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Puerto Rico: referéndum… contra la independencia

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Los puertorriqueños acudieron a las urnas el pasado 11 de junio para pronunciarse una vez más –la quinta desde la década de 1960– acerca de si deseaban que su isla se independizara de una buena vez de EE.UU., o que mantuviera el actual estatus de “Estado Libre Asociado” (ELA), en vigor desde mediados del siglo XX, o bien que pasara a formar parte de la nación estadounidense como un estado más, con las mismas potestades que California o Nueva York, por decir dos.

La votación, a simple vista, favoreció a los partidarios de la anexión total. Lograron el 97% de los sufragios –“¡ni Putin saca esa cantidad de votos!”, ironizaron los enemigos de la consulta–, mientras que los simpatizantes del statu quo y de la independencia se quedaron con porcentajes ínfimos: 1,3% y 1,5%, respectivamente.

El gobernador de la isla, Ricardo Rosselló, del Partido Nacional Progresista, impulsor de la adhesión definitiva como vía para acabar con la situación de dependencia en que vive el territorio –que no tiene política exterior ni ejército propios, ni tampoco voto en el Congreso estadounidense–, ha anunciado que el resultado del plebiscito lo faculta para acudir al Capitolio, del que depende cualquier eventual modificación del estatus actual, a arrancarle la concesión de la estadidad (el término que se emplea en Puerto Rico).

Un comité del Congreso debatirá en septiembre una propuesta de reconocimiento de la isla como estado, que se haría efectivo a partir de 2025

El problema es que lo del 97% de los votos parece ser únicamente el ropaje transparente con que se ha vestido el rey del cuento: apenas el 23% del censo electoral participó del ejercicio, lo cual es un argumento numéricamente bastante débil para presentarse en Washington y reclamar nada. En noviembre de 2012, momento del último referendo, en el que participó el 77% de los votantes, los independentistas lograron el 5,5% de los sufragios; los del ELA, el 33%, y los favorables a la estadidad, el 61%, unos 834.200 votos, bastante más que los casi 500.000 alcanzados ahora. Y en estos cinco años, que se sepa, esa mayoría no ha servido para que EE.UU. moviera un dedo para cambiar la situación jurídica de la “isla del encanto”.

¿Será que un 23% de participación puede invalidar el proceso a ojos de Washington? Formalmente no. De hecho, en las elecciones legislativas de 2014 los índices de votación estuvieron a ras de suelo en Indiana (27,8%), Nueva York (28,2%) y Texas (28,3%), pero no por eso los candidatos elegidos dejaron de ocupar legítimamente sus puestos en la Cámara y el Senado. El tema es otro, y tiene aristas económicas, culturales y políticas: Puerto Rico es el pariente pobre que habla en lengua extraña, al que el dueño de la casa sonríe, le suelta un chiste y del que se despide con una palmada en el hombro, pero jamás le invita a cenar.

Primero el billete y después los abrazos

A principios de mayo, el gobierno puertorriqueño acudió a una corte federal para que esta declarara en bancarrota al territorio, una decisión sin precedentes para una entidad geográfica y demográfica de esa magnitud. Una abultada deuda de 123.000 millones de dólares pesaba sobre la isla, y solo la suspensión de pagos podía evitar que terminara hundiéndose en las aguas del Caribe.

Según el diario, el procedimiento favorable del tribunal podría sacar a Puerto Rico de su insolvencia crónica, pero ello tendría repercusiones, como la afectación de las pensiones públicas, proyectos de infraestructura y de salud que se quedarían colgados de la brocha y un incremento de la “fuga de cerebros” hacia el continente –según el Pew, solo entre 2010 y 2013 se marcharon hacia allá 144.000 boricuas–. Si se conoce que, comparativamente, la isla percibe apenas la mitad del ingreso per cápita que Misisipi, considerado el estado más pobre de la Unión, una crisis de deuda como la actual no hace sino acelerar la espantada de los mejor preparados hacia donde hay oportunidades.

“Puerto Rico y su liderato tiene que enfocarse en desarrollar su economía antes de solicitar la estadidad”

De igual modo, así como la coyuntura interna les hace ver a muchos que es hora de largarse, también induce a otros a pensar que es el mejor momento para ser anexados por la principal potencia mundial, en el entendido de que ello pondrá punto final a los apuros económicos. Un senador del Partido Popular Democrático, José R. Nadal, cuya fuerza política se opuso a la consulta, refiere sin embargo en El Nuevo Día que primero el billete y después los abrazos: “Lo han dicho aliados tradicionales de la estadidad como Jeb Bush y el senador Orrin Hatch: Puerto Rico y su liderato tiene que enfocarse en desarrollar su economía antes de solicitar la estadidad. El crecimiento económico no viene después de la estadidad; tiene que llegar antes. Si no hay una economía robusta, no hay estadidad posible aunque los puertorriqueños la soliciten”.

En cuanto a consideraciones políticas, el Times señala que a un Congreso de mayoría republicana le resultará muy poco grato pujar para que, como resultado de la anexión, se sumen otros cinco miembros puertorriqueños a la Cámara y dos al Senado, habida cuenta de que las simpatías boricuas suelen gravitar más hacia el lado demócrata. En la actualidad, de los cinco delegados de origen puertorriqueño en la Cámara –que representan a estados norteamericanos, no a la isla caribeña–, cuatro son del partido del burro.

Por último, podría citarse el tema cultural. El pueblo puertorriqueño ha conservado tradiciones muy arraigadas en la tradición hispana y ha resistido varios intentos de hacer desaparecer el español como lengua vehicular y de instrucción. Las tentativas comenzaron ya en 1900, cuando el comisionado de Educación, Martin Brumbaugh, eliminó el uso del español en las escuelas e impuso el inglés. “Contrató a profesores estadounidenses, [mandó] observar los festivos norteamericanos, ordenó que se entonara el himno de EE.UU. en clase (…) e instituyó cursos obligatorios de historia estadounidense”, precisa el abogado puertorriqueño Luis Muñiz Argüelles en The Status of Languages in Puerto Rico, Langue et Droit. Tras Brumbaugh vinieron otros con planes similares, pero también toparon con la imposibilidad de sepultar la lengua de Cervantes.

No hay que esperar, pues, que a una tierra donde habita gente tan “tozudamente hispánica”, los EE.UU. de Donald Trump estén impacientes por concederle la condición de estado.

Una política de hechos consumados

Lo que le queda por hacer al gobernador Rosselló y al PNP es, sencillamente, ruido, y para ello propone que se aplique en Puerto Rico el denominado “plan Tennessee”. Según el Times, el gobernador designará a cinco representantes y dos senadores que acudirán a Washington y reclamarán asientos en las cámaras, como modo de forzar una nueva situación en la que la ley termine por adaptarse a los hechos.

En el referéndum de 2012, los simpatizantes de la anexión sumaron 834.200 votos, bastante más que los 500.000 logrados ahora

El precedente estaría en Tennessee, en 1796. En ese entonces el territorio no formaba parte de la Unión en calidad de estado, por lo que –explica el sitio proanexión PR51ST (Puerto Rico, Estrella 51)– las autoridades locales eligieron representantes, los enviaron a hacer presión en la capital, y fijaron el fin del gobierno autonómico para el 28 de marzo de 1796, día desde el cual el territorio se declararía como un estado más de la Unión. Otras demarcaciones en igual situación (Michigan, California, Oregon, etc.) tomaron el mismo camino de buscar el reconocimiento mediante hechos consumados.

Hoy, una parte de los boricuas quiere que su isla siga esos pasos. La comisionada de Puerto Rico ante el Congreso de EE.UU., Jennifer González, ha presentado un proyecto de ley para que el Comité de Recursos Naturales del legislativo debata en septiembre una propuesta de reconocimiento de la isla como estado, que se haría efectivo a partir de 2025. Un puñado de congresistas ha hecho saber que ven con agrado la idea. Sin embargo, con tantos puertorriqueños que no se han tomado siquiera la molestia de decir –urnas mediante– qué piensan del asunto, quizás lo más prudente sería quitar el pie del acelerador… a menos que EE.UU. decida, en un arrebato irreflexivo, cargar con una isla de descontentos.

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