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Trascender la niebla del desencanto universitario

publicado
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Un reciente libro recoge las consideraciones, en su mayor parte autobiográficas, de dieciocho Catedráticos españoles, con predominio de eméritos o jubilados, que reflexionan, desde sus respectivas disciplinas, sobre el rumbo tomado por la universidad española. El título del libro, La universidad cercada. Testimonios de un naufragio (1), resume acertadamente la impresión general que deja en el lector esta serie de relatos, en su mayoría compuestos en torno a un único argumento: el de la esperanza frustrada, la esperanza en una institución, la universidad, llamada a desempeñar un papel crucial en el progreso cultural y científico de un país recién salido de la dictadura, y que, sin embargo, habría visto naufragar aquellas expectativas de progreso, principalmente por causas estructurales, de tipo político y económico.

El componente ético intrínseco a la investigación tiene que ver con la aceptación de la verdad que se desvela a la inteligencia

Maestros y discípulos
Tal vez el único enfoque discordante es el de Víctor Pérez-Díaz, quien en su contribución “Maestros y discípulos” consigue trascender la niebla del desencanto generado por la excesiva focalización en las estructuras, para apuntar, a mi juicio certeramente, al núcleo de la vida universitaria, al que es preciso mirar para saber si, efectivamente, la universidad ha naufragado, y también si puede renacer.

En el planteamiento de Pérez-Díaz es el carácter de los agentes –profesores y alumnos–, más que las estructuras, lo que define la universidad. “Dar importancia central al carácter de los agentes –escribe Pérez-Díaz— implica considerar que el factor principal de la calidad de la vida universitaria depende de cómo sean los profesores y los estudiantes, de lo cual son plenamente responsables, ya que cómo sean es cómo se han hecho a sí mismos” (p. 294).

Del carácter de profesores y alumnos, de la relación personal –uno a uno- que entablen entre ellos, en mayor medida que de la perfección, siempre relativa, de las estructuras, depende de manera nuclear la calidad de la vida universitaria: “Así también funciona, de uno en uno, la relación entre profesores y alumnos, y así se forman sus redes de afinidad intelectual, moral y emocional. De la firmeza de esas redes y de la calidad de lo que circula a través de ellas depende la continuidad y la calidad de la vida intelectual de una comunidad a lo largo del tiempo. Los hábitos del juicio ponderado, exigente, objetivo e imparcial, que son imprescindibles para formar el carácter intelectual, requieren confianza en uno mismo y la serenidad que da saberse parte de una comunidad que se respeta; tales hábitos requieren una sociedad de apoyo para consolidarse, a falta de lo cual nunca llegan a configurarse, o, si lo hacen, desaparecen” (p. 295).

Desde esta perspectiva, Pérez-Díaz evalúa con ponderación y acierto la evolución de la estructura universitaria en nuestro país. También él coincide con los demás autores en que la situación actual es crítica. Y lo advierte, precisamente, en el descenso de la calidad de lo que podríamos llamar “experiencia universitaria”, apreciable en el número ingente de estudiantes que pasan por la universidad sin que ésta deje en ellos “una huella indeleble, ni sentimientos intensos de gratitud y devoción. Sin que entre los alumni, los antiguos alumnos, y la universidad se puedan crear las relaciones de amistad, duradera y verdadera, que hacen que aquéllos puedan entender que su compromiso con la universidad ha sido y es para toda la vida (…)”. Como él mismo hace notar, “La presencia o la ausencia de semejantes sentimientos no es un asunto retórico menor. Es un síntoma revelador de si estamos, o no, ante instituciones con un efecto educativo profundo y permanente; porque si sentimientos de ese tenor no se dan en una universidad, es porque tampoco ésta produce ese efecto, profundo y permanente” (p. 312).

El descenso de la calidad de la experiencia universitaria se aprecia en el número ingente de estudiantes que pasan por la universidad sin que ésta deje en ellos una huella indeleble

El fin de la investigación
Cuando recojo estas palabras me encuentro todavía bajo el efecto de la última clase de María Antonia Labrada, profesora de Estética durante muchos años en la Universidad de Navarra. Ha sido una clase dirigida a graduados de Comunicación que se inician en la investigación, a la que nos hemos sumado algunos Profesores del Departamento de Filosofía y de la Facultad de Comunicación, así como todos los alumnos del Grado y el Máster de Filosofía que han tenido la fortuna de asistir a sus clases en los últimos años. El tema de la clase “El fin de la investigación”, no aludía –como alguien podría pensar en la actual coyuntura económica– al término de la actividad investigadora por ausencia de dinero, ni mucho menos, como cabría conjeturar a partir de algunos testimonios recogidos en el libro, al naufragio de las expectativas de poder, influencia y reconocimiento en los que algunos, equivocados, podían haber cifrado más o menos conscientemente sus esperanzas.

En el contexto de una clase dirigida a graduados que se inician en la investigación, el término “fin” significa, más bien, aquello que buscamos cuando hacemos ciencia –cada uno en su ámbito propio—, y que en modo alguno se puede identificar con el “producto”, o el “resultado” más inmediato de la investigación, ni con ninguno de los objetivos parciales que nos proponemos –o que nos proponen– a la hora de llevar a cabo cualquier proyecto investigador. Confundir el fin de la investigación con esos objetivos parciales más o menos evaluables –argumentaba la Prof. Labrada– sería dar entrada al pragmatismo, que corrompe la auténtica naturaleza de la investigación y a medio plazo siempre desencanta.

Lo que buscamos al hacer ciencia debe tener en cuenta esos objetivos, pero no se identifica con ellos; no comparece temáticamente mientras investigamos, ni siquiera cuando, en medio de nuestras investigaciones, damos con una perspectiva, una luz, que permite entender mejor el trabajo argumentativo en el que andamos embarcados; tiene que ver, más bien, con lo que llamamos “sabiduría”, que entraña advertir el lugar que ocupa el propio conocimiento, la propia ciencia, en el vasto campo del saber, momento en el que el investigador hace su propia experiencia personal de la verdad.

En ello –subrayaba María Antonia Labrada– va implícito el componente ético intrínseco a la investigación, el cual tiene que ver, nada más y nada menos, con la aceptación de la verdad que se desvela a la inteligencia, y que nunca deja indiferente, porque conmueve de un modo profundo, en modo alguno reemplazable –me gustaría añadir—por las gratificaciones de la sociedad consumista.

Conmoción intelectual
Pienso que es esa clase de conmoción intelectual, por lo general invisible, la que presta autenticidad al diálogo propiamente universitario, entre colegas, entre profesores y alumnos; lo que puede dejar una huella imborrable en quien pasa por la universidad, y le da elementos de discernimiento para su vida, que difícilmente podrá encontrar en otro lugar –desde luego no en el ámbito de la cultura mediática–.

Por eso, a la hora de evaluar la coyuntura actual de la universidad –dentro y fuera de nuestras fronteras– deberíamos preguntarnos si esta clase de experiencia –en último término, la experiencia de la verdad– sigue alimentando e inspirando la vida universitaria. Dentro de lo que, según los más avisados observadores, parece un páramo general, Víctor Pérez-Díaz sugiere la posibilidad de que “lentamente y de modo inadvertido se vaya formando un archipiélago de islas de buenas prácticas educativas, aquí y allí. Islas de virtudes. Pequeños mundos de buenos profesores y buenos estudiantes que cuidan lo que hacen. Tal vez se han formado fuera y han vuelto, o han estudiado dentro pero vivido fuera. Tal vez cultivan tradiciones antiguas que han mantenido en un clima de piedad fuera de lo común. Ésas serían las experiencias clave de cualquier reforma razonable del futuro” (p. 314).

Ana Marta González
Universidad de Navarra, Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Filosofía.

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(1) Jesús Hernández, Álvaro Delgado-Gal, y Xavier Pericay (eds.) La universidad cercada. Testimonios de un naufragio. Barcelona. Anagrama (2013) 387 págs. 19,90 €.

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