Los hijos únicos que hablan con el hermano no nacido

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«Se va extendiendo un nuevo síndrome entre los hijos únicos. ¿Hablan solos? No. Hablan al hermano no nacido». Este es el diagnóstico que comenta Marina Corradi en Avvenire (31 enero 2004).

Dentro del gran número de hijos únicos en las familias italianas, hay ya niños que imaginan ante sus ojos al hermano que no tienen. Que hablan con él, que juegan, que acompañan a su invisible compañero con la extraordinaria capacidad imaginativa de la infancia. Lo cuenta el profesor Andreoli al explicar los cambios de la familia. Confirma este vacío, en una reciente entrevista a Avvenire, el decano de los neuropsiquiatras infantiles de Italia, Giovanni Bolea: muchas de sus consultas concluyen con una receta en la que el veterano profesor prescribe literalmente: un hermano antes de un año como mucho.

Es doloroso imaginar, en los pequeños apartamentos de nuestras ciudades, a estos niños solos ante la televisión durante las largas tardes, y que en la quietud de la casa excesivamente vacía dan vida al hermano que no han tenido. Le ponen un nombre, le enseñan los juguetes, tantos y tan caros, con los que no resulta divertido jugar solo. Le cuentan tal vez los secretos que no dicen a nadie. Hablan y el hermano responde con su misma voz.

Es un juego, al que muchos han jugado de niños, cuando que se encontraban solos durante largo tiempo. Algunas veces estos diálogos imaginarios han encendido la primera chispa de una creatividad fabuladora, el talento de una gran fantasía. Pero conmueve que semejante fenómeno se extienda y llegue a ser tan común por la ausencia constante de un hermano. Hasta hoy, los hombres crecían en compañía; quién sabe el modo en que serán distintos estos niños solitarios obligados a imaginarse un compañero. Sin la experiencia de aquellas alianzas o de la rivalidad profunda que une visceralmente a los hijos de la misma madre, sin la lucha por conquistar su cariño, ni la solidaridad en compartir los castigos. Sin disputas, sin tener choques y hacer las paces, sin dormirse juntos en una noche de tormenta o levantarse al alba de la Navidad, esperando juntos ansiosamente la hora de abrir los regalos. Solos: aprenden que se puede y se debe vivir y arreglárselas en soledad. Dirán algunos, quizás, que esta soledad es propia de los fuertes; pero hay mucha más fuerza en la humildad de quien reconoce tener necesidad del prójimo.

Mientras son pequeños, los hijos únicos sueñan con toda la fuerza resplandeciente de los deseos infantiles. Sueñan con el hermano pedido y no nacido. Si en casa los padres oyen sus diálogos se asustan. El niño habla solo: ¿no estará mal de la cabeza? Por tanto, van al psicólogo: doctor, habla solo con un hermano que no existe. Quién sabe cuántos serán tan cuerdos como el nonagenario doctor Bolea que, sonriendo, toma papel y pluma y prescribe un inmediato embarazo a la madre.

Esperemos al menos que nadie recete a estos niños medicinas o complejos tratamientos. El tratamiento lo requerirían más bien los padres y madres que toman por enfermo a un niño que simplemente tiene un sueño: un hermano, un amigo con quien jugar, pelearse y, después, hacer las paces.

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