Aciertos y límites de Isaiah Berlin

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DURACIÓN LECTURA: 12min.

Hablando con el más célebre pensador liberal actual
Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbegloo (1) es un libro con el que es posible disfrutar. Con una condición: que se tenga cierto interés por la historia de las ideas y, en concreto, por las complejas y apasionantes trayectorias de las ideas políticas y sociales. Berlin, 82 años, judío, es una curiosa combinación de liberal en casi todo y de intelectual con prejuicios en algunas materias.

Nacido en Letonia en 1909, abandona su patria diez años después, huyendo de la revolución soviética. Estudia en Oxford, está al tanto de los movimientos intelectuales de los años veinte y treinta. Después de la segunda guerra mundial se consagra como importante autor, que ha acrecentado su prestigio de liberal desde finales de los ochenta, con el descalabro histórico del comunismo.

El libro contiene cinco conversaciones, en general muy fluidas y amenas. La primera es más bien biográfica: del Báltico al Támesis. La segunda y la tercera pasan revista a una serie de pensadores políticos, de Maquiavelo a Marx. La cuarta es una vuelta a recuerdos personales. Y la quinta trata en realidad de la cultura rusa, a la que Berlin se siente muy ligado.

Dos categorías

Berlin es famoso, sobre todo, por su estudio Cuatro ensayos sobre la libertad (2). Pertenece por derecho propio a la gran tradición liberal que va de Locke y Hume a Constant, Tocqueville, Stuart Mill… Y en estas conversaciones distendidas y nada rigurosas se puede entender con más claridad su concreto empirismo político.

Berlin funciona de hecho con dos categorías amplísimas: el monismo y el pluralismo. Llama monista a toda postura o doctrina que sostiene que hay una sola verdad para cada problema. Por eso, para él, «la simple aceptación de que puede haber más de una respuesta válida para cada problema es un gran descubrimiento. Lleva al liberalismo y a la tolerancia».

Por desgracia, Berlin no distingue entre, por así decir, los ámbitos de ese monismo. Para él parece lo mismo un contenido religioso que político, económico o estético. Basta con que alguien diga que está en la verdad, en singular, para que esté equivocado y sea potencialmente una fuente de intolerancia.

¿Por qué esto? Quizá porque Berlin carece, como confiesa, de sensibilidad religiosa. No es que sea ateo: piensa que el ateísmo es una esterilidad, y que desconocer y despreciar el fenómeno de la creencia es una muestra de escasa humanidad. Pero, sencillamente, él no entiende de estas cosas: ley natural, verdades absolutas, dogmas… Él pertenece, aunque con ligeras correcciones, a la tradición de Voltaire e incluso de Helvetius y de Holbach, éste ya abiertamente materialista.

Eso sí: más tolerante. El tiempo ha pasado también por los enciclopedistas y cualquiera puede ver que, defendiendo en teoría la libertad, se convirtieron en muchos casos en paladines de la intolerancia. La enemiga de Voltaire hacia la Iglesia católica es un caso emblemático. Si la tolerancia es ley, ¿por qué esa saña contra los que creen en una religión revelada por Dios y no por Voltaire?

Verdad en libertad

Extraña que alguien tan extremamente inteligente como Berlin no haya caído en la cuenta de la distinción entre «objetividad de la verdad» y «libertad de hecho para descubrirla o no, para adherirse o no a ella», y, quizá antes, para querer buscarla. El hecho de que existan verdades objetivas, ancladas en la naturaleza humana, no quiere decir nada en contra de la libertad. Porque esas verdades, por su misma naturaleza, no pueden ser impuestas sino que han de ser queridas por la libertad.

No son del tipo de las «verdades», o más bien «construcciones», que el hombre fabrica o hipotiza. Esta clase de verdades sobre dimensiones esenciales del hombre son encontradas, no creadas ni fabricadas. Están ahí y seguirán ahí aun cuando muchos no las reconozcan ni se adhieran a ellas. Y del hecho de su existencia no se deduce ninguna afrenta a la libertad. Al contrario, la naturaleza no coactiva de estas verdades es un implícito homenaje a la libertad humana.

Para entender lo anterior hay que contar con un mínimo de formación metafísica realista. Pero eso es algo que Berlin ha desechado en el mismo punto de partida. Como empirista, Berlin se limita a hechos, a fenómenos. Y atendiendo al hecho, varias veces comprobado en la historia, de que, en nombre de verdades absolutas (religiosas o políticas o raciales) se ha aplastado la libertad, Berlin supone que es mejor partir ya de un pluralismo teórico, para que no tenga más remedio que ser también práctico. No hay verdad, sino posturas diversas, complementarias o contradictorias. Y la única ley es la tolerancia de la diversidad, además de los límites indispensables en la vida social para que haya paz, tranquilidad y orden.

Sus autores preferidos son Vico y Herder, en los que ve por primera vez de forma clara esa atención a las culturas, entendida como modos de vida distintos, plurales, cambiantes. Es decir, los autores que se oponen, con un planteamiento distinto, a las visiones cerradas de la historia.

Hablando sobre Vico, Berlin se explica de forma muy clara y él es uno de los responsables de la crítica que se hace hoy al concepto «moderno» de progreso: «¿Cómo puede alguien creer realmente en el progreso humano ininterrumpido en el siglo XX, sin duda uno de los peores siglos de la historia? ¿O en el progreso general en sí? ¿Es posible hablar de progreso sin especificar respecto a qué? Se puede hablar de un sistema de valores que la mayoría de los occidentales aceptan hoy y no aceptaban hace doscientos años y, en términos de nuestros valores, esto es progresivo en algunos aspectos y en otros no lo es. Pero si hablamos de un movimiento general…, yo no lo advierto».

Contra el relativismo

Esta actitud, llevada a su extremo lógico, desemboca en un apelación al relativismo. Pero Berlin acepta la antigua objeción al relativismo (el principio del relativismo no puede ser absoluto) y, por otra parte, se da cuenta de que el relativismo justifica cualquier postura, también la de Hitler asesinando a judíos o la de Stalin eliminando a cincuenta millones de personas, según cuenta que le dijeron, en 1988, en Rusia, los mismos rusos.

No, no todo es relativo. Para Berlin, no hay ley natural, pero hay constantes básicas. «No conozco ninguna cultura que carezca de las nociones de lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. Hasta donde sabemos, por ejemplo, la valentía ha sido admirada en todas las sociedades. Existen valores universales». Un poco más de rigor y Berlin se daría cuenta de que esas afirmaciones serían casi equivalentes a la doctrina de la ley natural y de la existencia de verdades universales. Pero Berlin, en realidad, tiene especial interés en poner objeciones a la philosophia perennis, que es, según él, de corte católico.

No simpatiza nada con lo católico ni, más en general, con lo cristiano. Así, hablando de la formación de una intelligentsia, el famoso término ruso, afirma que «es más probable que surja allí donde existe una Iglesia poderosa y reaccionaria, el catolicismo romano, por ejemplo, o la Iglesia ortodoxa». Por el contexto, se refiere a épocas pasadas, pero Berlin no muestra ningún interés en precisarlo. Probablemente por educación no arremete contra la Iglesia católica en estos momentos -tampoco sería muy coherente con su defensa del pluralismo-, pero deja dicho en alguna parte que allí donde aparezca la palabra «infalible» hay que esperar intransigencia.

Tensiones y conquistas

Si se deja esto a un lado, Berlin hace de forma casi continua anotaciones de profunda verdad. Así, cuando afirma que las teorías políticas sólo difieren en el modo de responder a la pregunta esencial: «¿Por qué debe obedecer alguien a otro?» Realmente eso es lo básico. Y si Berlin tuviera un conocimiento más detallado de los grandes siglos de pensamiento cristiano, daría con la misma problemática en San Agustín, quien afirma de modo explícito que por naturaleza sólo Dios puede mandar a los hombres y que los hombres anhelan una situación en la que nadie sea más que nadie. Por eso, añade, los antiguos jefes no eran señores, sino pastores; guiaban, no mandaban.

Berlin anota también, con profundidad, la continua tensión existente entre la libertad y la igualdad. Toma el tema de Tocqueville, que fue quien primero llamó la atención sobre esto, aunque Berlin no trata precisamente bien al pensador francés. De todos modos, lo diga Agamenón o su porquero, para entender la vida política es indispensable ahondar en esta aparente contradicción entre la libertad y la igualdad. «En cierta medida -escribe-, pueden combinarse, por supuesto, pero no en sus formas extremas. Si la libertad se lleva al límite, los fuertes pueden destruir a los débiles, y si hay igualdad absoluta no puede haber absoluta libertad porque es preciso reprimir a los poderosos -el pez grande- para que no devoren a los pobres y sumisos, el pez chico».

Estilo

En realidad, dentro de la ya larga tradición liberal, que se remonta a Locke (que depende a su vez de toda una línea medieval que, a su vez, se apoya en parte del pensamiento griego), Berlin no es especialmente original. Su afiliación, con algunos matices, al pensamiento ilustrado del XVIII parece olvidar que esa Ilustración no hizo más, casi siempre, que «secularizar» una filosofía política con la que era posible defender la libertad, la igualdad y la fraternidad.

¿A qué puede deberse la celebridad de Berlin? Alguna razón ya ha sido apuntada. Al fracasar el comunismo, la atención se dirige al pensamiento liberal. Pero existe otro motivo muy plausible: Berlin escribe muy bien. Él mismo, en este libro, cuando se refiere a sus autores preferidos casi siempre anota si tiene o no buen estilo y da la casualidad de que los predilectos son buenos escritores.

Cualquiera que lee un libro de los denominados «científicos» -sea en el campo de las ciencias de la naturaleza como en el de las ciencias sociales- debe estar preparado para encontrarse a menudo con un lenguaje de escasa calidad. Como si la condición para que una obra sea seria consista en que esté mal escrita.

Berlin está en las antípodas de todo eso. Es claro y ameno, le gusta salpicar su prosa con expresiones de colorido, con imágenes atrayentes, con metáforas iluminadoras. Así, por ejemplo, aquí, al referirse a una de las versiones que en el XIX se hizo de la teoría de Spinoza, aclara que eso está lejos de la «seca luz» del pensador judío. «Seca luz» es una manera extremamente feliz de referirse al pensamiento filosófico-geométrico de Spinoza.

O bien, cuando se refiere a esa característica propia de los regímenes totalitarios de impedir que la gente cuestione la realidad. «Una forma de impedir que la gente se haga preguntas es aplastarla». Berlin sabe dar con frecuencia con la fórmula justa.

Parece que no es una crítica excesiva anotar que el buen estilo de Berlin no consigue suplir carencias filosóficas de fondo. Da la impresión de que le repugna contar con ideales que no tengan un inmediato correlato práctico. Pero cualquier filósofo de la política funciona de hecho con ideales que difícilmente se cumplen. Los de Berlin -libertad, pluralismo, tolerancia- son defendibles más completamente con una concepción filosófica realista, metafísica.

Rafael Gómez PérezRafael Gómez Pérez es Profesor de Antropología en la Universidad Complutense (Madrid) y jefe de Opinión del diario Expansión.Pluralismo y democracia

Berlin. (…) Entre los valores humanos últimos, fines en sí mismos, no hay manera de evitar la elección. Por torturantes que sean, las elecciones son inevitables en cualquier mundo que pueda concebirse. Los valores incompatibles lo seguirán siendo en todos los mundos. Lo único que podemos hacer es procurar que las elecciones no sean demasiado dolorosas; lo cual significa que necesitamos un sistema que permita perseguir diversos valores, de modo que, en lo posible, no surjan situaciones que obliguen a los hombres a hacer cosas contrarias a sus convicciones morales más hondas. En una sociedad liberal de tipo pluralista no se pueden eludir los compromisos; hay que lograrlos; negociando es posible evitar lo peor. Tanto de esto por tanto de aquello. ¿Cuánta igualdad por cuánta libertad? ¿Cuánta justicia por cuánta compasión? ¿Cuánta benevolencia por cuánta verdad? (…) Los que creen en la posibilidad de un mundo perfecto suelen acabar pensando que ningún sacrificio es excesivo para conquistarlo. No hay precio demasiado alto para la perfección. Si para crear la sociedad ideal hay que derramar sangre, piensan, derramémosla, no importa cuánta o de quién. (…)

Jahanbegloo. ¿Qué apoyo puede dar a la democracia su teoría del pluralismo?

Berlin. En ocasiones la democracia puede ser opresiva para las minorías y los individuos. La democracia no necesariamente es pluralista; puede ser monista: la mayoría hace lo que quiere, por cruel, injusto o irracional que sea. En una democracia que admite la oposición, uno siempre puede tener esperanzas de convertirse en mayoría. Pero puede haber democracias intolerantes. La democracia no es pluralista ipso facto. Yo creo en una democracia específicamente pluralista, que exige la consulta y el compromiso, y que reconoce las reivindicaciones -los derechos- de grupos e individuos a los cuales, excepto en situaciones de crisis extrema, está prohibido excluir de las decisiones democráticas. Benjamin Constant describió muy bien la tiranía democrática bajo los jacobinos. Constant era un liberal de veras.

_________________________(1) Isaiah Berlin en diálogo con Ramin Jahanbegloo, Anaya/Mario Muchnik, Madrid, 1993, 284 págs. (Conversations with Isaiah Berlin).(2) Cfr. servicio 126/89.

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