China pone fin a la vivienda socialista

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Acostumbrados ya a las sacudidas de las reformas económicas, los chinos van a saber desde el próximo julio qué significa buscar la vivienda por su cuenta. Desde la fundación de la República Popular China se ha mantenido el principio comunista del derecho universal a la vivienda. Allí, cuando uno empieza su vida laboral -cosa que hacen unos seis millones de chinos al año en los últimos tiempos-, recibe un piso propiedad del Estado o de su empresa pública, por el que paga un alquiler prácticamente simbólico, un poco menos simbólico que su salario. El resultado es, entre otras cosas, que ni los propietarios ni los inquilinos se preocupan mucho de remozar los pisos socialistas, y que las empresas estatales -muchas deficitarias- cargan con grandes gastos. El gobierno ha decidido poner fin a este sistema: el 1 de julio cesará la adjudicación de viviendas; los nuevos trabajadores tendrán que conseguirlas por su cuenta, y los inquilinos del Estado habrán de comprar las que ocupan o exponerse a fuertes subidas de alquileres.

El gobierno ya ha estado experimentando el cambio. El año pasado se vendieron a los ocupantes 420.000 pisos públicos en Pekín, el 20% del total. El precio depende de la antigüedad del inquilino en la empresa y en la vivienda; pero no suele llegar a 5.000 dólares. En las zonas económicas especiales se ha llegado más lejos, de modo que el 85% de las nuevas viviendas de Cantón y la mitad de las de Shanghai no se adjudican, sino que se venden.

Con esto el régimen renuncia a un eficaz instrumento de control de los ciudadanos. Pero la realidad económica obliga. A causa de la crisis asiática, el crecimiento ha bajado ya del 8,8% en 1997 al 7,2% en el primer trimestre de este año, las exportaciones y las inversiones del extranjero retroceden, los precios también descienden y sube el paro: en suma, hay amenaza de estancamiento. Poner en venta las viviendas públicas (90% del total) supondrá sacar al mercado el dinero de 200 a 300 millones de familias urbanas (los chinos tienen una de las tasas de ahorro más elevadas del mundo) y provocar una fuerte oleada de transacciones que puede reactivar la economía.

Según el representante del Banco Mundial en Pekín, la liberalización de la vivienda «desencadenará cambios en casi todos los demás sectores» (International Herald Tribune, 3-VI-98). En primer lugar, contribuirá a sanear las empresas estatales, que soportan unas cargas perjudiciales para sus cuentas de resultados. Impulsará la industria de la construcción. Favorecerá la movilidad de la mano de obra. Dará trabajo a mucha gente en diversos servicios, desde fontaneros a intermediarios, y en especial activará la banca.

Precisamente en el estímulo al sistema financiero ha puesto el régimen las mayores esperanzas. El crédito privado está muy poco desarrollado en China, y hasta ahora los bancos han tenido que cargar con muchos préstamos, poco rentables y con altas tasas de impago, a las empresas estatales. En cambio, las hipotecas les darán en torno al 10% anual y -a juzgar por la tradición china de responsabilidad individual y los experimentos ya llevados a cabo- serán créditos seguros. Será un plato apetitoso para los bancos, a los que el régimen ha ordenado ya que reserven 12.000 millones de dólares para conceder créditos hipotecarios este año. Teniendo en cuenta que todos los préstamos para vivienda no pasaron de 1.200 millones de dólares en 1997, se trata de un aumento espectacular.

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