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El conservadurismo progresista

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Contrapunto

Las etiquetas de «conservadores» y «progresistas» son simplificaciones fáciles para distinciones complejas. En los titulares periodísticos ahorran mucho espacio, lo que es de agradecer, y tienen la ventaja de que permiten arrimar el ascua a la propia sardina con apariencia de neutralidad. Basta otorgar el calificativo de «progresista» al personaje o grupo con cuyas ideas se comulga, y automáticamente se beneficia de un capital de simpatía del lector. No hace falta demostrar que es más inteligente, más honrado, más eficaz; es «progresista», y ya está dicho todo. Por definición, encarna el sentido del progreso, pisa la senda por donde irá toda la sociedad, impulsa el avance social frente a las resistencias de los «conservadores».

El esquema es aplicable a toda categoría social (políticos, jueces, artistas, educadores, científicos…), donde en algún momento se diriman cuestiones de poder. Y se pone especialmente a prueba cuando se trata del gobierno democrático en algún órgano colegiado. Últimamente hemos tenido ocasión de comprobarlo una vez más en las tensiones dentro del Poder Judicial en España, pero el esquema es válido para cualquier otro ámbito.

Cuando un grupo autodenominado «progresista» llega a ser mayoría en algún órgano de gobierno, ya sea por elección o por maniobras, empieza a cambiar las personas y las políticas que dependen de él. Los cambios se presentan como la indispensable renovación, una entrada de aire fresco en una institución anquilosada, nuevas caras para dar paso a las nuevas ideas. Pero con el paso de los años y los humores cambiantes del público, la historia puede volver la espalda al grupo progresista, que queda en minoría ante los otros. Los «conservadores» empiezan a hacer cambios, igual que en su día los hicieron los «progresistas».

Pero ahora los «progresistas» que antes dominaban se revelan como conservadores a ultranza del poder conseguido. De modo que los cambios que antes suponían una renovación, ahora son denunciados como «purga». Si antes los relevos de personas eran prueba de dinamismo y apertura, los de ahora manifiestan una «caza de brujas». Los cambios que ellos hicieron fueron necesarios para acabar con el inmovilismo; pero ahora cualquier cambio amenaza la necesaria continuidad de la labor de gobierno. Sí, es cierto que los que ellos nombraron llevan ya bastantes años, pero ¿qué necesidad hay de cambiarlos cuando están haciendo tan buena labor? Este es un equipo con una política coherente, no un grupo monolítico como el de los conservadores. Para comprobar su popularidad basta ver que la gente que ellos nombraron apoya su continuidad.

Cuando las propuestas de los progresistas triunfaban democráticamente por mayoría, era señal de que la razón les asistía. Pero ahora que son derrotadas también por mayoría, es el «rodillo» avasallador el que está actuando. Antes la regla de la mayoría legitimaba cualquier cambio; ahora el desprecio del consenso constituye una crisis del sistema. Y es que cuando se trata de conservar el poder, hasta los progresistas descubren las ventajas de la doble moral.

Ignacio Aréchaga

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