La globalización, vista desde los países en desarrollo

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La globalización, se dice a menudo, perjudica a los más pobres. Por ejemplo, los trabajadores del Tercer Mundo son explotados en fábricas que producen para las multinacionales, que se aprovechan de esa mano de obra barata. Rick Little ofrece la perspectiva de esas mismas personas a las que tales denuncias pretenden ayudar (Time, 26 junio 2000).

Little es presidente de la International Youth Foundation en Baltimore. En su artículo se hace eco de un reciente estudio elaborado por diversas empresas y ONG en colaboración con el Banco Mundial. Bajo el nombre de Global Alliance se puso en marcha un proyecto el pasado año para conocer de primera mano las aspiraciones y opiniones de trabajadores de fábricas textiles y de calzado de Tailandia, Indonesia y Vietnam. El propio Little participó personalmente en el estudio y habló con muchos encuestados.

Según comenta Little, este proyecto no pretende en ningún caso «sustituir la labor de los sindicatos o dirigir las iniciativas que deban llevarse a cabo», aunque sería conveniente tener en cuenta sus resultados.

El 80% de los operarios encuestados eran mujeres al final de su adolescencia o con escasos veinte años, la mayoría con muy poca educación formal o experiencia laboral previa, y solteras. Aunque el deseo de estar mejor pagadas era común, la encuesta puso de manifiesto que muchas consideran sus empleos desde otra perspectiva. Para muchas jóvenes, poder trabajar ha supuesto no tener que contraer matrimonio a edad muy temprana como única «salida». El empleo en las fábricas les ha abierto otros ámbitos y oportunidades.

Muchas de esas jóvenes querrían que el trabajo les proporcionara mejor capacitación o la formación adecuada para el día de mañana poder montar sus propios negocios o mejorar las condiciones de vida de sus familias y comunidades locales. También son notables los deseos de progresar en sus actuales puestos de trabajo. En general, puede observarse que los trabajadores aspiran también a «adquirir aptitudes que les ayuden a ser mejores padres, tomar mejores decisiones económicas y llegar a ser eficaces líderes en sus comunidades».

Little recuerda finalmente que «la mitad de los habitantes de la Tierra tienen menos de 25 años y en los países en vías de desarrollo la mayoría de la población tiene menos de 20 años». Sus peticiones de formación y educación no andan, según él, descaminadas. Y la mejora de las condiciones de vida y trabajo vendrá también de la mano precisamente de esa demanda de una mayor formación, que es lo que debe pedirse, entre otras muchas cosas, a las empresas. Por eso, «Global Alliance intenta crear nuevas vías para que las multinacionales y las ONG cooperen para responder a las necesidades de capacitación y educación que los trabajadores [del Tercer Mundo] consideran tan importantes para su futuro».

En declaraciones a La Croix (París, 29 junio 2000), Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998, responde a la pregunta de cómo evitar que la globalización aumente las desigualdades en el mundo.

«La globalización es un proceso que se caracteriza por un mayor movimiento de bienes y de personas, de tecnología, de conocimiento… Y todo eso es positivo. Pero si una parte de la población mundial es marginada y no logra sacar partido de la economía de mercado, puede resultar perjudicada. El Estado debe ayudar a la población a participar en la economía de mercado, y no asfixiar a ésta. Lo decisivo hoy es democratizar el sistema económico, hacerlo más igualitario. Esto requiere una visión más nítida de la globalización, que ni es un mal absoluto ni un ideal sin riesgo».

Pero ¿cómo deben ayudar los países ricos a los más pobres? «Los países ricos deberían permitir a los países en vías de desarrollo aumentar su comercio, especialmente abriendo más sus mercados a los productos de estos países. También sería necesario, por ejemplo, bajar el precio de los medicamentos que les venden». Sin embargo, Sen advierte que ser pobre no es solo una cuestión de renta, «sino también estar privado de toda una serie de libertades políticas, no tener acceso a la sanidad y a la educación, carecer de seguridad económica…».

En cuanto a lo que pueden hacer los propios países en desarrollo para luchar contra la pobreza, «ante todo deben aumentar la participación de los ciudadanos en las decisiones que les conciernen. También los gobernantes han de orientar su política hacia la economía de mercado, ayudando a la población a integrarse en ella. Pero para eso necesitan utilizar el gasto público social. Tuve el privilegio de participar en el comité que el Papa creó para preparar la encíclica Centesimus annus. Una parte de esas orientaciones se mencionaban ya allí: acceso a la sanidad, educación universal, reforma agraria, microcrédito…».

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