Legalizar las uniones de hecho es una discriminación contra la familia

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Familia, matrimonio y «uniones de hecho» (fechado el 26 julio 2000; hecho público el 21 de noviembre) es el título de un documento elaborado por el Pontificio Consejo para la Familia, donde se explica que dar carta legal a las parejas de hecho, como se está haciendo en algunos países, supone una discriminación para la familia. El texto, del que ofrecemos algunos párrafos, está dirigido especialmente a las personas con responsabilidad política.

El documento precisa que el matrimonio tiene una función social y un interés público fundamentales, mientras que la cohabitación no está en ese caso. «No parece razonable sostener que las vitales funciones de las comunidades familiares en cuyo núcleo se encuentra la institución matrimonial estable y monogámica puedan ser desempeñadas de forma masiva, estable y permanente, por las convivencias meramente afectivas» (n. 9).

De ahí que la ley no pueda considerar el matrimonio y las uniones de hecho como si fueran dos formas equiparables de convivencia. «La igualdad ante la ley debe estar presidida por el principio de justicia, lo que significa tratar lo igual como igual, y lo diferente como diferente; es decir, dar a cada uno lo que le es debido en justicia: principio de justicia que se quebraría si se diera a las uniones de hecho un tratamiento jurídico semejante o equivalente al que corresponde a la familia de fundación matrimonial. Si la familia matrimonial y las uniones de hecho no son semejantes ni equivalentes en sus deberes, funciones y servicios a la sociedad, no pueden ser semejantes ni equivalentes en el estatuto jurídico.

«El pretexto aducido para presionar hacia el reconocimiento de las uniones de hecho (es decir, su ‘no discriminación’), comporta una verdadera discriminación de la familia matrimonial, puesto que se la considera a un nivel semejante al de cualquier otra convivencia sin importar para nada que exista o no un compromiso de fidelidad recíproca y de generación-educación de los hijos» (n.10).

«Conviene tener bien presente, en la misma línea de principios, la distinción entre interés público e interés privado. En el primer caso, la sociedad y los poderes públicos deben protegerlo e incentivarlo. En el segundo caso, el Estado debe tan sólo garantizar la libertad. Donde el interés es público, interviene el derecho público. Y lo que responde a intereses privados, debe ser remitido, por el contrario, al ámbito privado. El matrimonio y la familia revisten un interés público y son núcleo fundamental de la sociedad y del Estado, y como tal deben ser reconocidos y protegidos. Dos o más personas pueden decidir vivir juntos, con dimensión sexual o sin ella, pero esa convivencia o cohabitación no reviste por ello interés público. Las autoridades públicas pueden no inmiscuirse en el fenómeno privado de esta elección. Las uniones de hecho son consecuencia de comportamientos privados y en este plano privado deberían permanecer. Su reconocimiento público o equiparación al matrimonio, y la consiguiente elevación de intereses privados a intereses públicos perjudica a la familia fundada en el matrimonio. En el matrimonio un varón y una mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole. A diferencia de las uniones de hecho, en el matrimonio se asumen compromisos y responsabilidades pública y formalmente, relevantes para la sociedad y exigibles en el ámbito jurídico» (n. 11).

«Con el reconocimiento público de las uniones de hecho, se establece un marco jurídico asimétrico: mientras la sociedad asume obligaciones respecto a los convivientes de las uniones de hecho, éstos no asumen para con la misma las obligaciones esenciales propias del matrimonio. La equiparación agrava esta situación puesto que privilegia a las uniones de hecho respecto de los matrimonios, al eximir a las primeras de deberes esenciales para con la sociedad. Se acepta de este modo una paradójica disociación que resulta en perjuicio de la institución familiar. Respecto a los recientes intentos legislativos de equiparar familia y uniones de hecho, incluso homosexuales (conviene tener presente que su reconocimiento jurídico es el primer paso hacia la equiparación), es preciso recordar a los parlamentarios su grave responsabilidad de oponerse a ellos (…). Estas iniciativas legales presentan todas las características de disconformidad con la ley natural que las hacen incompatibles con la dignidad de ley. (…) Es preciso reconocer un fundamento último del ordenamiento jurídico. No se trata, por tanto, de pretender imponer un determinado modelo de comportamiento al conjunto de la sociedad, sino de la exigencia social del reconocimiento, por parte del ordenamiento legal, de la imprescindible aportación de la familia fundada en el matrimonio al bien común. Donde la familia está en crisis, la sociedad vacila» (n. 16).

«El modo más eficaz de velar por el interés público no consiste en la cesión demagógica a grupos de presión que promueven las uniones de hecho, sino la promoción enérgica y sistemática de políticas familiares orgánicas, y que entiendan la familia fundada en el matrimonio como el centro y motor de la política social, y que cubran el extenso ámbito de los derechos de la familia» (n. 18).

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