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Y los adultos, ¿qué?

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Ante la afirmación de que el matrimonio es un bien social pensado sobre todo para proteger a los niños, cabe el riesgo de pensar que la satisfacción de los adultos es algo irrelevante. Si esto fuera cierto, dice David Lapp en Public Discourse (22-12-2009), los adultos podrían objetar por qué la sociedad les trata como medios y no como fines.

En el fondo, esta objeción encierra una sospecha más profunda: “Al margen de las conclusiones de las ciencias sociales, ¿hay algún argumento racional para defender que el modelo institucional del matrimonio conduce a la felicidad de los adultos?”

Si no somos capaces de encontrar una respuesta que muestre por qué el matrimonio es objetivamente bueno para los adultos y no sólo para los niños, tendremos que conformarnos con evasivas del tipo ‘hazlo por el bien de tus hijos’. Y eso en un momento en que la cultura actual se está preguntando: ‘¿Para qué casarse’?”

Para construir su argumento, Lapp analiza las diferencias que hay entre el modelo institucional del matrimonio y el modelo de matrimonio basado solamente en la afinidad de la pareja.

La institución del matrimonio hace lo que una simple relación privada nunca puede hacer: crea expectativas de compromiso; recuerda a los cónyuges que su amor se extiende hasta la siguiente generación; y, para bien o para mal, influye en el resto de la sociedad”.

Así entendido, el matrimonio no es principalmente un asunto entre dos adultos que buscan su satisfacción emocional mediante el apoyo mutuo, sino un ámbito que crea derechos y obligaciones”.

Y en medio de todo esto, ¿dónde encaja el amor? La respuesta habría que buscarla en la promesa que se hacen los esposos: “Me entrego a ti, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida”.

En esta fórmula -dice Lapp-, la tradición jurídica de Occidente ha sabido reconocer el verdadero bien del matrimonio: una unión para el apoyo mutuo. En otras palabras, el matrimonio es amistad”.

Pero no cualquier forma de amistad. A diferencia del modelo de matrimonio-pareja, el modelo institucional aspira a realizar lo que Aristóteles llamaba “la mejor forma de amistad”.

El filósofo griego distinguía tres clases de amistad: por el placer, por el interés o por el bien. Esta última es la más elevada, pues en ella los amigos se mantienen unidos por la virtud. En cambio, en las otras formas de amistad priman el sentimiento de agrado o la propia conveniencia. Tales amistades no suelen durar mucho.

Una invitación a la vida buena

Para Lapp, el matrimonio es el paradigma de la amistad auténtica. “Cada uno de los esposos se convierte en un bien para el otro. Como es natural, este tipo de amistad sólo es posible entre personas virtuosas. De ahí que el matrimonio sea una invitación para los casados a convertirse en personas buenas”.

Sólo un hombre bueno permanecerá fiel a su mujer cuando sienta atracción sexual por otra. Y sólo una mujer buena se mantendrá al lado de su marido en medio de la enfermedad y la pobreza. Así, ambos se van haciendo buenos y participan del bien del matrimonio. Por eso, el matrimonio siempre es una aspiración”.

Al igual que hizo Aristóteles, Lapp vincula esta forma más alta de amistad con la felicidad humana. Nadie querría cambiar esta unión por un sucedáneo. Este es el atractivo del modelo institucional del matrimonio.

Por eso, a su juicio, hoy no basta con mostrar a los jóvenes los efectos positivos que el compromiso tiene para la sociedad. “El mejor antídoto contra la amistad descafeinada que propone el modelo de matrimonio-pareja es promover un entendimiento más profundo de la amistad”.

Para los adultos en busca de amor, el modelo institucional de matrimonio difícilmente podrá verse como una condena a la esclavitud. Más bien, es una invitación a la vida buena”.

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