Ser padre es cosa de hombres

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El empeño puesto durante años en la emancipación de la mujer ha provocado, como efecto colateral, el eclipse de la paternidad y un oscurecimiento de lo masculino. Esto no beneficia ni a la mujer ni a la familia. La profesora María Calvo reflexiona sobre la necesidad de revalorizar la figura paterna, a propósito de su más reciente libro: Padres destronados.


Una versión de este artículo se publicó en el servicio impreso 26/14

“Madre no hay más que una”, suele decirse, y algunos añaden: “padre es cualquiera”, un signo de menosprecio que estaría en la raíz de la renuncia de muchos hombres a implicarse en la educación de los hijos. La doctora María Calvo Charro, profesora titular en la Universidad Carlos III de Madrid, es autora de varios libros sobre las diferencias entre niños y niñas en el aprendizaje, y madre de cuatro hijos. Ahora acaba de publicar Padres destronados (Toromítico, 2014), donde estudia a fondo este repliegue de los hombres del plano familiar, donde un feminismo mal entendido se encarga de socavar su imprescindible papel.

Cuando falta el padre
Usted establece una conexión directa entre la ausencia del padre y un conjunto de fenómenos negativos en la educación de los hijos. ¿No existían acaso estos problemas en la sociedad de antaño?.

—Son problemas que se han disparado. El padre ha sido dejado en un rincón oscuro, como si no tuviera ningún valor de referente para el hijo. Pero recientes estudios publicados en EE.UU. demuestran que su ausencia tiene unos efectos negativos fortísimos sobre los hijos y las hijas. Estadísticas del Departamento de Bienestar social confirman, con unas cifras absolutamente abrumadoras, que los niños internados en centros de desintoxicación, los que han abandonado el colegio, los que experimentan el fracaso escolar, los que padecen patologías como la hiperactividad, trastornos de personalidad o mayores problemas con drogas, son, en un 85 o 90 por ciento, los que carecen de la figura del padre en casa.

Antes, cuando el padre estaba ausente del hogar por motivos de trabajo o por guerras, su presencia simbólica se daba por medio de la madre. El niño crecía sabiendo que había una figura paterna a la que había que respetar. Sin embargo, ahora se ha producido un desprestigio de esta figura. Desde la revolución del 68, con esa famosa expresión de las mujeres de “mi cuerpo es mío”, la maternidad depende absolutamente de la madre. Con los medios anticonceptivos y con el aborto, la mujer es quien decide cuándo y cómo tiene al hijo, con lo que el padre pasa a un segundo plano. Las técnicas de reproducción asistida le permiten a la mujer incluso prescindir físicamente de él.

Si el hombre sale perdiendo, salimos perdiendo todos; las mujeres también

Un modelo de masculinidad
¿Es realmente necesario el modelo paterno? ¿No será mejor a veces la falta de modelo que un mal modelo?

—Un no-modelo, en ningún caso. El niño, sobre todo el varón, necesita un modelo de masculinidad adecuada. Si el padre falta, es muy recomendable que exista un patrón alternativo —un tío, un profesor, un sacerdote— que le dé un modelo de masculinidad equilibrada. Se ha demostrado que cuando este falta, los niños tienden curiosamente a radicalizar los estereotipos machistas, a tener una masculinidad exagerada. No saben comportarse como chicos y entonces, para reafirmarse, tienden a actitudes muy machistas, exacerbadas, radicalizadas, lo cual no es bueno, porque puede dar lugar a esas cifras elevadas de violencia doméstica que tenemos actualmente.

Sí: un padre es necesario porque todas las virtudes de una madre en la educación del hijo pueden convertirse en un defecto si no hay un padre que las equilibre. Ella posee una tendencia natural a darlo todo por el hijo, que es una especie de apéndice suyo, y en ese amor desmesurado que le profesa tiende a evitarle el esfuerzo, el sacrificio, el sufrimiento.

Es una actitud profundamente limitativa para el niño, que no adquiere autonomía. Y muchas veces, cuando llega a la adolescencia, de hecho puede volverse agresivo contra la madre, en busca de su independencia. La madre que lo ha dado todo desmesuradamente, al no contar con los límites de la función paterna, puede encontrar ese desequilibrio en los hijos.

El papel del padre es fundamentalmente el de separación de la madre respecto al hijo. Esa unión, en ausencia del padre, se vuelve insana para ambos. ¿Cuántos niños hay que son el paño de lágrimas de sus madres, sus confidentes, y que crean un universo cerrado que es malo para ambos?

Pues bien: el padre viene a romper ese universo cerrado, a hacer un puente con el mundo exterior. Él le muestra al hijo el mundo de lo público, de lo profesional, el del sufrimiento, la exigencia y la fortaleza. El amor de madre suele ser más físico, más proteccionista, más sustitutivo: si el hijo no sabe o tarda en abrocharse los cordones, la madre lo hace. La actitud del padre es la contraria: le anima a hacerlo él solo, lo cual le genera una mayor autonomía y una personalidad más fuerte.

Nosotras tendemos a meter a nuestros hijos en una especie de útero virtual, donde no hay sufrimiento, no hay problemas, y luego, cuando llegan a la realidad de la vida, pueden sentir mucha frustración si no ha habido un padre que les enfrente con ella, lo que, por supuesto, ha de hacerse con mucha afectividad.

Dejar ejercer al padre
En su libro, usted habla de una retirada del padre, arrinconado por la ideología de género imperante. ¿Le parece que el hombre está en una franca huida pese a su deseo, o que le es una retirada “grata”?

—No, grata en ningún caso. Actualmente, por suerte, cada vez hay más padres que quieren implicarse. Sorprende la asistencia paterna a las reuniones en los colegios, y que cada vez más hombres piden permiso de paternidad, o jornadas partidas para poder disfrutar de sus hijos. Pero sí es verdad que hay una actitud femenina que los lleva a la frustración y a acabar huyendo. Han sido muchos siglos de dominación femenina del hogar, y queremos seguir mandando en él, ¡a pesar de que trabajamos fuera!

Muchas veces las mujeres nos quejamos de que el hombre no ayuda en casa, en la crianza de los hijos, y sin embargo, no le dejamos entrar en el hogar porque ponemos nuestras pautas como si fueran las únicas válidas. Queremos que actúe a nuestra manera femenina, maternal, por lo que es imposible que él se adapte. Lo único que conseguiremos es que se frustre, que no nos guste cómo lo hace, y que acabe retirándose, sintiéndose un estorbo.

La mujer tiene que comprender que la ideología de género, que nos ha hecho muchísimo daño en la relación de pareja y en la relación familiar, es falsa. Cuando partimos de que hay una identidad entre los sexos y les pedimos a nuestros maridos que actúen como si fueran mujeres, les generamos frustración y desencanto. Los tratamos como si fueran mujeres defectuosas, madres defectuosas y no padres.

Cuando falta el modelo masculino los niños tienden curiosamente a radicalizar los estereotipos machistas

Pero su forma de actuar es distinta. Un ejemplo: muchas veces las madres bañamos a nuestros bebés con caricias, con aceites, con música de fondo, y estamos dos horas con el baño. El padre, en cambio, sumerge al bebé en el agua tres segundos, le pasa la esponja en un minuto, y ya está. A pesar de esa aparente brusquedad, el niño está bien lavado, bien querido. Por eso, censurarles, tacharles de inútiles en tareas que ellos hacen a su manera, es un arma arrojadiza, porque acaba perjudicándonos a nosotras.

La influencia del profesor
Miremos un momento a la escuela: según explica usted, las mujeres son mayoría en la docencia, pero el estudiante también necesita ver delante de sí al profesor, a la figura masculina que le pone límites.

—Ahora mismo en España tenemos, en educación infantil y primaria, más de un 90% de profesorado femenino. Y es verdad que muchos niños viven en un mundo absolutamente feminizado, porque después de estar en casa con sus madres, en la escuela están con mujeres. Viven en un mundo en que el ideal femenino es el válido.

Volvamos un momento a la ideología de género: los niños, cuando se consideran idénticos a las niñas en la escuela, sufren muchísima frustración, porque se les exige que vayan al mismo ritmo de ellas, lo cual es imposible, porque ellas maduran cerebralmente antes, es un hecho biológico. Exigirles a los chicos el mismo ritmo es una fuente de frustración.

Por otra parte, para las profesoras, los niños llegan a ser un poco agotadores, porque ellos, como consecuencia de la influencia de la testosterona en su cuerpo y en su cerebro, experimentan un crecimiento muscular que no tienen las niñas y que les induce a moverse más, a estar más inquietos, y son más indisciplinados porque la capacidad de autocontrol no llega a desarrollarse del todo en el varón hasta aproximadamente los 25 años (el córtex frontal también lleva un retraso respecto al de la niñas).

Una figura masculina los va a comprender mejor. Es curioso el efecto balsámico que tiene la presencia de un profesor sobre los muchachos, mientras que a una profesora acaban desbordándola. Los niños necesitan más autoridad y disciplina que las niñas, y en un marco de afectividad, un hombre puede garantizarlas mejor que una mujer.

Entonces, ¿es hora de implantar cuotas masculinas en el profesorado?

—Yo soy contraria a las cuotas en la política, en la educación y en todos los sitios. Que adquiera un puesto aquel que se lo merezca y el que, en ejercicio de su libertad, lo haya alcanzado y lo quiera tener. Tampoco podemos poner cuotas en las ingenierías: sigue habiendo solo un 24 por ciento de mujeres en carreras técnicas, y los responsables de la educación se dan de cabezazos porque quieren que estas accedan en mayor medida a las ingenierías. Hay que tener en cuenta la libertad de la mujer: si quiere ser ingeniera, tiene todas las dotes de cualquier hombre para llegar tan lejos como él. Las cuotas son imposiciones, y las imposiciones nunca son buenas.

Recuperar al hombre
Por último, ¿le parece que queda tiempo y disposición para revertir el ninguneo social de la figura paterna y masculina en general?.

—¡Tiene que haberlos!, en beneficio de la sociedad y del futuro de las generaciones actuales. En EE.UU. y Australia se está prestando una gran atención al tema, porque se han dado cuenta de que la sociedad, ante la carencia de la figura paterna, está yendo por derroteros que nos perjudican a todos. El hecho de que la ausencia paterna provoque mayores índices de drogodependencia, mayor agresividad en los muchachos, mayores cifras de delincuencia, es un problema social muy grave, y hay que adoptar medidas cuanto antes.

Estamos viviendo una época en la que, como consecuencia de toda la lucha por la emancipación de la mujer, las políticas siguen centrándose en ella, como si no existiera una necesidad de políticas a favor del hombre. Es algo erróneo: si el hombre sale perdiendo, salimos perdiendo todos; las mujeres también. La mejor defensa de la maternidad y la mujer es una inteligente política de defensa del hombre y la paternidad.


“Padres destronados”

Seleccionamos algunos fragmentos del libro de María Calvo “Padres destronados”. Ed. Toromítico. Córdoba (2014). 156 págs. 14 .

En vez de padre, “segunda madre”. El modelo social ideal y dominante ahora es el consistente en la relación madre-hijo. La cultura psicológica actual parece confabularse con la sensibilidad femenina. Se ha difundido la convicción de que la proximidad emotiva constituye la variable decisiva para ser buenos padres. La cultura educativa que exalta exclusivamente la sensibilidad típica del código materno infravalora a los padres obligándoles a desconfiar de su instinto masculino, sintiéndose equivocados o poco adecuados.

En nuestra cultura, la intimidad y el sentimiento “verdadero” vienen definidos como femeninos. Reina la idea roussoniana de que la dirección y el consejo paterno impiden el correcto crecimiento corporal y anímico del niño. El padre solo es valorado y aceptado en la medida en que sea una especie de “segunda madre”; papel este exigido en muchas ocasiones por las propias mujeres que les recriminan no cuidar, atender o entender a los niños exactamente como ellas lo hacen. El padre queda convertido, así, en una especie de madre “defectuosa”. Los hijos captan estas recriminaciones y pierden el respeto a los padres a los que consideran inútiles y patosos en todo lo que tenga que ver con la educación y crianza de los hijos…

Los padres se hallan llenos de confusión respecto al papel que desempeñan: cualquier elevación del tono de voz puede ser calificada de autoritarismo, cualquier manifestación de masculinidad es interpretada como un ejercicio de violencia intolerable, el intento de imponer alguna norma como cabeza de familia le puede llevar a ser tachado de tirano o maltratador. El padre siente su propia autoridad como un lastre y su ejercicio le genera mala conciencia.

En este clima social imperante, intenta sobrevivir toda una generación de padres que no saben muy bien cómo desenvolverse ante una sociedad que les ha privado de su esencia, que les obliga a ocultar su masculinidad y que no les permite disfrutar de su paternidad en plenitud. Se sienten culpables y no saben exactamente de qué o por qué.

Esta falta de identidad masculina les hace tener poca confianza en sí mismos, una autoestima disminuida que conduce a muchos ellos a la frustración y que se manifiesta de diversas maneras en su vida: esforzándose por ser más femeninos; quedándose al margen de la crianza y educación de los hijos; convirtiéndose en espectadores benévolos y silenciosos de la relación madre-hijo; refugiándose en el trabajo, donde encuentran mayor comprensión y valoración que en el ámbito familiar. (Págs. 16-17).

Con un hombre en casa la mujer descansa. La colaboración del hombre en las labores domésticas y en la educación de los hijos debe ser reconocida socialmente, pero también y muy especialmente por su mujer, mostrándole admiración, sin críticas, censuras o correcciones constantes. Así, se sentirán valorados y colaborarán más fácilmente, sabiéndose necesarios y queridos. Su intervención voluntaria y diaria no será más un acto realizado por justicia hacia la mujer, sino fruto del convencimiento personal de que tal labor le ayuda a mejorar como persona y le une más a su mujer y a sus hijos, le enriquece y le proporciona virtudes muy valiosas también luego en el ejercicio profesional. (Pág. 119)..

Actualmente cerca de un 40% de madres se las arreglan sin un hombre en casa, con graves consecuencias para la estabilidad emocional y el equilibrio personal del niño y de ellas mismas, que acaban sobrecargadas y estresadas, responsabilizándose solas del trabajo, la educación de los niños y las tareas del hogar. La colaboración responsable del padre en el hogar resulta imprescindible para que la mujer alcance una verdadera conciliación de la vida familiar y laboral. Supondrá una mayor tranquilidad para aquella saber que cuenta con un hombre que la comprende y que está dispuesto a asumir las obligaciones que sean necesarias. Esto permite a la mujer sentirse acompañada y la libera del sentimiento de soledad típico de muchas madres trabajadoras. (Pág. 125).

Implicarse en la vida de los hijos. El padre representa una instancia de frustración para el hijo. Padre es aquel que, en la intimidad del amor, frustra adecuadamente a su hijo. La frustración es fundamental en todo proceso educativo, pues quien no aprende a lidiar con las contrariedades y fracasos nunca madurará. (…) Educar es, pues, frustrar, confrontar al hijo con una realidad esencial de la vida: no se puede todo, las cosas no salen siempre como uno pretende, y esto no es una falla, una anomalía, ni una injusticia. Simplemente es la vida real. Son muchos los expertos que mantienen que quien en su infancia no ha tenido experiencias de frustración o no ha aprendido a canalizarlas, será un candidato idóneo para sufrir conflictos psíquicos en la edad adulta. (Pág. 68)..

Es fundamental que los padres se involucren en las actividades diarias de los hijos. Los niños son más propensos a confiar en su padre y buscar en él apoyo emocional cuando el progenitor está implicado e interesado en su vida. Y los niños muestran un mayor nivel académico y menores problemas de disciplina si sus padres, con afectividad, les imponen normas claras, prohibiciones razonadas y límites a su comportamiento. (Pág.123).

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