La unidad de la cultura europea, según T.S. Eliot

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Un sustrato común para la Europa de los 25
En la UE ampliada a 25 miembros y que debate su futura Constitución, resulta esencial descubrir y valorar su unidad cultural, base de la unidad política. T.S. Eliot (1888-1965), uno de los mayores poetas y críticos literarios en lengua inglesa, mostraba hace medio siglo su confianza en la unidad cultural de Europa en una colección de artículos publicada bajo el título Notas para la definición de la cultura. Reproducimos algunos párrafos de esta obra que recientemente ha vuelto a publicar Ediciones Encuentro (1).

La salud cultural de Europa requiere dos condiciones: que la cultura de cada país sea única y que las distintas culturas reconozcan la relación que hay entre ellas, de modo que cada una sea susceptible de recibir la influencia de las demás. Y esto es posible porque hay un elemento común en la cultura europea, una interrelación en la historia del pensamiento, los sentimientos y el comportamiento, un intercambio de arte e ideas.

(…) Es necesario aclarar el significado que asignamos a «cultura» si queremos aclarar la diferencia existente entre la organización material de Europa y el organismo espiritual de Europa. Si este último desaparece, lo que se organice no será Europa, sino únicamente una masa de seres humanos que hablan distintas lenguas. Y ya no habrá justificación para que sigan hablando distintas lenguas, porque no tendrán nada que decir que no pueda decirse igualmente en cualquier lengua. En pocas palabras, no tendrán nada que decir en poesía. Ya he afirmado que no puede haber cultura «europea» si los países se encuentran aislados unos de otros. Ahora añado que no puede haberla tampoco si los países son reducidos a su identidad. Necesitamos variedad en la unidad, no en la organización sino en la naturaleza.

T.S. EliotCultura y lengua

Así pues, entiendo por «cultura», en primer lugar, lo mismo que los antropólogos: el modo de vida de un determinado pueblo que vive reunido en un mismo sitio. Esa cultura se manifiesta en sus artes, su sistema social, sus hábitos y costumbres, su religión. Pero la combinación de estos elementos no constituye la cultura, aunque a menudo, por conveniencia, hablemos como si así fuera. Esas cosas son simplemente las partes en que se puede atomizar la cultura, como las partes de un cuerpo humano. Pero del mismo modo que un cuerpo es algo más que la unión de sus partes constituyentes, la cultura es algo más que la unión de las artes, costumbres y creencias religiosas. Estos elementos actúan unos sobre otros y para comprender uno de ellos hay que comprenderlos todos. (…)

Es, pues, evidente que una de las posibles unidades de cultura es la de los individuos que viven juntos y hablan una misma lengua, porque hablar la misma lengua implica pensar, sentir y tener emociones de una forma bastante diferente a la de las gentes que hablan otra lengua. Sin embargo, las culturas de los distintos pueblos se influyen entre sí y es probable que en el mundo futuro todas sus partes se influyan unas a otras. Antes he sugerido que las culturas de los distintos países europeos se han beneficiado mucho en el pasado de las influencias mutuas. También he dicho que una cultura nacional que se aísla voluntariamente o que es separada de las demás por circunstancias que no puede controlar, se ve perjudicada por este aislamiento. Por último, un país que recibe cultura del exterior sin tener nada que ofrecer a cambio, o que pretende imponer su cultura a otro sin aceptar nada a cambio, se verá perjudicado por esa falta de reciprocidad. (…)

Cultura europea, cultura cristiana

Hay, sin embargo, en Europa una serie de rasgos comunes que permiten hablar de una cultura europea. ¿Cuáles son estos rasgos?

La fuerza dominante en la creación de una cultura común entre distintos pueblos es la religión. (…). Yo hablo de la tradición cristiana común que ha hecho de Europa lo que es, y de los elementos culturales comunes que ese cristianismo ha traído consigo. Si mañana Asia se convirtiera al cristianismo, no pasaría por ello a formar parte de Europa. Nuestras artes se han desarrollado dentro del cristianismo, en él se basaban hasta hace poco las leyes europeas. Todo nuestro pensamiento adquiere significado por los antecedentes cristianos. Un europeo puede no creer en la verdad de la fe cristiana pero todo lo que dice, crea y hace, surge de su herencia cultural cristiana y sólo adquiere significado en relación a esa herencia. Sólo una cultura cristiana ha podido producir un Voltaire o un Nietzsche. No creo que la cultura europea sobreviviera a la desaparición completa de la fe cristiana. Y estoy convencido de ello, no sólo como cristiano, sino como estudiante de biología social. Si el cristianismo desaparece, toda nuestra cultura desaparecerá con él.

Tendríamos entonces que comenzar penosamente de nuevo. No es posible adoptar una nueva cultura ya confeccionada. Uno ha de esperar a que crezca la hierba que alimentará a las ovejas que darán la lana con la que se hará un abrigo nuevo. Hay que pasar a través de muchos siglos de barbarie. No viviríamos para ver la nueva cultura, ni tampoco los nietos de los nietos de nuestros nietos, y en el caso de que llegásemos a verla, no seríamos felices en ella.

Son muchas las cosas que debemos a nuestra herencia cristiana aparte de la fe religiosa. A través de ella trazamos la evolución de nuestro arte, tenemos una concepción del derecho romano que tanto ha contribuido a modelar el mundo occidental, una concepción de la moral privada y pública. Y a través de esa herencia tenemos en las literaturas de Grecia y Roma, nuestros modelos literarios comunes. La unidad del mundo occidental reside en esa herencia, en el cristianismo y en las antiguas civilizaciones griega, romana y hebrea; a las cuales a través de dos mil años de cristianismo, se remonta nuestra ascendencia. No voy a desarrollar este tema. Lo que pretendo decir es que entre nosotros el verdadero vínculo es esa unidad de elementos culturales comunes, formada a través de tantos siglos. Ninguna organización política o económica, por muy buenas intenciones que albergue, puede reemplazar lo que nos da esa unidad cultural. Si desperdiciamos o despreciamos nuestro patrimonio cultural común, no habrá organización o proyecto ideado por las mentes más ingeniosas capaz de ayudarnos o de unirnos.

El cristianismo y la identidad europeaEl prólogo de José María Beneyto sitúa las ideas de Eliot sobre la cultura europea dentro del debate actual sobre la elaboración de una Constitución para la Unión Europea. Seleccionamos algunos párrafos.

Eliot dice y escribe muchas cosas interesantes, con un característico humor e ironía, y también realiza afirmaciones cuya validez resulta hoy en día cuestionable. Su defensa de la tradición y del humanismo de inspiración cristiana no consiguen escapar tampoco de una cierta actitud elitista o tradicionalista.

Sin embargo, el debate que Eliot abiertamente plantea sobre la conformación cultural de las sociedades, las relaciones entre cultura y política y entre cultura y religión, vuelven a ser hoy de una inusitada actualidad. (…)

Ninguna cultura está sola

Ninguna cultura, explica Eliot, puede aparecer o desarrollarse salvo en relación con una religión. Desde esta perspectiva, la recuperación de la salud cultural de Europa requeriría alcanzar dos condiciones previas: unas culturas nacionales fuertes, capaces de asimilar la tradición europea común y de retornar sobre sus propias fuentes; y el reconocimiento de que cada cultura nacional pervive en abierta relación con las demás culturas nacionales, de modo que cada una sea susceptible de recibir la influencia de las demás.

Ahora bien, esta vinculación entre la diversidad de las culturas locales y la cultura común europea sólo es posible, afirma Eliot, porque existe un elemento común en la cultura europea, una interrelación en la historia del pensamiento, los sentimientos y los hábitos de comportamiento, y un intercambio artístico e intelectual que proceden en última instancia de la comunidad de valores que generó el cristianismo. Cuando hablamos de cultura europea, nos referimos entonces a la identidad que puede establecerse entre varias culturas nacionales, a unos rasgos comunes, cuyo fundamento no es otro sino la tradición cristiana común y los elementos culturales comunes que el cristianismo ha traído consigo. (…)

Nutrirse del cristianismo

El debate sobre la vinculación entre el cristianismo y la identidad cultural europea ha adquirido hoy en día una relevante actualidad en el contexto de la elaboración de la Constitución europea. Pero es evidente que se trata de una cuestión cuyas raíces llegan mucho más lejos.

La cuestión que abordaba T.S. Eliot en marzo de 1946, poco después de acabada la Segunda Guerra, ha sido por ejemplo planteada recientemente y con no menor radicalidad que la de Eliot por el filósofo alemán Jürgen Habermas, el legítimo heredero de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. (…) En su discurso de recepción en Frankfurt del premio de la paz de los libreros alemanes del año 2001, Habermas, como en otras publicaciones posteriores, ha llamado la atención sobre la necesidad que experimenta la sociedad democrática avanzada de apoyarse en la tradición religiosa para poder preservar un espacio público comunicativo. Habermas interpreta la evolución de la filosofía occidental en la modernidad como un proceso de secularización, a través del cual la filosofía, la ética y la política se habrían apropiado, despojándolos de su referencia a contenidos de verdad y traduciéndolos al lenguaje neutralizado de la sociedad pluralista, de gran parte de la herencia cultural del cristianismo. (…)

Si originariamente la helenización del cristianismo condujo a una simbiosis entre metafísica y religión, la filosofía de la modernidad desde Kant habría tenido, según Habermas, como tarea principal la disolución de este vínculo, con el objetivo de fundar la sociedad y la política democráticas sobre las bases de una ética racional, pública y pluralista. Sin embargo, la paradójica situación de la cultura europea al inicio del siglo XXI constata que la sociedad democrática necesita continuar nutriéndose, para poder seguir fundamentando éticamente sus propias premisas, del cristianismo.

El límite de la dignidad humana

Paradójicamente, los derechos fundamentales, y los principios sobre los que se asientan -dignidad humana, libertad e igualdad de naturaleza subsidiariedad entre generaciones y grupos sociales y apertura al otro-, en definitiva, el núcleo de una Constitución democrática y de la misma idea de tolerancia pluralista, no son preservables sin los contenidos simbólicos, comunicativos y culturales de la religión. El vínculo social que procede del reconocimiento mutuo como seres dotados de igual dignidad no es asumido plenamente por las categorías jurídicas o económicas del contrato, la elección racional o la máxima utilidad. En realidad, la fundamentación de la moral en Kant juega ya con esta doble perspectiva: por una parte, la secularización de los preceptos de la religión; pero, por otra, el mantenimiento del eco de una autoridad divina que otorga al cumplimiento de los deberes morales una dimensión mucho más amplia que la del puro interés propio.

Lo mismo ocurre, y de manera central, con el concepto de dignidad humana, que para Habermas constituye el límite -sobre todo de cara a la prohibición de la eugenesia, de la clonación de seres vivos, y de la modificación de la naturaleza humana a través de la ingeniería genética- cuyo no respeto provocaría la destrucción de unas libertades democráticas que se basan en el axioma intangible de la igualdad de los seres humanos y el requisito de su indisponibilidad, en definitiva, en el reconocimiento de su condición personal.

En el ejemplo de la ingeniería genética y en el debate sobre los límites impuestos por la ética racional a la libre disposición de unos seres humanos sobre otros, sobre sus «semejantes», constata Habermas la expresión de las limitaciones de una razón que, desgajada radicalmente de sus fundamentos religiosos, acaba siendo autodestructiva y recayendo en niveles primarios de naturalismo, disfrazado en este caso en un cientificismo que se ha hecho inmune a cualquier consideración exterior a su propio discurso autojustificativo.

En los orígenes de la idea europea

Ciertamente, el common sense de una sociedad liberal no puede basarse ni exclusiva ni directamente en los argumentos de la tradición cristiana, pero la búsqueda del denominador común no debería llevar consigo una marginación o abandono de sus fundamentos histórico-culturales, lo que ahogaría las posibilidades de generación de sentido. Habermas aboga por una relación cooperativa entre el espacio público de una sociedad democrática y los argumentos que procedan de la tradición religiosa (o tradiciones religiosas) que constituyen su sustrato, indicando al mismo tiempo que dado el proceso genético de la modernidad política y filosófica, es posible que ante nuevos desafíos culturales, el common sense democrático deba ser particularmente sensible al nivel de argumentación moral que la modernidad política derivó de la religión.

La estructura del debate es muy similar en lo que hace referencia directa a la construcción europea y a su relación con el cristianismo. En los orígenes de la idea europea de posguerra existió un fuerte componente religioso, expuesto no solo en las actividades y convicciones de una gran parte de los padres fundadores (Schuman, de Gasperi, Adenauer…), sino también en el consenso ampliamente existente entre los promotores de la unificación europea, incluidos una importante representación de los ciudadanos europeos, sobre un conjunto de valores comunes. Los objetivos de reconciliación entre los pueblos de Europa, paz, prosperidad económica y recuperación del sentido de una «comunidad europea», de un destino común a los pueblos europeos, se sustentaban de forma plenamente consciente en la tradición de la herencia cristiana del Continente.

En el cristianismo como eje de la identidad cultural europea y en su traducción secularizada, se encuentran las raíces de las Comunidades europeas y del proceso de integración llevado a cabo desde entonces. Desde la perspectiva del proceso de constitucionalización de la Unión Europea y de su relación con los Estados nacionales, la cuestión de la «finalidad» de la integración, sobre la que siguen planteándose no pocos interrogantes, ocupará progresivamente mayor relevancia.

____________________(1) Thomas Stearns Eliot. La unidad de la cultura europea. Notas para la definición de la cultura. Encuentro. Madrid (2003). 189 págs. 15 €. Traducción: Félix de Azúa. T.o.: Notes Towards the Definition of Culture (1948).

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