Paternidad: un seguro de vida para las hijas

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Tendemos a pensar que las madres son las principales educadoras de sus hijas, mientras que a los padres les corresponde un papel secundario. Esta distribución de roles olvida que, además de los cuidados y la relación materna, ellas necesitan un padre que les dedique tiempo y atención. Así lo defiende Meg Meeker, pediatra y consejera familiar, en su libro Padres fuertes, hijas felices (1).

A los dieciocho años, Ainsley se marchó de casa para estudiar en una prestigiosa universidad americana. Durante el primer curso todo marchó sobre ruedas: hizo muchas amigas y sacó buenas notas. Pero luego la cosa se torció. Empezó a beber demasiado, dejó de asistir a clase y, al final, fue expulsada de la universidad.

Al regresar a casa, su madre se mostró inflexible. “Te has comportado estúpidamente”, le dijo. “Has arrojado tu futuro por la ventana. Has avergonzado a tu familia”. En mitad de la bronca, su padre se acercó a Ainsley y le susurró: “¿Te encuentras bien?” Ella rompió a llorar.

“No se puede imaginar cómo me afectó aquello”, explica Ainsley a la doctora Meeker. “Eso pasó hace treinta años. El amor que siento por mi padre en este momento es algo tan fresco y tan reciente como lo fue entonces (…) Supe que era a mí, y no a los logros que pudiese alcanzar, a quien realmente amaba”.

El caso de Ainsley es uno de los muchos relatos que Meeker ha escuchado en su consulta. Tras veinte años de experiencia clínica, asegura que el padre es la figura más influyente en la vida de sus hijas. Un padre, dice, puede marcar la diferencia.

Un ambiente difícil

Por su experiencia, Meg Meeker señala que las chicas de hoy se encuentran expuestas a más riesgos que las de antes (trastornos alimentarios, enfermedades de transmisión sexual, depresión, fracaso escolar, alcohol, drogas…); por eso, los padres deben interponerse entre ellas y el ambiente social que las rodea.

Vogue y Cosmopolitan le dirán a su hija de dieciocho (o de diez) años que su valor e importancia se basan en tener una figura esbelta y un pecho atractivo, en llevar vestidos caros y a la moda y en ser una de esas chicas en las que se fijan los hombres”.

Meeker pide realismo a los padres. El hecho de que sus hijas estudien en un colegio privado o en uno religioso, dice, no las inmuniza contra el ambiente. Entonces, ¿qué se puede hacer? “Sí, es cierto que tanto la televisión como la música, las películas y las revistas ejercen una enorme influencia sobre las chicas, marcando las pautas de lo que deben pensar y vestir (…); pero su influencia no llega ni con mucho a la que puede ejercer un padre”.

Ella necesita un héroe

Después de algunos meses de separación, Doug decidió volver a vivir con su mujer. Durante las primeras vacaciones que pasaron juntos sufrieron un terrible accidente de coche y ella se quedó en coma; al despertar, no recordaba nada. Entonces Doug cambió su plan de vida; se jubiló anticipadamente y se hizo cargo de su mujer y de sus hijas.

Doug es un héroe porque salvó a su familia. Nadie le llega a la suela de los zapatos. Así lo piensa Mindy, su hija mayor: “Quizás otro padre no hubiera sido capaz de hacerlo: despertar cada mañana a una esposa que no te conoce y volver a enseñarle el contenido de veinticinco años de matrimonio. Pero él nunca se rindió”.

Con frecuencia las chicas asignan el papel de héroe a su padre, normalmente sin que él lo sepa. Desde pequeñas piensan que ellos son los más fuertes, los más inteligentes y los más capacitados del mundo. Cuando las hijas crecen se dan cuenta de que, en realidad, sus padres son personas corrientes. Pero no importa: ellas seguirán pensando que son héroes, siempre que ellos vivan con integridad y honradez.

Las chicas esperan que el matrimonio de sus padres dure, aunque esto suponga muchos sacrificios. Si un padre permanece junto a su mujer a pesar de las dificultades, se convertirá en un héroe para su hija. Pero si la abandona, el héroe se derrumba. Es aquí donde entra en juego la fidelidad.

Tiempo y atención

Antes de que Allison ingresara en un centro de rehabilitación, su padre pasó un fin de semana con ella en un camping. No hubo entre ellos conversaciones turbulentas. Ni siquiera hablaron sobre el malhumor de Allison. Se limitaron a hacer caminatas, a cocinar juntos y a leer. Tras regresar a casa, ella se marchó al centro de rehabilitación para una estancia de ocho meses.

“Aquel fin de semana me di cuenta de que él era inquebrantable”, explica Allison. “Por supuesto que tenía que sentirse muy mal; pero vi entonces que, hiciera yo lo que hiciese, nunca podría apartarlo de mi vida. No puede imaginarse el bien que me hizo eso. Naturalmente no quise decírselo entonces. Pero aquellos días de camping lo cambiaron todo. Creo que me salvó la vida”.

La mayoría de los padres se alejan de sus hijas adolescentes pensando que necesitan más libertad y más espacio para desarrollar sus actividades. Frente a este modo de pensar, Meeker recomienda a los padres que pasen tiempo con sus hijas y que les presten atención. “Haga lo que haría naturalmente, como hombre que es: pase más tiempo escuchando que hablando. Si la escucha, ella se sentirá querida”.

La cultura dominante nos ha hecho olvidar que los hombres y las mujeres piensan de forma diferente. Un padre puede ver un partido de fútbol con su hijo, sin decir una palabra, y sentirse los dos a gusto. Pero las hijas no están hechas de la misma pasta. “Esté donde esté, asegúrese de que ella percibe que usted se da cuenta de que está a su lado. Hágale preguntas y escúchela. Las chicas odian sentirse invisibles”.

Atreverse a establecer reglas

En la década de los setenta del siglo XX, el padre fue presentado como una figura autoritaria que pretendía imponer sus normas a una juventud ansiosa de libertad. Hoy en día esta idea ha calado en la mente de muchos padres; temen que si imponen a sus hijas demasiados límites, ellas se rebelarán.

Frente a este planteamiento, Meeker asegura que la autoridad no provoca traumas a las hijas; al contrario, es lo que más les acerca a sus padres y lo que hace que les respeten más. De hecho, su experiencia es que muchas chicas problemáticas e infelices han tenido padres permisivos.

Algunas de estas chicas acuden a la consulta de Meeker y se quejan de que sus padres nunca se han atrevido a establecer reglas. “Hablan de padres que quisieron evitar a toda costa cualquier tipo de conflicto, y que, por consiguiente, no han querido comprometerse hablando con sus hijas, o enfrentándose a ellas cuando se equivocaban en sus decisiones”.

Meeker considera que los padres tienen que recuperar la confianza en sí mismos y no tener miedo a educar según les dicte el sentido común.

“Permítame que le cuente un secreto sobre las hijas de todas las edades: les gusta presumir de lo duros que son sus padres, no sólo físicamente, sino también de lo estrictos y exigentes que son con ellas. ¿Por qué? Porque esto les permite darse tono sobre lo mucho que ellos las quieren”.

La religión importa

A nadie le extraña que los padres traten de enseñar a sus hijos todo lo que saben de literatura, matemáticas, historia o geografía. Sin embargo, cuando se trata de hablarles sobre Dios, algunos padres optan por escurrir el bulto. Es preferible, piensan, dejarles libres y no imponerles las propias convicciones religiosas.

Este modo de pensar, explica Meeker, no tiene en cuenta un dato básico: que todos los seres humanos tenemos un interés natural por lo religioso.

“Los niños -explica Meeker- siempre quieren saberlo todo sobre Dios. Sus preguntas son intuitivas. Si usted no proporciona una guía a su hija, ella buscará las respuestas por su cuenta; lo que quiere decir que su autoridad quedará suplantada por la de otra persona”.

“Su hija necesita a Dios por dos razones: porque necesita ayuda y porque necesita esperanza. Él le proporciona esa ayuda y le promete que su futuro será mejor”, concluye Meeker.

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(1) Meg Meeker. Padres fuertes, hijas felices. Ciudadela. Madrid (2008). 248 págs. 21 . T.o.: Strong Fathers, Strong Daughters. Traducción: Mariano Vázquez Alonso.

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