Pacificar las aulas

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Los gobiernos ensayan medidas contra la violencia en la escuela
¿Debió completar Richmal Crompton su saga con algo así como Los tiroteos de Guillermo el Criminal? Al parecer, muchos chicos ya no son simplemente «traviesos»: se han pasado a la violencia. La prensa lo ha difundido con detalle y nos hemos empezado a poner nerviosos, como si se avecinara una pandemia incontenible. Las autoridades están vacunando a discreción sus colegios, con detectores de metales o policía. Pero algunos educadores creen que los problemas no se originan en la escuela, sino en la calle y en el ambiente familiar. Y sostienen que el despliegue de medidas de seguridad tiene efectos contraproducentes.

Los gobiernos de muchos países califican la violencia escolar como un problema creciente. En abril, los ministros de Educación del G-8 tratarán el asunto. La Unesco prepara un plan de acción. Estados Unidos blinda sus colegios para reducir la violencia. Etcétera.

International Herald Tribune (14-II-2000) ha publicado un cuadernillo en el que examina esta tendencia. A pesar de la inquietud creciente, muchos profesores piensan que la violencia es un problema de la sociedad que se refleja en las escuelas y que estas no están preparadas para solucionarlo.

Nadie niega que la violencia sea un impedimento para la enseñanza. Pero, según Peter Lewis, profesor de Nueva York -una de las ciudades con más violencia escolar-, una respuesta basada solo en consideraciones de seguridad crea un ambiente que no favorece la formación. Alarmas y detectores de metales, guardias armados en los pasillos… desmienten la idea de que la escuela es un lugar de aprendizaje y convivencia, y pueden crear en los chicos la mentalidad de que la violencia es parte esencial de la vida.

La tristemente famosa matanza en Columbine High School ha provocado que las autoridades estadounidenses gasten millones de dólares en instalar alarmas, cámaras, detectores de metales, vallas y guardias en los colegios. Un dinero que los educadores piensan que sería más útil destinar a contratar más profesores, mejorar las instalaciones o crear programas de tutorías para que los chicos no pasen tanto tiempo solos.

Efecto Columbine

Antes del tiroteo en Columbine, el 87% de las escuelas de Estados Unidos se consideraban seguras, según el Centro Nacional de Estadísticas sobre Educación. Casos como ese siguen siendo excepcionales y no van en aumento, a pesar de que la sociedad tema lo contrario. De hecho, la escuela aún es un sitio más seguro que otros: los adolescentes tienen muchas más posibilidades de ser asesinados en la calle o incluso en sus propias casas.

En un estudio de hace dos años, el Centro Nacional para la Prevención y Control de la Delincuencia reveló que el 6% de los estudiantes norteamericanos de secundaria tenían armas. Sin embargo, menos del 1% de los homicidios en los que estaban implicados niños y jóvenes de 5 a 19 años tenían lugar en los alrededores de los colegios. La mayoría se produjeron en las zonas de tráfico de drogas y de fácil acceso a las armas de fuego. Según el estudio, el problema es esta facilidad para conseguir armas, no la violencia en los colegios.

Tolerancia cero

Esto indica que, en general, la violencia que padecen las escuelas viene de fuera. Las autoridades de Estados Unidos, por el momento, hacen hincapié en poner barreras para impedirle el paso en los colegios. Quizá sea lo más urgente, pero cada vez hay más críticas a la política de «tolerancia cero».

¿Qué hacer con 2,7 millones de delitos anuales en los colegios, de los cuales 200.000 son graves? ¿Qué hacer cuando 3 de cada 10 alumnos han visto pistolas en clase y 1 de cada 10 las ha llevado alguna vez a su colegio? En 1994, Clinton aprobó la ley Gun-Free Schools, que permitía -entre otras cosas- la expulsión automática, durante un año, de cualquier alumno que portara un arma de fuego. Comenzaba así la política de «tolerancia cero», que se practica en el 94% de los centros escolares estadounidenses, y que cada año cosecha 15.000 expulsiones (ver servicio 173/99).

Los defensores de este sistema afirman que la disciplina severa es la mejor manera de mantener la seguridad en los colegios. Pero muchos profesores piensan que ha ido demasiado lejos.

Un chico expulsado corre serio peligro de no terminar sus estudios, lo que favorece que caiga en las redes de la delincuencia. Pero además, se están imponiendo castigos demasiado severos por incumplir cualquier regla menor. El resultado, según los expertos, es que los buenos chicos se desaniman cuando reciben un castigo desproporcionado por pequeñas cosas. Y en algunos colegios se llega a tratar como criminales a chicos que hacen lo propio de la edad.

Algunos Estados, como Colorado (donde se encuentra la Columbine High School), Tennessee o Virginia están dando marcha atrás. En los tres ya no se aplica la expulsión automática, sino que el castigo por una infracción grave depende de las circunstancias de cada caso, que el consejo escolar ha de tomar en cuenta. Se prefiere probar otras medidas antes de poner más chicos en la calle, donde el que quizá solo tuvo un desliz puede acabar siendo un indeseable.

Segunda oportunidad

En efecto, la relación entre absentismo escolar y delincuencia juvenil parece clara. En 1996, un informe de la policía británica concluía que el 40% de los atracos callejeros, el 25% de los robos y el 33% de los hurtos de vehículos cometidos en Londres fueron obra de jóvenes de 10 a 16 años, la mayoría de los cuales no iban a clase.

Y los chicos que vagan fuera de las aulas no son pocos. Todos los años, en Gran Bretaña se decretan 12.000 expulsiones permanentes de los colegios por acciones que van desde la conducta violenta al consumo de drogas o la delincuencia. El 10% de los jóvenes de 16 a 19 años -unos 170.000- abandonan los estudios.

El gobierno británico quiere recortar esos números. Hace unos meses prometió destinar 800 millones de dólares para intentar reducir a una tercera parte las expulsiones permanentes y el absentismo, y para asegurar que los expulsados continúan su formación fuera del colegio. El año pasado, el absentismo se combatió con multas e incluso arresto de los padres que toleraran que sus hijos dejaran de ir a la escuela. En el norte de Londres, la policía patrullaba a la caza de estudiantes en horario escolar para devolverlos al colegio.

Por otro lado, el Ministerio de Educación aprobó en febrero un plan para mantener en el instituto a los estudiantes de 13 a 19 años, a través de un tutor que les aconseja en cuestiones personales y académicas. También facilitó que los institutos puedan enseñar oficios a estudiantes en peligro de abandonar los estudios.

En fin, el gobierno considera ahora que es mejor dar una segunda oportunidad a los estudiantes conflictivos. El primer fruto de esta política es que en 1999 se redujo un 3% el número de estudiantes expulsados.

Programa anti-violencia en Francia

Algo similar se está haciendo en Francia, aunque allí las noticias más sonadas se refieren al aumento de la violencia escolar y a la implantación de un dispositivo policial en escuelas conflictivas. Según estadísticas oficiales, durante el curso 1998-99 se registraron en Francia más de 6.000 «incidentes graves» por trimestre (entre esos casos, un 20% de destrozos materiales, un 13% de agresiones físicas, un 11% de robos y extorsiones, un 2% de narcotráfico y un 1% de uso de armas blancas).

El 27 de enero, el ministro de Educación francés presentó lo que denomina una «segunda entrega» de su plan de lucha contra la violencia en la escuela, iniciado en 1998. El programa incluye la contratación de 7.000 personas que empezarán a trabajar en los colegios e institutos más conflictivos. De los nuevos contratos, 4.000 serán para auxiliares de profesores, 2.000 para jóvenes dedicados a la vigilancia, 800 para guardias jurado, 100 para enfermeras y 100 para consejeros educativos.

Además, agentes de policía patrullarán por el exterior y el interior de las instalaciones de 75 colegios, y a finales de año la gendarmería garantizará la vigilancia de otros 150. Las clases especiales para alumnos con problemas de integración pasarán de las 200 actuales al año a 350. El Ministerio de Educación se constituirá en parte civil cada vez que un incidente llegue a los tribunales. Y se instaurará un sistema de justicia alternativa para que los jóvenes reparen las consecuencias de sus fechorías.

Para el principal sindicato de profesores, el SNES, el plan refuerza los parches pero no soluciona las causas de la violencia. La oposición considera que esta «segunda entrega» reconoce implícitamente el fracaso del sistema anterior y apuesta por restablecer la autoridad de los profesores y reforzar las sanciones.

Jóvenes tutores

En cualquier caso, el plan mejora las deficiencias. En la primera fase, el gobierno envió 5.000 jóvenes a 400 colegios para que ayudaran a los profesores con los alumnos más problemáticos, realizaran tutorías con los que iban mal en los estudios, mediaran entre el alumno y los órganos sancionadores de los colegios y vigilaran pasillos y recreos.

Los resultados de la inversión son difíciles de medir, pero hay un dato revelador: los padres son los principales promotores de las tutorías y tienen una gran confianza en estos jóvenes que hablan con sus hijos usando el mismo lenguaje, les gusta la misma música, visten de forma similar y, según algunos padres, son los únicos capaces de convencer a sus hijos para tomar la dirección correcta.

Los profesores opinan que los tutores son útiles si tienen formación adecuada, están integrados en el claustro y desempeñan tareas bien definidas. Por eso, el nuevo plan prevé la asistencia de los jóvenes a cursos de 150 a 200 horas (antes duraban uno o dos días) y reforzar sus conocimientos para tratar problemas como la violencia y el consumo de drogas. Además, los tutores seguirán tratando a los estudiantes expulsados y tendrán más contacto con los padres y con los organismos judiciales.

Dejarles claro cuáles son los límites

Robert Coles, célebre psiquiatra infantil norteamericano, aporta su opinión en el especial del International Herald Tribune dedicado a la violencia en la escuela. Su propuesta es atreverse a transmitir mensajes morales claros a los chicos, y la dirige, primero, a los padres.

Coles afirma que es importante comprender a los hijos, pero más importante aún es que comprendan qué se espera de ellos. Han de tener muy claro qué está bien y qué está mal, lo que sus padres desaprueban de su conducta y las consecuencias que puede acarrearles el mal comportamiento. Los chicos son inmaduros por definición, y necesitan que los adultos les enseñen los límites.

Coles analiza las diferencias entre el tratamiento actual de la violencia juvenil y el de hace años. Antes los periódicos respetaban la privacidad de los chicos; se le consideraba «menores» a todos los efectos; y quizás se les enviaba a un correccional, pero siempre «en privado». Ahora, cuando un chico comete un acto violento, los medios de comunicación revelan todos los detalles de la hazaña. Dar publicidad a tales hechos, señala Coles, es un error. De esa manera, entre los coetáneos menos estables, los matones pueden despertar curiosidad, adquirir aureola de valientes y suscitar imitadores.

Hay que tener en cuenta, añade el psiquiatra, la fascinación que la violencia provoca en los adolescentes. Y hoy los chicos están expuestos continuamente a espectáculos violentos, en el cine, en la televisión o en los cómics. Esto no significa que los adolescentes vayan a poner en práctica en la escuela lo que ven en las películas; pero la exhibición de violencia en los espectáculos contribuye a crear un ambiente de agresividad.

Esto, dice Coles, exige una respuesta de los adultos. Padres y profesores «deben dejar claro [a los chicos] qué cosas son intolerables, qué cosas no se dejarán pasar sin el correspondiente castigo y, sí, que ciertas cosas no deberían ser glorificadas en las películas y que ciertos hechos que salen en las noticias deben ser recibidos con pesar».

¿Este chico no tiene padres?

El problema, dice Coles, es que «en algunas sociedades industrializadas, las armas no son un tabú, y los padres están ocupados trabajando, y tienen poco tiempo para sus hijos: tiempo en el que, como padres, deberían observar a sus hijos y enseñarles, con convicción, a respetar la disciplina moral y social».

En Francia, los problemas de violencia escolar han llevado a plantear la necesidad de que los padres no abdiquen de sus responsabilidades. En un sondeo sobre 1.000 personas de una muestra nacional representativa (La Croix, 1-II-2000), tres de cada cuatro interrogados consideran la falta de autoridad de los padres como principal causa de la violencia escolar. Además, el 43% menciona las dificultades sociales de los padres, pues los franceses son conscientes de que la violencia escolar afecta sobre todo a los colegios situados en los barrios desfavorecidos.

Comentando este sondeo, Christian Janet, presidente de la Federación de padres de alumnos de la enseñanza pública, declaraba a La Croix (2-II-2000) que comprendía que los franceses estuvieran preocupados por la dimisión de los padres. «Pero, en realidad, se trata de una dimisión del conjunto de la sociedad, enferma de las ideas libertarias que han servido de modelo después de 1968. En una o dos generaciones, los padres han pasado en conjunto del ‘calla y obedece’ a la autodisciplina erigida en principio, como si el niño solo tuviera derechos y no deberes. (…) Hasta hace poco, hablar de autoridad y disciplina parecía reaccionario. Resultado: hoy la sociedad debe volver a aprender a pronunciar sin escalofríos palabras como autoridad, deber, disciplina».

Janet reclama que los padres pierdan el miedo a educar a sus hijos. Por una parte, ponen en ellos todas sus esperanzas. Por otra, se sienten descalificados por los especialistas y temen hacerlo mal. «Y a fin de cuentas, no se atreven ya a hacer un discurso directivo. Pero, para crecer, los niños necesitan reconocer por encima de ellos la autoridad de la ley y de los adultos que la hacen respetar».

A su juicio, el remedio exige una labor conjunta entre padres y escuela: «La experiencia muestra que siempre que existe una verdadera colaboración entre el equipo educativo, los agentes externos y los padres, la escuela consigue vencer la violencia. (…) Padres y profesores deben colaborar para ofrecer a los jóvenes una estructura de educación coherente».

Contra la dejación

También el español José Luis García Garrido, director del Instituto de Calidad y Evaluación, sostiene que la inhibición de los padres es fomentada por una curiosa cultura «progresista». En un artículo publicado en ABC (Madrid, 6-II-2000), García Garrido admite que la responsabilidad de la conducta de los adolescentes es de la familia antes de que la escuela. Pero protesta de que «como padre, (…) se me exija lo que no se me ha dejado hacer, lo que de modo sistemático se me ha combatido (…) o se me reprocha como rígido o anacrónico. Desde la política, los medios de comunicación (…), los programas de salud, los anuncios callejeros, (…) grupos de padres felices de pasar por libertarios o progresistas, etc., se me conmina de continuo a la dejación».

García Garrido añade: «Mientras siga comprobando la buena intención de políticos limitándose a inaugurar narcosalas o pidiendo, si se tercia, sexosalas (…), gastando dinero público en ‘póntelo, pónselo’ o en incitar a las madres a que no se olviden de meter preservativos en el bolso de sus hijas (…), que no me vengan con monsergas de que la clave de la convivencia pacífica en las escuelas depende de mí (…). Y que no vengan tampoco con lo mismo a los profesores y a los directores de centros escolares. Primero se les desautoriza (…) y después se les pide que pongan orden en aulas y pasillos».

Ignacio F. Zabala

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