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Retrato estadístico de la familia española

publicado
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Los hogares no familiares siguen siendo minoritarios
Que la gente vive en familia es algo que en buena parte de Europa occidental ya no se puede dar por supuesto, pero que sigue siendo cierto para la gran mayoría de los españoles. La proporción de hogares familiares es en España del 86,5%, notablemente superior a la media europea. La razón es que los divorcios, las uniones de hecho y la vida en soledad alcanzan cotas relativamente bajas. Pero el ya apreciable descenso de los matrimonios y, sobre todo, la drástica caída de la fecundidad permiten prever un futuro con menos hogares familiares y familias más pequeñas. Esto se deduce del estudio de la sociedad española que acaba de publicar el Instituto Nacional de Estadística (1).

Cuando la familia retrocede, las estadísticas lo reflejan en la estructura de los hogares. Tres son las categorías cuyo crecimiento es más sintomático: los hogares monoparentales, que aumentan por efecto de divorcios, separaciones y uniones informales y efímeras; los unipersonales, que a menudo tienen el mismo origen y corresponden al otro miembro de la pareja rota; y los hogares no familiares, donde conviven personas no emparentadas: aquí se incluyen las uniones maritales de hecho (aunque algunas estadísticas las consideran familias).

Los tres tipos han proliferado en la Unión Europea. Según Eurostat, en 1981 los hogares monoparentales -en la gran mayoría de los casos encabezados por la madre- eran, por ejemplo, el 8,4% en Gran Bretaña y el 8,1% en Italia; España (7%) ocupaba el cuarto lugar, ex aequo con Dinamarca, Bélgica y Luxemburgo. El último informe del INE no trae datos específicos sobre tales hogares, pero un artículo reciente del sociólogo Emilio Lamo de Espinosa (2), que maneja otras fuentes, permite ver la evolución. Al final de la década pasada, la tasa española alcanzó el 9,4%. El 86% de esos hogares están encabezados por la madre.

También han aumentado las personas que viven solas. Sin embargo, en España las rupturas familiares han influido en esto relativamente poco. La mayoría (57%) de los hogares unipersonales son de viudos, mientras que los de divorciados o separados son sólo el 5,3%, proporción mucho menor que, por ejemplo, en Alemania (18%). Además, el porcentaje de hogares unipersonales (10,8%) es muy inferior a la media de la UE (22,3% en 1981, año en que España registraba un 10,2%). Según Lamo de Espinosa, un motivo principal de la peculiaridad española -junto a la baja tasa de divorcios- es que los hijos prolongan su convivencia con los padres mucho más que en otros países europeos, donde los jóvenes constituyen buena parte de los hogares unipersonales. El INE señala que el 75,3% de las mujeres y el 61,7% de los varones españoles de 20 a 29 años siguen aún en la casa paterna.

A fin de cuentas, resulta un claro predominio de los hogares familiares de cualquier tipo, que son el 86,5%, más que en cualquier otro país de la UE. Todas las demás naciones, a excepción de Portugal, habían superado en 1982 el 20% de hogares no familiares. Pero el avance de hogares no familiares es ya importante (ver cuadro 1).

Familias más pequeñas

También es alto dentro de la UE el número medio de miembros en los hogares españoles. Pero va en paulatino descenso (ver cuadro 2). En este siglo el tamaño medio de los hogares ha pasado de 3,87 personas en 1900 a 3,28 en 1991; pero aún es el más elevado de la UE, junto con el de Irlanda (la media de la Unión en 1982 era 2,8). En España, los hogares de dos a cuatro miembros son los más numerosos (66,4%), y a continuación los de cinco o más (20,2%), que presentan el porcentaje más alto de la UE después del 25,5% de Irlanda. Ahora bien, las familias numerosas se van haciendo cada vez más raras, pues en 1970 los hogares españoles con al menos cinco personas eran el 33,5%.

Evidentemente, esta evolución se debe a que faltan niños. Las familias sin hijos son relativamente escasas en España, pero también es poco abundante la prole de las que la tienen. Aunque en el 40,3% de los hogares vive algún menor de 15 años, en el 49% de ellos hay uno solo.

Por otra parte, disminuyen mucho las familias extensas, como se aprecia en el cuadro 1. Así, la frecuencia con que niños o jóvenes conviven con personas mayores es hoy pequeña: sólo en el 7,7% de los hogares coinciden menores de 25 años con mayores de 65, y en el 2,5% niños o jóvenes con mayores de 80 años.

Menos matrimonios y más tardíos

A la vista de la estructura de los hogares, Lamo de Espinosa concluye que la sociedad española es todavía muy familiar, pero vive de las rentas del pasado. En su opinión, la evolución previsible -si no inevitable- es hacia más hogares y menos familias, con aumento de solitarios y formas de convivencia no familiar. Para comprender las causas, importa examinar la «historia» de los hogares españoles: cómo se forman, qué fecundidad tienen, cómo se disuelven.

El primer dato que augura la disminución de las familias es el descenso de la nupcialidad. La tasa anual de matrimonios por mil habitantes baja en toda Europa. En España ha pasado de 7,8 en 1960 a 5,6 en 1991, por debajo de la media de la UE (5,7). Los matrimonios civiles han pasado del 9,7% en 1982 al 20,6% en 1992.

La menor nupcialidad se debe, en primer lugar, al retraso del matrimonio, pues en esos 31 años el descenso de la nupcialidad no ha sido continuo. En los años 60, la edad nupcial (edad a la que se contrae matrimonio) experimentó una baja considerable que puede atribuirse, entre otras causas, a la estabilidad económica y a una disponibilidad de viviendas muy superior a la de tiempos anteriores. Esto favoreció una temprana emancipación de los jóvenes. Pero esta tendencia concluyó en los años 80.

Así, en el periodo 1966-1970 la edad nupcial media estaba en 27,8 años para los varones y en 24,6 para las mujeres. Estas edades han ido subiendo poco a poco, hasta alcanzar en 1991 los 28,4 años en el caso de los varones y los 25,9 en el de las mujeres. Resulta significativo que el retraso entre las mujeres (1,3 años) es más del doble que entre los hombres (0,6). Esto refleja la incorporación de las mujeres, en estos años, a los estudios superiores y al empleo a partir de unos niveles notablemente más bajos que los de los hombres.

El divorcio sigue siendo excepcional

El descenso de la nupcialidad remite a la cuestión de las uniones de hecho. Han aumentado, desde luego; pero son, hoy por hoy, un fenómeno minoritario: sólo el 1,6% del total de parejas, calcula el INE. Ni estas uniones ni el divorcio han roto el predominio absoluto del matrimonio. El 96% de las parejas españolas casadas conservan su primer matrimonio. Como cabía esperar, la estabilidad de las uniones maritales es menor: sólo el 62,4% de las parejas no casadas dicen mantenerse en su primera unión.

Desde luego, el divorcio no es un fenómeno espectacular en España. De los matrimonios contraídos por los españoles a lo largo de su vida, en los que aún vive alguno de los cónyuges, sólo el 3% han terminado en divorcio, separación o anulación. La tasa de divorcios por mil habitantes es el 0,6 en España, frente a 1,7 de media en la UE y al 2,9 en el Reino Unido, que registra el índice más alto. Por tanto, la proporción de familias españolas recompuestas (constituidas por al menos un divorciado) es baja: 4%.

Al examinar la evolución de las rupturas matrimoniales en España, se observa un incremento moderado hasta la década de los años 80, y una aceleración considerable después. El 39,3% de las disoluciones se ha producido de 1985 a 1990 (último año que contempla el informe del INE), prácticamente el mismo número que en el decenio anterior (39,2%).

La fecundidad, en caída libre

La evolución de la nupcialidad, las uniones de hecho y los divorcios tienen consecuencias en el número de hijos. El descenso de la fecundidad es el dato espectacular de la historia reciente de la familia española (ver cuadro 3), que ha caído a uno de los índices más bajos del mundo (1,2 hijos por mujer). En esto, España ha traspasado hacia abajo el umbral de reemplazo de generaciones (2,1 hijos por mujer) más tarde que los demás países europeos, pero después ha adelantado a todos, excepto Italia, en la caída.

El retraso del matrimonio tiene algo que ver con esto, pues hace que se acorte el periodo fecundo de los matrimonios. También influye el aumento de uniones de hecho, que son mucho menos fecundas que las matrimoniales (ver cuadro 4). De modo que el incremento de hijos extramatrimoniales (de 3,9% en 1980 a 9,6% en 1990, muy por debajo de la media de la UE, que es el 18,6%) no sirve para detener el descenso. Lo mismo hay que decir de los divorcios: la descendencia final media de los matrimonios disueltos (2,3 hijos) es menor que la de los no disueltos (2,7 hijos).

Pero no hay proporción entre esos fenómenos y la tendencia de la fecundidad. Lo más importante es que, por razones que no es fácil descubrir en las estadísticas, los españoles quieren tener menos hijos que antes. La fecundidad conyugal presenta un importante descenso desde los 3,7 hijos en los matrimonios contraídos antes de 1941 hasta los 2,3 hijos en los formados en la década de los 70 (últimos de los que cabe considerar que la descendencia actual equivale a la descendencia final).

La encuesta de fecundidad realizada por el INE en 1985 revela cuántos hijos en total desearían tener las españolas según la edad, el nivel de instrucción y otras circunstancias. La media general es 2,2 hijos, y las medias de los diversos grupos son más bajas cuanto menor es la edad de las encuestadas: de 2,68 hijos para las mayores de 45 años a 1,88 hijos para las de 18-19 años. También es menor el deseo de hijos entre las mujeres que han trabajado fuera del hogar alguna vez (2,17) que entre las que no han trabajado nunca (2,27). Asimismo, las medias descienden a medida que aumenta el nivel de estudios.

Cuando se pasa del deseo a la realidad, se observan las mismas tendencias. En 1991 la descendencia media de las mujeres que habían trabajado alguna vez era de 2,3 hijos; las otras habían tenido 2,8. Las mujeres con título universitario tienen de media 2 hijos; las mujeres sin estudios, 3,6. De todas formas, las diferencias entre unas y otras no son sólo de aspiraciones, sino también de condicionamientos reales: por ejemplo, las mujeres que realizan estudios superiores se casan más tarde.

Otra aproximación al mismo asunto es el estudio de los hijos que tienen los matrimonios en el primer decenio después de la boda, el periodo más fecundo. Si se atiende al año de inicio del matrimonio, resulta que en todos los quinquenios hasta 1970 el número de hijos tenidos en los diez primeros años permanece estable en torno a 2,3-2,4. Después comienza el descenso: 2,1 hijos para los matrimonios iniciados en 1971-1975; 1,9 para los del siguiente quinquenio, y 1,8 para los casados después de 1981.

El aborto es un medio cada vez más importante para reducir la fecundidad. Desde el 4% respecto a los nacidos vivos en 1987, los abortos legales declarados han subido a la considerable proporción de 10,6%. Pero España está aún lejos de otros países europeos, como Dinamarca (30,7%), Italia (27,8%) o Gran Bretaña (24%).

Para asegurar el futuro

En resumidas cuentas, que la familia pierda terreno no es de buen augurio. Para Lamo de Espinosa, el avance de otros regímenes de vida no puede considerarse, sin más, una emergencia de «nuevas formas» de familia, simplemente distintas de la «tradicional», como a veces se dice. «Esas nuevas formas son en gran medida resultado de una descomposición y/o desaparición de la familia».

Son conocidos los problemas que ya empieza a plantear el descenso de la fecundidad para el sostenimiento y atención de los mayores, y para el sistema de pensiones. Junto a eso, Lamo de Espinosa señala las consecuencias en la convivencia y en los comportamientos. En términos sociales, dice, es negativo el paso de una sociedad de familias a una sociedad de individuos. La familia es la más importante de las pocas instituciones que no se rigen por el principio de reciprocidad, donde se da sin esperar recibir. Su retroceso en favor de los individuos «fomenta la anomia, la falta de comunicación, el desinterés por el futuro, la desafección política; desincentiva el ahorro y la generosidad inter e intrageneracional».

Ahora bien, afirma este sociólogo, «si pretendemos que aumente la natalidad, debemos favorecer antes la nupcialidad». No sirve una «solución nórdica», con recuperación de la natalidad pero fuera del matrimonio. Eso no sería suficiente y, además, conduciría a una «feminización» de la pobreza -como se observa especialmente en Estados Unidos y en Gran Bretaña- y a la proliferación de niños criados sin padre.

Lamo de Espinosa concluye que para estimular la nupcialidad en la sociedad española, que es «profunda y seriamente familista», basta casi sólo eliminar los perjuicios comparativos que en lo material sufren actualmente las familias: las dificultades para acceder a una vivienda; la dura regulación de la herencia, que desincentiva a los padres a trabajar y ahorrar para sus hijos, y desvincula a éstos de la economía doméstica; el tratamiento fiscal de la familia, pues el coste -no sólo en dinero- de la crianza de los hijos es incomparable con las exiguas ventajas fiscales. En fin, «una sociedad que no valora el esfuerzo que realizan los padres y madres (…) está despreciando su futuro».

Pablo de Santiago y Rafael Serrano_________________________(1) Panorámica social de España. 1994. INE. Madrid (1995). 841 págs.(2) Cfr. Emilio Lamo de Espinosa, «¿Nuevas formas de familia?», en Claves de Razón Práctica (marzo 1995).

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