La familia como unidad de amor y disciplina

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La familia como unidad de amor y disciplina

Las dos caras de la moneda

En mi anterior colaboración en Aceprensa sostuve que el amor es una moneda de dos caras: la de la aceptación del ser amado por ser quien es y la de la exigencia al ser amado para que esté a la altura de quien es. Añadía que cada cara corrige los excesos de la otra, permitiendo así que la aceptación no degenere en indulgencia (por miedo a decir “no”) y la exigencia en frustración (por demandas excesivas).

Aunque en la práctica la cara de la exigencia se está desdibujando por la transferencia de la disciplina de la familia a otras instancias sociales (escuelas, terapeutas, “influencers”, policías, jueces…), lo llamativo es que esta transferencia no incrementa la confianza de los progenitores, sino que, más bien, la erosiona.

Aceptar al ser amado por ser quien es significa que se es consciente de sus virtudes y sus defectos. Ahora bien, como no lo queremos por sus defectos, sino a pesar de ellos, es necesario el permanente ejercicio de refuerzo de sus virtudes y de debilitamiento de sus defectos. Insisto: nadie nos quiere por nuestros defectos (aunque nos pueda querer con ellos). Sentirse querido es sentirse portador de valores que no me concedo gratuitamente a mí mismo, sino que los recojo de la mirada de quien me quiere.

En la familia la unidad de aceptación y exigencia pueden verse también como unidad de amor y disciplina. Cada familia, de hecho, lleva a cabo un ajuste específico del amor y la disciplina para organizar su experiencia cotidiana. Sabemos que tiene éxito cuando consigue que las inevitables inhibiciones externas (impuestas por la vida en común) estén en sintonía con las inevitables inhibiciones internas (impuestas por la necesidad de sentirse coherente ante uno mismo y digno de confianza ante los otros). El desajuste entre lo externo y lo interno conduce o a un amor sin exigencias o a una disciplina sin amor.

La experiencia no sabe organizarse a sí misma. Si queremos que el niño se haga con un criterio ordenador de su vida, en vez se dejarlo al pairo de sus caprichos, debemos proporcionarle orientación, pues una autonomía sin orientación no es sino una completa desorientación. Galdós lo decía de forma más directa: “Aguardar para la educación de la criatura a que ésta diga: Llévenme a la escuela, que tengo muchas ganas de ser sabio, es fiar nuestros planes a la infinita pachorra de la eternidad” (Soñemos, alma, soñemos). Sólo la unión natural de amor y disciplina ayuda al niño a querer hacer lo que debe hacer.

La personalidad como capital humano

La disciplina no goza de buena prensa y la razón es sencilla: hoy se prefiere evitar el conflicto hablando de sentimientos en lugar de discutir sobre reglas. Pero el precio a pagar por esta preferencia es convertir la sociedad en una institución terapéutica. La alternativa al Superego ha resultado ser el Superestado.

La unión de amor y disciplina no evita los conflictos, pero permite centrarlos en la objetividad de la norma, no en la fluidez sentimental de una rebeldía sin causa. El amor sabe que la conquista de más autonomía por parte de los hijos es inevitable y que hacer de padre es saber ceder, pero la disciplina exige ir paso a paso.

Cuando el amor se olvida de la disciplina suele derivar hacia esa forma sofisticada de mal trato que es la sobreprotección, es decir, una autosuficiencia tan frágil que se hace añicos al menor contacto con la realidad.

Todo esto es hoy especialmente relevante porque hemos convertido la personalidad en capital humano gracias a la ideología de las competencias (skills), que no son sino rasgos expresivos de una personalidad. A medida que el sistema educativo se ha ido convirtiendo en una factoría de competencias (de pericias laborales), la familia ha ido quedando como el único lugar en que eres querido por ser quien eres, sean las que sean tus competencias. Eso no significa, obviamente, que los padres eduquen a sus hijos en la incompetencia, sino que su manera de proporcionarles seguridad es el amor y la de proporcionarles autonomía, la disciplina. Y en esta doble misión la familia no tiene rival. Pero sí tiene dinamiteros, porque los padres están siendo continuamente animados a que deleguen su responsabilidad en especialistas. Como esa delegación disciplinar acabaría con la familia, hoy es urgente decirles a los padres que nadie está más especializado que ellos en sus hijos y que hay algo más humano que garantizarse el éxito: garantizarse la serenidad ante el riesgo.

Animando a los padres a hacer lo que saben hacer mejor que nadie

Es urgente animar a los padres para que se atrevan a hacer lo que saben hacer mejor que nadie, a que acepten que la sabiduría es la raíz cuadrada de la experiencia. Pongo tres ejemplos de los muchos posibles.

En primer lugar, la vivencia de la aventura. No dejo de insistir en que nuestros niños son la primera generación de la historia con las rodillas impolutas. No es que sea partidario de desollarlos vivos, pero sí de proporcionarles espacios donde vivir autónomamente sus aventuras. Como ser niño es poseer mucha más energía que sentido común para controlarla, vivir aventuras es exponerse a riesgos. Pero es que un niño sano es curioso, impetuoso e imprudente. Para canalizar su curiosidad por las vías de la prudencia, necesita algo que sólo él puede proporcionarse a sí mismo: experiencia.

En segundo lugar, la educación de la mirada. No hemos de educar a nuestros hijos con orejeras, pero debemos insistir en mostrarles lo bello, lo bueno, lo justo. Una pedagogía de la mirada es indistinguible de una pedagogía de la atención. Cuidemos de que no se les pasen por alto las maravillas con las que nos encontramos cotidianamente; que no sean ciegos para los motivos que nos ofrece la vida para practicar la gratitud. Quizás aprender a mirar hacia afuera sea el primer paso para aprender a mirar hacia adentro. Dado que vivimos en un constante bombardeo de estímulos visuales, quien no tenga alguna autoridad sobre sus ojos, será arrastrado por lo que se lleva. No puede considerarse educado quien no posea algún control sobre su atención que, como no me canso de insistir, es el nuevo Cociente Intelectual. Se ha impuesto una pedagogía trivial de la actividad que se dedica a surfear sobre la superficie de las cosas, ignorando que la retención, la concentración, el control de nuestros sentidos y la pausa son formas superiores de actividad.

En tercer lugar, el control de la frustración. Suelo insistir en el derecho del niño a la frustración, que no es sino el derecho que tiene el pastelero a no comerse los ingredientes mientras elabora un pastel. El pastelero impulsivo que no es capaz de organizar sus actos en vistas de la prioridad de un fin, está condenado a arruinarse. Hace unos meses me invitaron a una escuela muy humilde de Cúcuta, en Colombia. Tras aceptar la invitación, me llegó esta advertencia. “Por favor, respete a nuestros queridos alumnos; no se lo ponga demasiado fácil”. Lo confieso, me emocioné, porque lo excesivamente fácil impide que el niño vea su comprensión de la realidad como una conquista de su esfuerzo. Una de las diferencias escolares más notables entre los niños ricos y los pobres es la relativa a su fatiga cognitiva. La razón es sencilla. Cuantos menos conocimientos previos tiene un niño, más difícil le resulta adquirir conocimientos nuevos no triviales. Es decir, la carga cognitiva de un aprendizaje nuevo es siempre mayor para el pobre y, a mayor carga cognitiva, más fatiga. El esfuerzo mental requerido para mantener la concentración, cansa, debilita nuestra concentración y facilita nuestra distracción. Como los conocimientos previos son menores en los hijos de familias pobres, también tienen más posibilidades de distraerse en el transcurso de una actividad intelectualmente exigente (un examen, por ejemplo). Sin embargo, nadie está condenado a sobrellevar fatalmente la fragilidad de su atención. El esfuerzo cognitivo puede ser reforzado… con esfuerzo cognitivo bien estructurado. Y esto es lo esencial. ¿Y qué competencia hay intelectualmente más valiosa que la del hábito de mantenerse atento? Lo que es bueno para los músculos de un atleta suele ser bueno para la inteligencia de un estudiante.

En resumen

No es inteligente capitular ante la ideología que nos pide que desatemos los lazos familiares entre amor y disciplina. Los jóvenes siempre han creído que saben más que la generación anterior y que educarán a sus hijos mejor de lo que sus padres los han educado a ellos. Pero en su prisa por no repetir los errores que cometieron sus padres, con demasiada frecuencia olvidan dos cosas: que, además de amar y aceptar a nuestros hijos, es nuestro trabajo guiarlos y protegerlos; y que hay algo que nuestros hijos siempre tendrán menos que nosotros: experiencia.

Amémoslos pues, pero sin olvidarnos de dar la tabarra, que es esa tierna forma de amor que tanto echamos en falta cuando nuestros padres ya no están para practicarla con nosotros.

3 Comentarios

  1. aprendemos por imitación de lo que nos impelen que veamos nuestros padres y maestros. Educar es mostrar y empujar a que veamos lo mejor. La ignorancia no es virtud

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