Un paso más en un proyecto ventajoso

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El referéndum sobre la Constitución para Europa
¿En qué tipo de Europa nos propone vivir la nueva Constitución? En rigor no se trata de definir un nuevo proyecto, sino de consolidar la integración europea que comenzó hace casi cincuenta años y de adaptar las reglas del juego a una UE cada vez más ampliada. Enrique Banús analiza la significación política de la Constitución, que se somete a referéndum consultivo en España el 20 de febrero, y en la segunda parte ofrecemos un resumen de las cuestiones claves del texto.

Acaba de decir la Conferencia Episcopal Española que la así llamada «Constitución Europea» puede provocar perplejidad en algunas personas. Es lo que sucede con las cosas complejas. ¿Por qué es complejo este documento? La perplejidad comienza por el hecho de que en ninguna parte habla de Constitución Europea (sino de «Constitución para Europa»); en realidad, no es una Constitución en sentido estricto, sino un documento que se parece a muchas de las constituciones nacionales, enmarcado en un Tratado internacional, que es el que se somete a referéndum.

Razones de la complejidad

¿Y por qué no una «Constitución Europea»? Porque detrás de ella no hay un ente estatal, un constituyente electo, un pueblo que pudiera sostener esa Constitución. Así que estamos ante un Tratado internacional con ciertos visos de Constitución, como es el «catálogo» de derechos fundamentales o la distribución de competencias.

Pero, ¿por qué la complejidad? Porque, en primer lugar, esa construcción enteramente original que es la integración europea lleva ya más de cincuenta años de historia. Y con el tiempo se van complicando las cosas, asumiendo más tareas y más matices. Este documento deroga todos los anteriores, 17 concretamente (esa «clarificación» es uno de los más manejados argumentos a favor de este documento: indican sus partidarios que las 3.000 páginas de hoy se sustituyen por unas 400). También es complejo porque este Tratado es resultado de equilibrios, a veces bastante circenses, entre intereses nada menos que de 28 Estados, de 29 Parlamentos y de una Comisión Europea, con todas las diferentes sensibilidades y visiones del mundo que eso supone.

Además, es fruto de un consenso entre las opciones ideológicas mayoritarias en Europa: entre la democracia cristiana y los conservadores, la socialdemocracia y los socialistas y los liberales (quizá con un peso excesivo de estos al haber recaído la Presidencia de la Convención en uno de los suyos, el inefable Giscard d’Estaing). Y esa tensión entre tan diferentes hijos de una misma madre europea se nota.

Por tanto, no conviene esperar que esta Constitución dé más de sí de lo que puede dar. Es un documento importante, pero no tan rompedor como puede dar a entender su nombre. Hay novedades, importantes algunas, pero también hay una importantísima continuidad. Quizá lo más relevante sea que se acepta ya plenamente, y se manifiesta sin tapujos, que la Unión Europea es un proyecto político. Desaparece la separación en pilares que establecía el Tratado de Maastricht, y la Política Exterior y la cooperación en asuntos de Interior y de Justicia se incorporan plenamente al mundo comunitario.

Acercarse a los ciudadanos

En el plano de las instituciones, sin duda, se refuerza el papel del Parlamento Europeo, pues son muchas más las materias en que actúa como colegislador (48, por ser exactos). Da la impresión de que pierde algo de peso la Comisión, mal parada en los últimos tiempos, en una evolución que no termina de satisfacer a quienes pensamos que la Comisión ha sido, en sus años buenos, un gran garante de que los Estados no se dedicaran sólo a trapichear con sus intereses, olvidando la grandeza del proyecto común.

En el Consejo, finalmente, pasan de 35 a 82 los temas en que se decide por mayoría cualificada, cosa muy necesaria si se quiere que una Unión a 25 o más sea operativa. Los procedimientos de toma de decisiones, calculados en 32 por un Ministro belga hace pocos años, también se reducen. En fin, una simplificación importante, aunque quizá al ciudadano no le termine de apasionar.

En realidad, la Constitución era un proyecto para volver a acercar la integración europea a los ciudadanos. Tras el Tratado de Niza (2001), «la cumbre más compleja de la historia» -según Alberto Navarro, Secretario de Estado para la Unión Europea-, los gobiernos tenían una cierta sensación de crisis, de estancamiento. Es «vox populi» que los ciudadanos no se interesaban por este proyecto, aunque al fin y al cabo ha permitido que en Europa Occidental se diera un inusitado y prolongado período de paz y se alcanzaran unos niveles económicos y sociales bastante aceptables. Luego, inventemos algo nuevo -se dijeron.

Así surgió la Convención Europea, ente no previsto y al que se le encomienda elaborar un proyecto que resuelva esos problemas de falta de transparencia, de complicaciones nacidas de la historia, de lejanía, de (al menos aparente) déficit democrático… Y la Convención va, desde luego, más allá de lo que hubieran ido los gobiernos. Pero, es obvio, ni resuelve todos los problemas ni contenta a todos. Unos quisieran que la Constitución incluyera más cosas; otros, muchas menos; en el liberalismo contestatario se señala que la Constitución de Estados Unidos tiene 22 páginas… y ya son muchas. Pero, claro, comparar los dos documentos es como comparar peras y manzanas.

Marcada por su tiempo

Sin duda, el documento es reflejo de las mayorías que gobiernan en los Estados miembros en el momento de su elaboración -equilibradas muchas veces por mayorías de signo distinto en otro país-. Pero si, en ciertos campos, la Constitución no va más allá, es porque no había una mayoría entre los gobiernos dispuesta a hacerlo. Y, tal como están las cosas, no está mal que se reconozca un papel relevante al diálogo con las iglesias (contra los embates de los laicistas, que presentaron su enmienda a ese artículo I-52), el derecho de los padres a la educación de los hijos conforme a sus convicciones (art. II-74), la prohibición de la clonación reproductiva (art. II-63)…

La Constitución es posterior al 11-S y a los atentados del 11-M en Madrid, y los temas de seguridad asoman con fuerza… hasta evocar el fantasma del apoyo a la guerra preventiva. Esto parece fruto de una redacción un tanto desgraciada, pero muy lejana a la intención del legislador, que de inmediato se somete a la aprobación previa del Consejo de Seguridad.

También refleja filias y fobias de unos y otros, desde los sarpullidos franceses ante las raíces cristianas hasta la insistencia «aznariana» por la integridad nacional -con vaga fórmula que no añade nada a lo ya existente: la no intervención de la Unión en apoyo de movimientos secesionistas. No parece muy necesaria la mención, pero ahí está.

En cuanto a la vertiente social y laboral, escasa según algunos, la deja mayoritariamente en manos de cada Estado miembro. No ha querido -o podido- transferir más competencias a la Unión, en tiempos en que las tales transferencias no son muy apreciadas (durante mucho tiempo se habló de que este documento debía «renacionalizar» algunas políticas). También aquí hay algunos gobiernos poco dados a reforzar esa vertiente social, pero está en manos de los gobiernos el hacerlo.

A la hora de votar

Hay que juzgar, pues, este documento con realismo: es un paso más en un proyecto que, en suma, ha traído bastantes ventajas. Y aunque sea una mezquindad estar hablando siempre de los fondos, España ha recibido en estos veinte años más de 33 billones de pesetas, un 0,85% neto del PIB por año, de media; solos, jamás habríamos movido a otros Estados a abrir de manera tan generosa el grifo. Pero mucho más importante es pensar si con esta reforma la Unión Europea va a estar en mejores condiciones de prestar una solidaridad intensa, desde su posición de absoluto privilegio económico y social, a quienes (mal)viven en condiciones duras e inhumanas. Ya hoy la Unión Europea es el mayor donante de cooperación al desarrollo. ¿Se conseguirá una mayor presencia de Europa en el plano internacional, de camino hacia un multilateralismo que sin duda sería muy beneficioso?

Ahora se trata de juzgar un Tratado complejo, fruto de muchas horas de negociación, de un planteamiento ambicioso -adaptar un proyecto de la postguerra europea a un concierto de casi 30 países a comienzos del siglo XXI-, marcado por su tiempo y la influencia de quienes lo han hecho, un paso más en un camino que ya abarca varias generaciones de europeos. Una Constitución que, en puridad, no lo es. Y un referéndum en que, por primera vez, se pide al ciudadano tomar postura frente al proyecto europeo: no se hizo en la adhesión de España, ni en las demás ampliaciones, tampoco en el Tratado de Maastricht, verdadero hito en la construcción europea.

Hay quienes a la hora de votar van a tener en cuenta realmente este texto; otros van a opinar sobre la integración europea en general; otros se encandilan o se molestan con un punto concreto, y parece que hay quienes están pensando en votar como si fuera a favor o en contra de un partido concreto. Quizá esto último no sea lo más noble. Como tampoco están siendo muy nobles los argumentos de algunos partidos que giran sólo en torno a si España perdió o ganó en Niza o aquí. Esto, realmente, es sólo un puntito en un océano: toda aquella historia que empezó por la audacia de algunos que querían evitar a toda costa que Europa Occidental se deslizara de nuevo por la senda de la violencia, de la confrontación, del horror.

Enrique Banús____________________Enrique Banús es Director del Centro de Estudios Europeos (Universidad de Navarra). E-mail: ebanus@unav.es.

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