy diversa índole. Y tampoco parece equipado para armonizar los conflictos de intereses que enfrentan a los ganadores y a los perdedores de la globalización. Lo decía Brendan O’Neill, editor de Spiked, a propósito de Trump: en realidad, el magnate neoyorquino no tiene nada de políticamente incorrecto; más bien, es la otra cara de “la política victimista que está en el centro del discurso políticamente correcto”. De ahí que trate de explotar al máximo la sensación de abandono que está arraigando en la clase obrera.

Pero no todo es victimismo de clase. El estancamiento del nivel de vida de este colectivo es real, como también lo es la desigualdad de ingresos y de oportunidades, explican Miguel Otero Iglesias y Federico Steinberg, investigadores del Real Instituto Elcano, en sendos artículos publicados en El País. Corregir esa brecha es clave para evitar “la deslegitimación política de la apertura económica”, dice Steinberg.

El Partido Laborista británico ya ha empezado a tomar nota, y algunos de sus líderes entonan un mea culpa por no haber sabido escuchar a quienes creen que la globalización “menoscaba sus posibilidades de empleo, su acceso a la vivienda y a la seguridad económica, e incluso su estilo de vida”.

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