El Papa, el divorcio y el «efecto Paulov»

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El discurso de Juan Pablo II a la Rota Romana

Roma. El redescubrimiento del valor positivo, también para la sociedad, de la indisolubilidad del matrimonio estuvo en el centro del discurso que Juan Pablo II dirigió a los miembros del Tribunal de la Rota Romana el 28 de enero, con ocasión del comienzo del año judicial. El Papa invitó a superar el pesimismo de considerar que el divorcio está tan arraigado que no vale la pena combatirlo. Alentó también a promover iniciativas destinadas a «mejorar el reconocimiento social del verdadero matrimonio».

Pero lo que atrajo más la atención fueron los pasajes del discurso en los que hizo un llamamiento para que los juristas que trabajan en el campo civil eviten verse implicados en lo que pueda significar una cooperación al divorcio. Esta recomendación del Papa fue interpretada por buena parte de la prensa italiana casi como una invitación a la desobediencia civil, de modo que se creó cierta polémica periodística, que tuvo eco también en otros países.

Sin embargo, por el tono y contenido de las reacciones de políticos y «opinionistas» se tiene la sensación de que se vuele a repetir una especie de «efecto Paulov»: las reacciones siempre son las mismas apenas se oye la música, al margen de la melodía que se interprete. Una empresa de sondeos realizó en tiempo récord una encuesta de la que se deducía que la mayoría de los italianos estaban en desacuerdo con el Papa. Vistas las cosas con sentido crítico, posiblemente hubiera resultado más interesante preguntar quién había leído realmente el discurso del Papa. Vale la pena, por tanto, recordar los puntos esenciales.

La primera parte la dedicó a subrayar que la indisolubilidad no es un añadido externo al matrimonio, sino una característica esencial. «Es preciso -dijo- superar la visión de la indisolubilidad como un límite a la libertad de los contrayentes, y por tanto, como un peso, que a veces puede resultar insoportable. Según esta concepción, la indisolubilidad sería una ley extrínseca al matrimonio, como la ‘imposición’ de una norma contra las ‘legítimas’ aspiraciones de una ulterior realización de la persona. A esto se añade la idea bastante difundida de que el matrimonio indisoluble sería propio de los creyentes, de modo que no pueden pretender ‘imponerlo’ al conjunto de la sociedad».

Juan Pablo II añadió que el matrimonio cristiano se apoya en un fundamento de derecho natural, sin el cual sería incomprensible: la clave de lectura de las propiedades esenciales del matrimonio, como la indisolubilidad, es la naturaleza del hombre. «A este diseño se han conformado innumerables hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, incluso antes de la venida del Salvador».

Dijo también que no hay que rendirse ante una «mentalidad divorcista», que puede incluso infiltrarse en el ámbito del derecho canónico bajo la forma de querer resolver los problemas matrimoniales recurriendo a la nulidad. La actividad de los tribunales eclesiásticos debe inspirarse en el valor de la indisolubilidad, lo cual no significa -precisó el Papa- un prejuicio contra las justas declaraciones de nulidad. Pero en todo caso, la actitud de la Iglesia debe ser incluso favorable a convalidar, si es posible, los matrimonios nulos.

En la última parte del discurso abordó otros aspectos públicos relacionados con la indisolubilidad. «Podría casi parecer que el divorcio está tan enraizado en ciertos ambientes sociales, que prácticamente no valga la pena seguir combatiéndolo por medio de la difusión de una mentalidad, unas costumbres y una legislación civil a favor de la indisolubilidad. Sin embargo, ¡vale la pena!».

Como indicaciones concretas señaló que «además de oponerse con decisión a todas las propuestas legales y administrativas que introduzcan el divorcio o que equiparen el matrimonio a las uniones de hecho, o incluso a las homosexuales, hay que tomar medidas jurídicas que lleven a mejorar el reconocimiento social del verdadero matrimonio en el ámbito de los ordenamientos que desgraciadamente admiten el divorcio».

Fue en este contexto en el que añadió para terminar que «los juristas que trabajan en el campo civil deben evitar verse personalmente implicados en lo que pueda suponer cooperar con el divorcio». Es una cuestión que «puede resultar difícil para los jueces, porque los ordenamientos no reconocen una objeción de conciencia para eximirlos de dictar sentencia. Por graves y proporcionados motivos, pueden actuar según los principios tradicionales de la cooperación material al mal. Pero también deben encontrar los medios eficaces para favorecer las uniones matrimoniales, sobre todo mediante una acción de conciliación sabiamente conducida».

Un caso distinto, añadió el Papa, es el de los abogados, quienes, como profesionales liberales, «deben oponerse siempre a trabajar para un fin contrario a la justicia, como es el caso del divorcio; solo pueden colaborar cuando la acción, según la intención del cliente, no esté dirigida a la ruptura del matrimonio, sino a otros efectos legítimos que solo se pueden obtener mediante la vía judicial». El Papa subrayó que «los abogados evitan así convertirse en meros técnicos al servicio de cualquier interés».

Hasta aquí lo que dijo el Papa. Desde luego, el hecho de que sea una doctrina exigente, contracorriente e impopular para los oídos de la llamada cultura dominante no justifica las tergiversaciones, o los calificativos de «fundamentalismo» que algunos adjudican a cuantos no acatan el dogma del relativismo. En realidad, la misma ley del divorcio italiana (como la de otros países) establece que los jueces intenten antes que nada la reconciliación entre los cónyuges. En el caso de los abogados, el Papa no pide la objeción de conciencia en cuanto que estos profesionales no están obligados, por lo general, a asumir la defensa de las causas que no deseen.

Diego Contreras

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