Desbordamiento mediático y extrema derecha

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Contrapunto

Con un suspiro de alivio, la gran mayoría de franceses, y de europeos en general, han comprobado que Le Pen tocó techo. Un 18% de los votos no refleja un avance impresionante, si se tiene en cuenta que ya en anteriores elecciones había alcanzado un 15%. Lo más lamentable es que un demagogo como Le Pen dejara en la cuneta política a un socialista razonable como Jospin. Pero la comprobación de que la extrema derecha tiene también su techo -más bajo que el de los partidos moderados- lleva a plantearse si tenía sentido el desbordamiento mediático que ha agitado el espectro de una «oleada de extrema derecha» y el peligro de una «internacional parda».

Quizá los franceses han estado más preocupados por la mala imagen que salió de las urnas en la primera vuelta que por el riesgo que corría la República. De ahí esa «cruzada» para cerrar el paso a Le Pen, en la que fueron movilizados desde futbolistas a líderes religiosos (en este caso la injerencia religiosa era admisible). En este tipo de movilizaciones, parece que el mayor defensor de la democracia es el que grita más fuerte «peligro» y no el que analiza con más rigor las dimensiones reales del fenómeno. No contentos con señalar la amenaza de Le Pen, muchos medios han rivalizado en mostrar el auge de la extrema derecha en Europa, convirtiendo en una «internacional» una suma heterogénea de partidos más bien populistas que han aumentado su apoyo electoral en algunos países.

Pero si pasamos de las impresiones a los datos -The Economist (27 de abril) sacaba un buen cuadro- no se observa ninguna tendencia común y persistente en el respaldo electoral a estos partidos. En algunos países, como Francia o Dinamarca, suben; en otros son casi inexistentes (Gran Bretaña, España, Portugal); en Alemania, a pesar de algunos avances esporádicos, nunca han logrado pasar el listón del 5% para entrar en el Bundestag; en los países nórdicos siguen siendo más bien débiles.

A menudo los avances de estos partidos han indicado más un voto de protesta momentáneo que un avance continuado. ¿Quién se acuerda del partido de los Republicanos que tuvo cierto auge en Alemania en los años 90? ¿Y de Vladimir Zhirinovsky, que, tras superar el 10% de los votos en Rusia en 1995, fue señalado como el hombre que iba a implantar el neofascismo sobre las ruinas del comunismo? También es probable el crecimiento del partido de Pim Fortuyn en las elecciones holandesas, tras la conmoción despertada por su asesinato. Pero esto indica más un descontento con el consenso de los partidos turnantes en el poder que una conversión a una ideología extremista.

Incluso los partidos tachados de extrema derecha y que hoy día participan en coaliciones de gobierno en Austria e Italia han alcanzado respetabilidad precisamente por haber moderado sus propuestas. En Italia, la Alianza Nacional de Gianfranco Fini hace tiempo que hizo su revolución cultural para alejarse de su origen neofascista y convertirse en un partido normal del espectro político democrático. En Austria, el líder del Partido de la Libertad, Jörg Haider, es más bien un populista que ha sabido explotar el descontento frente a un sistema de dos partidos más interesados en repartirse el poder que en compartir las preocupaciones de los ciudadanos. Así que el histérico bloqueo político con que la Unión Europea reaccionó ante la entrada del partido de Haider en el gobierno, contribuyó más a irritar a los austriacos que a reforzar la democracia allí.

Si algo tienen en común estos partidos es su nacionalismo, su atención a las preocupaciones inmediatas del hombre de la calle -delincuencia, exceso de inmigración, paro…-, por encima de las alianzas ideológicas trasnacionales. En algunos partidos hay un componente xenófobo en sus políticas, mientras que otros son más bien libertarios, enemigos de la interferencia estatal y de los dispendios del Estado Providencia, como ocurría en el caso de Pim Fortuyn. Así que hay poca base para una «internacional parda» y, de hecho, casi todos estos partidos han preferido ir por su cuenta.

Si se trata de luchar contra los extremismos, la democracia y la información saldrían ganando si se evitaran los clichés simplistas. Si se le reprocha a Le Pen su explotación del miedo, no tiene sentido agitar fantasmas como si los actuales partidos derechistas fueran réplicas clónicas del fascismo de los años treinta. Ahora que se ha comprobado que Le Pen también tenía su techo, no vale la pena exagerar su altura.

Ignacio Aréchaga

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