“Siga descansando, camarada Vladímir Ilich”

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La Colina Lenin, en La Habana

“Mi papá vio a Lenin”, dije a mis amigos en el patio del colegio, una mañana de 1982 en La Habana. Lo dije casi con orgullo; como si, por persona interpuesta, de alguna manera yo también hubiera estado allí, en el mausoleo del Kremlin, junto a esa plaza que, en nuestra imaginación, era una suerte de umbilicus urbi, epicentro global de la libertad y el bienestar que solo el socialismo –y el comunismo, ¡ese comunismo que lastimosamente aún tardaba!– podía ofrecer a los pueblos. Un sitio hermoso, lejos, muy lejos de Siberia y de sus gulags, palabra que hubiera confundido con algún plato típico ruso.

“Lo vio, pero no pudo hacer fotos. No dejan”. Los padres de algunos de mis compañeros de aula también lo habían visto. Que lo mandaran a uno a la Unión Soviética por trabajo o para formarse en alguna especialidad era bastante común, por lo que también mis amigos tenían cosas que decir sobre la visita al momificado: “La cola para entrar es muy larga; tienes que pasar muy rápido o te llaman la atención”; “está como dormido, y algunos se ponen firmes y lo saludan”. También, claro, algunas notas de ficción: “A mi tío le explicaron que si lo sacan de la urna de cristal, se hace polvo al momento”, y algunos ecos disneyanos: “Lo tienen bien conservado, para cuando la ciencia avance lo suficiente, resucitarlo”.

“¡Ah, si se pudiera…!”. Porque Lenin, muerto ahora hace 100 años, nos caía bien. Había sido un buen tipo, que había querido entrañablemente a todos los niños –siempre que no tuvieras 13 años, fueras hijo del zar y toleraras mal las balas–. En nuestro libro de lecturas, el risueño caballero calvo y con perilla, que me recordaba –injustamente, sin duda–al emperador Ming de Flash Gordon, aparecía visitando a menores huérfanos y jugando con ellos a lanzarse bolas de nieve. O, ante la mirada de decenas de obreros, caía gravemente herido a la salida de una fábrica, en un atentado cometido por una desaprensiva mujer. “No te preocupes, Volodia –consolaba una trabajadora a uno de los chicos que lo había visto todo–. Él es fuerte. Se recuperará”. Y yo, casi tan triste como el del relato, preguntándome por qué una señora de nombre tan sonoro y juvenil le tenía tanta manía a esa alma de Dios.

Me era incomprensible, porque la figura del “líder del proletariado mundial” estaba asociada en Cuba a cosas buenas, como un hospital de vanguardia o un selecto colegio de régimen interno para los estudiantes de alto rendimiento académico –nuestro Hogwarts para aprendices de “hombres nuevos”, inaugurado personalmente por el cejudo Leonid I. Brézhnev en los 70–. Lenin era también el nombre un gigantesco parque de atracciones en la periferia de la capital, al que íbamos los fines de semana a dejarnos las cuerdas vocales en la montaña rusa y a comer bombones (era de los pocos sitios donde los vendían).

Natural que, en la iconografía revolucionaria local, el bolchevique, inspirador de todo aquello, recibiera una especie de culto ateo. Una pequeña colina de la capital, bautizada Lenin, lo ilustraba bastante bien: la presidía –preside– un enorme bajorrelieve en bronce del camarada, a los pies del cual se congregan varias esculturas sin rostro, con el clásico gesto proletario del puño en alto dirigido hacia él, en pétreo homenaje.

Porque Lenin era bueno. Bueno por sí mismo y también en comparación con “el otro”. Cuando, a finales de los 80, las publicaciones soviéticas que llegaban a los quioscos ya empezaban a hablar de los “excesos” de Stalin, su anterior jefe quedaba impoluto. Había sido únicamente el pensador, el teórico de las revoluciones, de las que la cubana había sido un caso sui géneris para su manual, al haber llevado al poder a un partido comunista, no en un país altamente desarrollado, sino en uno tercermundista y a menos de 150 kilómetros de la meca del capitalismo mundial. De Moscú llegaban las recetas del tranquilo huésped del mausoleo –la colectivización, la supresión de hasta la mínima propiedad privada–, y no parecían mala cosa, envueltas como estaban entre los millones de toneladas de ayuda soviética que enmascaraban la incompetencia de una rígida economía centralizada.

Sí: fue con los manuales de Lenin que aprendimos a ser radicalmente improductivos. Solo cuando a principios de los 90 los rusos pusieron la bandera de la hoz y el martillo en el mostrador de souvenirs para turistas y nos cerraron el grifo; cuando las grietas ideológicas del régimen cubano posibilitaron un mayor flujo de información no oficial, se echó a ver lo mal que nos había ido con el “corta y pega”. Si el líder soviético había ordenado en 1918 confiscar cosechas y colectivizar las tierras –de paso, aconsejaba colgar y fusilar a los campesinos rebeldes–, sus émulos tropicales “invitaban” a los guajiros a poner sus tierras en común. Si aquel abjuraba incluso de los pequeños propietarios que previamente lo habían ayudado – “ha llegado la hora de que llevemos a cabo una lucha despiadada, sin compasión, contra estos pequeños propietarios, estos pequeños poseedores”–, el gobierno cubano aplicó en 1968 su “gran ofensiva revolucionaria” para estatalizar incluso las zapaterías, las cafeterías, las peluquerías, los talleres… Si el ruso apostaba tajante por “impulsar el terror de masas” para que no se percibiera blandenguería alguna en el proceso revolucionario, el Che Guevara, nuestro inflexible Lenin tropical, se jactaba en un foro internacional: “Fusilamos, sí, y seguiremos fusilando”.

Hoy, inconfesablemente convencido del escaso éxito de las ideas del soviético para sacar al país de un desastre económico de décadas, el gobernante partido comunista cubano ha ido desterrando disimuladamente al továrisch de la liturgia revolucionaria: en el último congreso de la formación, ya no aparecía su imagen en el centro de convenciones, a diferencia de lo que sucedía en los primeros tiempos.

La gente común, sencillamente, pasa del personaje. Millones de cubanos le siguen levantando el puño, sí, pero ya no al modo latréutico de las estatuas de aquella colina habanera: lo hacen cuando tienen que tomar un avión, o atravesar a nado el Río Grande, y separarse de los suyos para largarse a cualquier sitio, bien lejos del infierno en que se ha convertido su tierra. Hoy, paradójicamente, muchos orgullosos graduados de la escuela Lenin viven en Miami y votan a Trump, mientras, en La Habana, incluso el parque de atracciones que lleva su nombre es un amasijo de hierros oxidados. Y ya nadie llama a sus hijos Vladimir.

“Ay, camarada Vladímir Ilich, si reviviera usted para verlo. O mejor no, por favor: quédese ahí, tranquilito”.

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