Despejar las líneas de fuerza para la UE

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Despejar las líneas de fuerza para la UE

Udo Pohlmann

Tras la rentrée posvacacional, ya de lleno en un nuevo curso, no paran de llover acontecimientos significativos que impactan en el escenario geopolítico de este final de mandato institucional UE. En realidad, nunca pararon; ha seguido la vieja tradición de importantes movimientos durante la canícula. Incluso antes de la conclusión del año escolar, comenzó la muy pregonada contraofensiva ucraniana (que se ha estancado, debido, en gran parte, a un retraso en la entrega del equipamiento militar a Kyiv y fuertes pérdidas de hombres). Le siguió una sorprendente racha de dimisiones europeas: los primeros ministros holandés y letón, además de la cabeza del Green Deal, Frans Timmermans. El continente africano se vio sacudido por dos golpes de estado consecutivos (en Níger en julio, y en Gabón un mes después) –en total, siete en los últimos años, que integran una banda de inseguridad saheliana del Atlántico al Índico–. Johannesburgo acogió la muy cacareada 15 cumbre BRICS. Sin olvidar la impactante muerte del caudillo Evgeny Prigozhin que consolidó, al menos en el corto plazo, la indisputabilidad del poder putiniano.

Desde primeros de septiembre, dos asuntos de relevancia han conseguido dirigir hacia la UE nuestra mirada concentrada en los padecimientos patrios. Primero, el discurso pronunciado por la presidenta Von der Leyen sobre el Estado de la Unión el día 13 –el último antes de la clausura de su Comisión–. De seguido, el anuncio por Varsovia –que se ha exhibido como defensor ferviente de Kyiv– de haber dejado de enviar armas a Ucrania, enredada en una confrontación de medidas proteccionistas con Ucrania. Ambos eventos de marcado sesgo electoralista.

Se apilan las novedades trascendentes: terminado el histórico (y sorpresa) encuentro de los ministros de Exteriores en Kyiv el día 2 de octubre –la primera vez que los 27 se han reunido “extramuros”–, tuvo lugar en Granada la tercera convocatoria de la Comunidad Política Europea (al más alto nivel, los 27 y sus vecinos), bajo el lema: “cómo hacer Europa más resiliente, próspera y geoestratégica”. Un día más tarde, Presidencia Española condujo una tenida informal de líderes UE en la que sobre la futura ampliación fue faro; hoy presentada como inminente en las esferas gubernamentales.

En este mar de noticias, es fácil que la multitud de focos anegue lo esencial. Así, conviene pausarse y guardar alguna instancia, porque algunos eventos merecen –requieren– nuestra atención prioritaria, hoy un bien escaso. Asignar importancia es una tarea subjetiva, laberíntica. Necesaria, empero, para enfocar los desafíos que nos acechan; desde fuera, pero igualmente, desde dentro.

El mundo está en plena metamorfosis. Estamos lejos del entorno en el que la UE, una construcción nacida en/por/de Derecho, se perfilaba como ejemplo, un modelo que podría orientar otras agrupaciones, de Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) a ASEAN, la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental. Se entendía que el poder transformador de la Unión, capaz de mover montañas, irradiaba de sus sólidos cimientos jurídicos. Europa en paz y próspera –“Europe whole and free and at peace”, en el célebre comentario de George H.W. Bush en 1989– parecía iluminar la senda hacia la armonía planetaria.

Ahora, el panorama es otro. Esos cimientos, nuestra fundación, están amenazados: la calidad y respeto por las normas se erosionan, revelando una fractura en nuestra unidad. Externamente, la UE se enfrenta a la más compleja situación desde el principio de nuestra existencia: la invasión total de Ucrania, en su componente de violencia en territorio europeo, pero también en la declarada enemiga de Putin al Orden Liberal Internacional, construido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial. En paralelo, la emergencia de un sistema alternativo de gobernanza, liderado por Pekín y el Taimado Operador Ventajista de Xi Jinping, y simbolizado por el grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) que, el 1 de enero, oficialmente acogerán a seis miembros nuevos. Todo ello, sobre el telón de fondo de fin de la globalización feliz, paradigma que ha presidido las relaciones entre Estados en los 15 lustros pasados de relativa paz y constante prosperidad.

Empecemos por el reto que más ancho de banda europeo ocupa. El 24 de febrero de 2022, el Kremlin hizo añicos la arquitectura de seguridad que había prevalecido en nuestro continente desde 1945. La Unión –y por extensión, Europa– está inmersa en un bucle discursivo en torno a la denominada “autonomía estratégica” (que España, formalmente huyendo del proteccionismo, denomina “abierta”). Este debate inconcluso no oculta la posición espinosa en la que nos encontramos: seguir dependiendo del paraguas de protección americano. Mientras Washington exige compartir mejor el peso en OTAN, ejerce su influencia en la búsqueda de aliados frente al agresivo auge de China en los terrenos tecnológicos punteros. Y aunque los 27 –con alguna notable excepción–, han mostrado unidad en su postura con Rusia hasta ahora, en el caso del Imperio del Medio, muchos intentan nadar entre dos aguas, balanceando el deseo de apaciguar a la Casa Blanca con los claros beneficios económicos que ha rendido una relación cercana con Pekín.

La crítica y el descontento con el andamiaje global actual no se limita a Rusia y China, sino que se extiende a gran parte del antiguamente denominado “Tercer Mundo”; quedó de manifiesto en la reunión de los BRICS en Sudáfrica. Y, si bien es verdad que cada socio de la agrupación la aprovecha como vehículo para avanzar sus propios intereses, todos alegan la falta de legitimidad de la red multilateral por su origen Occidental; proclaman la necesidad de un nuevo acuerdo.

Esta situación se complica con la avasallante presencia de retórica revanchista en numerosos países de África y América Latina: antes del golpe en Níger, Malí y Burkina Faso habían expulsado las tropas francesas que se encontraban en sus tierras. En Brasil, el muy añorado retorno del presidente Lula no se ha acompañado de un acercamiento a las democracias liberales, como se esperaba, sino que busca fortalecer lazos con los mandatarios más extremosos –Nicolás Maduro o Xi Jinping son buenos ejemplos–.

Pero más preocupante que estos vientos en el ámbito internacional, son los peligros a nuestra Unión que dimanan de dentro: las divisiones que nos afligen. Divisiones que ganan mordiente por la expansión anunciada del bloque que, si nos atenemos a las afirmaciones del presidente del Consejo Europeo Charles Michel en agosto, deberá ser antes del final de la década.

No estamos en la misma onda sobre cómo hacer este sueño realidad. Ni siquiera estamos de acuerdo sobre el sueño. Mientras los partidarios de una ampliación discuten la necesidad de reformas institucionales y cuestionan la “capacidad de absorción” de la UE –más que un eufemismo para la voluntad de los Estados miembro, el término engloba verdaderos desafíos; por ejemplo, la redistribución de votos y fondos, o el mecanismo de toma de decisiones–, hay quienes disputan la mera inclusión de Ucrania en nuestro proyecto compartido. El líder del partido ganador en los comicios eslovacos, Robert Fico –antiguo primer ministro y actual simpatizante del Kremlin–, expresó recientemente que “es ilusorio tratar la cuestión [de la adhesión de Kyiv en la UE] en un momento en el que hay un conflicto militar agudo”. Su comentario encontró eco en un aliado afín, dirigente húngaro Viktor Orban, el pasado 29 de septiembre: “No podemos evitar la pregunta […] [de] si podemos contemplar seriamente […] empezar negociaciones de adhesión con un país que está en guerra” (aunque, según fuentes comunitarias, se prevé una declaración que autorice el inicio de las conversaciones en diciembre).

Incluso Polonia, que ha sido paladín acérrimo de Kyiv, está cambiando de tono por hechos nacionales. En un intento de mantener el voto clave de la colectividad agrícola –que se vio duramente perjudicada por los millones de toneladas de alimentos que cruzaron la frontera al inicio de la guerra–, ante las elecciones este mes, ha impuesto, junto con Hungría y Eslovaquia, un bloqueo al grano ucraniano. Un bloqueo que socava a la autoridad de Bruselas, al ser una decisión unilateral por parte de estas tres capitales, a pesar de que la política comercial es competencia exclusiva de la UE.

El nuevo curso europeo ha arrancado con energía. Muchos acontecimientos –que llegan desde todas las direcciones– reclaman nuestra atención. Pero en un mundo en transformación, la UE tiene que despejar las líneas de fuerza. No podemos abordar todos los retos de golpe; necesitamos tener claras las prioridades. Afrontar lo que amenaza con minar nuestra Unión, tanto externamente (la guerra en Ucrania y el debilitamiento del sistema internacional) como internamente (la unidad y el respeto de las normas), debería encabezar el orden del día.

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