El marco en el que la mayoría de los medios de comunicación, no todos, han mantenido el relato del cónclave era el de la profunda “división en el colegio de cardenales” y por lo tanto, en la Iglesia católica. La supuesta división tenía muchas declinaciones, en función del prisma y de las preocupaciones de quien miraba hacia el Vaticano.
Para quien la realidad es sobre todo política, la fractura era entre cardenales conservadores y cardenales liberales, en referencia especialmente a cómo habrían afrontado las cuestiones morales. Para quien la realidad de la Santa Sede se reduce a los intereses de un país, se hablaba de un bloque italiano enfrentado al resto del mundo, o un bloque asiático, africano o incluso alemán. Quienes son más sensibles por la historia reciente, veían dos equipos que se jugaban el partido: los continuistas con las ideas de Francisco y los que presionan para frenar sus reformas. A quienes lo que les preocupa es la Historia pasada de la Iglesia, ven como contrincantes un sector tradicionalista y otro modernista. Hay otra “oposición” eclesiástica, que es la que reparte la Iglesia entre cardenales religiosos y cardenales seculares. También hay divisiones cronológicas con implicaciones ideológicas, en función del Papa que les hubiera creado cardenales, ya fuera Juan Pablo II, Benedicto XVI o Francisco.
Muchas de estas etiquetas son evidentemente reales y habrán tenido su impacto en el nombre que los purpurados hayan escrito en sus papeletas bajo los frescos de Miguel Ángel. Este cónclave presentado con tantos “bandos encontrados” parecía uno de esos “cubos de Rubik” en el que cuando resuelves una cara, estropeas la otra. Un reflejo de cómo la polarización actual frena el desarrollo de la sociedad mundial.
Por eso, es interesante reflexionar sobre el proceso que ha ayudado a los cardenales a comprender que esas diferencias no los oponen entre ellos, sino que les ayudan a construir una visión completa de la realidad. No puede haber ocurrido de otro modo, pues si la fractura hubiera sido profunda, habría sido imposible ponerse de acuerdo para elegir un nuevo Pontífice en menos de 24 horas tras 4 votaciones.
No lo tenían nada fácil. Las comparaciones deben hacerse siempre con pinzas, pero lo cierto es que los cónclaves recientes se han celebrado en escenarios geopolíticos más serenos. Es el caso de la elección de Francisco, Benedicto XVI y Juan Pablo II. Quizá fuera comparable al de 1939, en el que fue elegido Pío XII, meses antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial, o al de 1958, cuando eligieron a Juan XXIII en plena guerra fría. Los problemas en el cónclave en el que eligieron a Pablo VI y a Francisco eran sobre todo internos: en el primero estaba en juego la continuación del Concilio Vaticano II y en el segundo, dar una respuesta creíble a la renuncia del Papa.
En ningún cónclave antes de este de mayo de 2025 habían participado tantos cardenales, 133, y de lugares tan dispersos, 70 países. Cuando pregunté al Papa Francisco si no pensaba que la variedad de cardenales dificultaría la elección de un futuro Pontífice, me respondió de un modo que entonces no entendí. “¡Al revés! Con este camino sinodal, y todo, se ven hasta los rincones…”, dijo entonces. Los hechos, una vez más, le han dado la razón.
Naturalmente, han constatado las diferencias, pero ha habido algo que ha impedido que se convirtieran en fracturas y ha estimulado la búsqueda del consenso. Es un proceso que puede replicarse en otros escenarios delicados para facilitar decisiones complejas. Si dejamos por un momento de lado la cuestión de la ayuda del Cielo para buscar un nuevo Papa, vale la pena considerar unas claves interesantes aportadas por dos cardenales electores.
Fernando Chomalí, arzobispo de Santiago de Chile, resume en una carta a su diócesis que “para que los seres humanos puedan ponerse de acuerdo en temas relevantes, requieren compartir un proyecto común. En su ausencia, sólo habrá una suma de proyectos personales”. En este caso, los cardenales veían que tenían entre manos el “proyecto común de evangelizar, de trabajar por la paz y la justicia, tender puentes de diálogo y respetar siempre y bajo todas las condiciones al ser humano”. Supieron verbalizarlo.
Desde una perspectiva de fe, me convence y me entusiasma aún más el análisis que hizo el cardenal Roberto Repole, arzobispo de Turín, ante los micrófonos de la Rai. Nada más salir del cónclave explicó que habían superado las diferencias por elevación eligiendo Papa a una persona que fuera “padre de todos”. “En un mundo donde dominan los tiranos, hay una gran ausencia de padres”, resumió. Por eso han apostado por “un padre que ayude a ver más allá, que sea transparente, que nos diga que estamos de verdad en las manos de Dios, una persona que sea padre de todos”.
A un mundo al que le sobran “líderes”, líderes que se presentan como contundentes defensores de sus propias posiciones, la Iglesia le ha traído un “padre” que recuerda sobre todo lo que une y no lo que separa.
Un comentario
Artículo muy bueno en el fondo y en la forma. Muchas gracias