El escándalo político como acontecimiento mediático

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El escándalo político como acontecimiento mediático (Foto: Freepik)
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Desde el Watergate al asunto Clinton-Lewinsky, los escándalos han adquirido una creciente importancia en la vida política moderna. El riesgo de escándalo se ha convertido en uno de los gajes del oficio de los hombres públicos, y en un arma más contundente que el debate político para desacreditar al adversario. ¿A qué se debe este protagonismo de los escándalos y cuáles son sus consecuencias? Esto es lo que se plantea John B. Thompson, profesor adjunto de Sociología en la Universidad de Cambridge, en el libro El escándalo político (1).

La relevancia de los escándalos políticos en la vida pública de las democracias liberales modernas ¿es una simple expresión del declive general del respeto por las normas éticas? Thompson no cree que el nivel ético de los dirigentes políticos de hoy sea significativamente peor que el de los políticos del pasado. Si nos fijamos en los escándalos político-financieros, se han reducido las formas de corrupción más patentes, que a finales del siglo XIX estaban relativamente generalizadas en los distintos escalones del gobierno en EE.UU. Y si nos atenemos a escándalos sexuales, los affaires extramatrimoniales de un presidente no surgieron con Bill Clinton, si bien en la época de John F. Kennedy la prensa no se hacía eco de esos asuntos.

Dirigentes mucho más visibles

Lo que ha cambiado es, en primer lugar, la creciente visibilidad de los dirigentes políticos. Los dirigentes ya no son seres lejanos. Las relaciones entre dirigentes políticos y ciudadanos se establecen cada vez más a través de los medios de comunicación. Los dirigentes (y los que aspiran a serlo) saben que deben utilizar los medios para adquirir visibilidad política. Pero cuanto más visibles se hacen las vidas de los dirigentes, más aumenta la probabilidad de que un fallo se convierta en escándalo político. «Los individuos que se mueven en la escena pública son mucho más visibles de lo que lo fueron en otros tiempos y, en segundo lugar, su capacidad para trazar una línea divisoria entre su personalidad pública y su vida privada es mucho más limitada», escribe Thompson.

Una de las razones por las que es difícil trazar esa línea divisoria radica en el desarrollo de tecnologías de comunicación y vigilancia que permiten «escuchas indiscretas». Así, palabras o acciones que estaban destinadas al ámbito privado pueden adquirir inesperadamente carácter público, creando situaciones muy embarazosas. El caso Watergate no habría tenido las repercusiones que tuvo si Nixon no hubiera tenido la manía de grabar las conversaciones en el despacho oval, ni las tormentosas relaciones entre Carlos de Inglaterra y Lady Di habrían sido la comidilla de las revistas del corazón sin los teleobjetivos de los reporteros.

También los cambios en las conductas periodísticas -y no solo en la prensa rosa- han favorecido la eclosión de los escándalos. Para Thompson, el escándalo como acontecimiento mediático surge a finales del siglo XVIII y principios del XIX con los periódicos baratos, y prospera en el siglo XX. Durante los años sesenta y setenta del siglo XX hay un renovado auge del periodismo de investigación, de modo que la búsqueda de secretos y su revelación se asume como parte de la actividad periodística. «La configuración de las agendas políticas mediante la revelación de actividades ocultas que conmocionan y sorprenden, que golpean el nervio profundo de la comunidad y obligan a responder a los dirigentes políticos, se ha convertido en parte de la propia concepción profesional de los periodistas».

Este cambio en la cultura periodística ha llevado también a difuminar la frontera entre los secretos vinculados con el ejercicio del poder y los relacionados con la vida privada. De modo que hay menos reparos éticos para inmiscuirse en la vida privada de los poderosos.

Importa menos la ideología que la credibilidad

Pero quizá el factor que más ha influido para que los escándalos asuman un papel preponderante en la vida pública es el declive gradual de la política ideológica y el auge de la «política de la confianza». Cuando la política era más ideológica y había un enfrentamiento entre partidos de clase, importaban más los programas, los debates de ideas. A medida que las ideologías pierden peso y las decisiones políticas se tecnifican, la cuestión de la credibilidad y de la veracidad de los dirigentes políticos se pone en primer plano. «Cuanto más se oriente nuestra vida política hacia cuestiones relacionadas con el carácter y la confianza, más significado concederemos a todas aquellas ocasiones en que la veracidad de los dirigentes políticos sea puesta en cuestión», asegura Thompson.

Ante la pérdida de peso ideológico de la lucha política, los partidos ya no pueden apoyarse solo en sus votantes tradicionales y han de buscar el apoyo de un creciente grupo de electores no vinculados con nadie. Y en esta lucha por el voto de los independientes, la cuestión del carácter de los adversarios y la infracción de los códigos de conducta se convierten en armas potentes de la lucha política. ¿Cómo confiar en alguien que ha mentido, aunque sea en el ámbito privado, o que se ha visto implicado en un caso de conflicto de intereses?

Otro factor que contribuye a explicar la mayor importancia de los escándalos políticos es la creciente presencia en la vida política de mecanismos legales destinados a investigarlos. Clinton no habría sufrido tanto en el caso Lewinsky sin la acción del fiscal especial, no dependiente del Departamento de Justicia, una figura creada a raíz del Watergate. En otros países no existe este cargo, pero cada vez se recurre más a crear comisiones de investigación en el Parlamento cuando surge alguna sospecha sobre un funcionario del gobierno. Aunque al final no detecte ninguna infracción legal, la misma actividad de la comisión de investigación y la atención mediática que despierta puede producir más desgaste político del gobierno que la tradicional crítica de la oposición.

En consecuencia, el riesgo de verse envuelto en un escándalo -por su actuación en el pasado o en el presente- se ha convertido en uno de los gajes del oficio de todo político. No es extraño, pues, que a la hora de seleccionar a sus potenciales candidatos, los partidos políticos investiguen si en su vida pasada hay algún punto débil que pueda favorecer el riesgo de escándalo. En EE.UU. algunas carreras políticas se han visto frenadas por algo tan banal como haber tenido como asistenta doméstica a una inmigrante sin los papeles en regla («el síndrome de la niñera»).

Tres tipos de escándalos

Thompson distingue tres tipos fundamentales de escándalo político: los escándalos sexuales, los escándalos financieros y lo que llama «escándalos de poder». A cada uno de estos tres tipos dedica un capítulo del libro, aportando ejemplos sacados sobre todo de la vida política de Gran Bretaña y Estados Unidos.

En los escándalos políticos de naturaleza sexual, aunque las acciones reveladas no sean ilegales, las normas transgredidas pueden tener la suficiente fuerza moral vinculante como para desacreditar al político. ¿Se puede dar crédito a un político que engaña a su mujer? La reacción del público puede ser distinta, según las mentalidades y los sistemas políticos. Los escándalos sexuales han tenido más peso en la vida política angloamericana, mientras que en Europa continental se ha tendido a silenciar o a no buscar responsabilidades políticas por una incorrecta vida sexual privada.

Aunque en el conjunto de la sociedad el listón ético no esté muy elevado, los escándalos sexuales pueden tener repercusiones políticas. Pueden revelar hipocresía, una conducta privada que contradice las políticas que se defienden en público. Pueden provocar conflictos de intereses, en el caso de relaciones sentimentales de los políticos que entran en conflicto con sus responsabilidades como funcionarios públicos (así ocurrió en Gran Bretaña en 1963 con el asunto Profumo, ministro de Defensa que mantenía una relación con una mujer que se entendía también con el agregado naval soviético). Y, aunque en sí mismos no vulneren ninguna ley, el desarrollo del escándalo puede derivar en otras transgresiones (desmentidos que pueden traer consigo cargos de perjurio, obstrucción a la justicia, etc., como en el caso Clinton-Lewinsky).

Interconexión ilícita entre dinero y poder

En el contexto social actual, los escándalos financieros tienen más probabilidades que los escándalos sexuales de provocar problemas legales y desembocar en una investigación penal. En sentido amplio, los escándalos financieros que aquí interesan son los que revelan una interconexión ilícita entre dinero y poder político. Una situación de este tipo era endémica en la democracia italiana, donde el estallido de una serie de escándalos en las décadas de los ochenta y noventa provocó el derrumbe del sistema de partidos imperante y de las redes clientelistas en que se basaba.

En EE.UU. la corrupción estaba bastante generalizada en los distintos niveles de la vida política durante el siglo XIX y principios del XX. Después, las formas de corrupción más toscas, como los sobornos, han dejado el paso a otras más sutiles que implican conflictos de intereses o intercambio de favores.

Estos conflictos no son nuevos, pero Thompson señala algunas circunstancias que contribuyen a que adquieran mayor relevancia en la vida política de EE.UU. Una de ellas es la acción de los lobbies (grupos de presión), que hacen valer sus intereses ante los legisladores: «La presencia de gran número de miembros pertenecientes a grupos de presión que disponen de importantes recursos crea muchas formas de interacción y de intercambio en las que se difuminan los límites entre el interés privado y las responsabilidades públicas». Aunque quizá es más transparente el sistema de EE.UU. -donde los miembros de los lobbies están registrados- que otros en que esa influencia se ejerce de modo oculto.

Una segunda circunstancia, válida en general para las democracias, es el aumento del coste de las campañas electorales y las exigencias de la financiación de los partidos políticos. En países como Francia, Italia o España, gran parte de los escándalos económicos en la vida política han estado relacionados con la financiación de los partidos, más que con el enriquecimiento personal. En EE.UU. ha habido frecuentes cambios de la normativa que regula las contribuciones económicas a los partidos políticos y a sus campañas -la última con Bush-, sin que se diluya el riesgo de que los candidatos estén en deuda con importantes donantes de fondos.

Los abusos del poder

Finalmente están los escándalos provocados por actividades que contravienen las leyes y reglas que rigen el ejercicio del poder político. El Watergate destaca como emblema de todos los escándalos políticos modernos, porque es el primer funcionario -el presidente- quien burla las reglas. Con sus desmentidos y su secretismo, Nixon se vio envuelto en una red de mentiras que cada vez le atrapaba más, hasta su dimisión.

La lección había sido aprendida por el presidente Reagan, quien en 1986 se vio amenazado por el escándalo Irán-Contra, la venta de armamento a Irán a cambio de la liberación de unos rehenes estadounidenses en el Líbano. El escándalo se agravaba porque parte de los ingresos obtenidos con la venta de armas a Irán podría haberse usado para armar a la guerrilla antisandinista en Nicaragua, lo que contravenía una ley aprobada en el Congreso. Entonces Reagan hizo lo que Nixon no había hecho: en vez de encubrir el caso, salió a la palestra con la información disponible, para hacer luz sobre el caso e intentar demostrar que él nunca había sabido nada de este trato realizado por asesores del Consejo de Seguridad Nacional. Fueron estos los que pagaron la factura, aunque con condenas benignas que quedaron en suspenso, mientras que Reagan salió relativamente indemne. Bien es verdad que en este caso no había pruebas comparables a las cintas de Nixon ni un «Garganta profunda» dispuesto a incriminar al presidente.

¿Acontecimientos efímeros?

Es indudable que los escándalos se han convertido en un rasgo sobresaliente del paisaje político. Pero ¿son acontecimientos efímeros, explotados ávidamente por los medios, o influyen de verdad en los procesos que dan forma a la vida social y política? Algunos mantienen que los escándalos no tienen ningún significado duradero, y que la obsesión de los medios con los escándalos tiende a socavar la calidad del debate público, al concentrar la atención de la gente en asuntos muchas veces triviales. Por ejemplo, en el Land de Berlín el debate político ha estado dominado este verano por el escándalo de algunos políticos que habían utilizado para viajes privados los «puntos» del programa de fidelización de la compañía Lufthansa, obtenidos en viajes profesionales pagados por el Parlamento. Esta revelación, que ha provocado dimisiones, puede contribuir a moralizar un poco más la vida política, aunque puede interpretarse también como un arma para tumbar adversarios ante las inminentes elecciones generales.

Thompson tiene su propia teoría sobre el significado de los escándalos y sus consecuencias. A su juicio, «los escándalos son luchas por la obtención del poder simbólico en las que están en juego la reputación y la confianza». Thompson entiende por poder simbólico -término que toma prestado de Bourdieu- la capacidad de intervenir en el curso de los acontecimientos, de influir en las acciones y creencias de otros. El ejercicio del poder político depende no solo del poder de coerción, sino también del poder simbólico necesario para sostener la confianza en la legitimidad.

La reputación, tanto la que uno adquiere al desplegar ciertas habilidades como la que va ligada al carácter, constituye uno de los aspectos del capital simbólico de un político. Y esta última reputación es particularmente vulnerable al escándalo. Los escándalos tienen capacidad para agotar la reputación de forma extremadamente rápida, completa y difícil de restaurar, hasta el punto de oscurecer otros rasgos positivos del personaje. Es difícil evocar un acierto de Nixon, como la apertura a China en su política exterior, sin pensar primero en Watergate.

De la desconfianza a la apatía

Pero los escándalos -añade Thompson- afectan también a la confianza de la gente en las instituciones. La mayoría de las formas de interacción y de cooperación social dependen de una cierta confianza, que puede ser socavada por los escándalos. Una desconfianza generalizada puede dar lugar a que los legisladores introduzcan excesivos procedimientos formales y mecanismos de control para restaurar la confianza. Y si bien esta reacción puede traer consigo más transparencia, también puede provocar mayor atasco burocrático y mayor ineficacia.

Otras veces la desconfianza profunda del ciudadano provoca apatía frente a los asuntos políticos y la participación electoral. O bien induce a los electores a valorar más el carácter de sus dirigentes que su competencia como actores políticos. Así, tras el Watergate, en las elecciones presidenciales de 1976 Jimmy Carter basó su estrategia en la promesa de traer un nuevo aire de honestidad a la Casa Blanca. Pero luego se vio que esto no bastaba.

Thompson atribuye importancia a los escándalos políticos «porque son algo que, en nuestro moderno mundo mediático, afecta a las auténticas fuentes del poder». Su estudio va más allá de los libros-reportaje sobre escándalos. Su principal -y conseguido- objetivo es ofrecer un análisis del escándalo y de sus consecuencias en la vida social y política, sin conformarse con adoptar un tono de queja moralizadora.

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(1) John B. Thompson. El escándalo político. Paidós. Barcelona (2002). 392 págs. 23,44 €. T.o.: Political Scandal. Traducción: Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar.


Cómo minimizar los aspectos negativos del escándalo

Aunque la posibilidad de que estalle un escándalo político es inherente a los principios organizativos de la democracia, Thompson hace algunas propuestas para minimizar sus consecuencias negativas.

1. En el plano más general, se trata de promover una mayor transparencia y exigir más responsabilidades al gobierno. Un mayor grado de transparencia deja menos margen a la suspicacia. Siempre habrá áreas de gobierno en las que es necesario un cierto grado de secreto, pero deben ser pocas, bien definidas y ser objeto de un acuerdo previo.

2. Hay que establecer pautas de conducta claras para los funcionarios públicos, especialmente en los asuntos financieros para evitar conflictos de intereses. La adopción de códigos de conducta explícitos y la existencia de registros públicos en los que se exige que los políticos declaren sus intereses privados contribuye a reducir la ambigüedad.

3. Es esencial que existan mecanismos eficaces para investigar las denuncias de infracciones y formular recomendaciones. A la vez, como demuestra la figura del fiscal independiente en EE.UU., es fácil que este tipo de investigaciones quede contaminado por los enfrentamientos entre partidos. Por eso, es prudente garantizar que cualquier investigación concreta tenga un plazo claro y un tema bien definido.

4. Por difícil que sea trazar una línea divisoria entre los aspectos públicos y privados de la vida de los políticos, los medios de comunicación deben esforzarse en establecerla. Y si no ejercen esta responsabilidad por iniciativa propia, bien pudiera suceder que se definiera por ley.

5. Hoy día, cuando pueden difundirse tantas habladurías y rumores en Internet, es particularmente importante que los medios más serios decidan con precaución y sensatez profesional qué información y qué denuncias han de publicarse.

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