El futuro de la democracia

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La democracia peligra cuando las leyes rompen su relación con la ley moral objetiva, ha dicho Juan Pablo II en un discurso dirigido a un grupo de obispos estadounidenses en visita «ad limina», que fue publicado por L’Osservatore Romano (24-VII-98).

Vuestro país se siente orgulloso de ser una democracia consolidada, pero la democracia es una empresa moral, una prueba continua de la capacidad de un pueblo de gobernarse a sí mismo, para servir al bien común y al bien de cada ciudadano. La supervivencia de una democracia particular no depende sólo de sus instituciones; en mayor medida, depende del espíritu que inspira e impregna sus procedimientos legislativos, administrativos y judiciales. De hecho, el futuro de la democracia depende de una cultura capaz de formar a hombres y mujeres preparados para defender ciertas verdades y valores. Corre peligro cuando la política y la ley rompen toda conexión con la ley moral inscrita en el corazón humano.

Si no hay un modelo objetivo que ayude a decidir entre las diferentes concepciones del bien personal y común, entonces la política democrática se reduce a una áspera lucha por el poder. Si el derecho constitucional y el legislativo no tienen en cuenta la ley moral objetiva, las primeras víctimas serán la justicia y la equidad, porque se convierten en cuestiones de opinión personal. En la vida pública, los católicos prestan un servicio particularmente importante a la sociedad cuando defienden las normas morales objetivas que constituyen «el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana y, por tanto, de una verdadera democracia» (Veritatis splendor, 96), porque nuestra obligación común con respecto a estas normas morales nos permite conocer, y así defender, la igualdad de todos los ciudadanos, que están «unidos en sus derechos y deberes» (ib.).

Un clima de relativismo moral es incompatible con la democracia. Este tipo de cultura no puede responder a preguntas fundamentales para una comunidad política democrática: ¿por qué debería considerar a mis compatriotas iguales a mí?; ¿por qué debería defender los derechos de los demás?; ¿por qué debería trabajar por el bien común? Si las verdades morales no pueden reconocerse públicamente como tales, la democracia no es posible (cf. ib., 101). Por eso, deseo animaros a seguir hablando de forma clara y eficaz sobre las cuestiones morales fundamentales que afrontan los hombres de nuestro tiempo. El interés con el que muchos de vuestros documentos han sido recibidos en la sociedad es signo de que estáis proporcionando una guía muy necesaria cuando recordáis a todos, y especialmente a los ciudadanos y a los líderes políticos católicos, el vínculo esencial que existe entre libertad y verdad.

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