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Los criterios subjetivos de los “rankings” internacionales de universidades

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Algunos países se desesperan si sus universidades no quedan bien situadas o no aparecen en los rankings internacionales que clasifican las mejores universidades del mundo. En la competencia por atraer a alumnos extranjeros y nacionales, quedar arriba en estos rankings se ha convertido en un factor importante. Pero, ¿estas clasificaciones miden de hecho lo que pretenden? ¿Se basan en factores objetivos o reflejan el punto de vista subjetivo del editor?

Es lo que se plantea el boletín del Programa de la OCDE sobre la gestión de los centros de enseñanza superior (diciembre 2008), al dar cuenta de la reunión que tuvo lugar en París con 330 participantes de 53 países para debatir sobre la calidad de la enseñanza superior.

Las dos clasificaciones internacionales más populares son la propuesta por la Universidad Jiao Tong de Shanghai (SJT) y la del The Times Higher Education Supplement (THES). En el coloquio de París ambas suscitaron numerosas críticas. Se les reprocha que conceden demasiada importancia a la investigación, al número de artículos en publicaciones científicas y a la frecuencia de citas en las revistas profesionales, y que no tienen suficientemente en cuenta la enseñanza y el aprendizaje.

Se comprende que la investigación científica se utilice generalmente como principal indicador de la calidad, pues se presta a la medida más fácilmente que la enseñanza. Sin embargo, tampoco los frutos de la investigación se miden igual en las disciplinas científicas y en las ciencias sociales. Mientras que cada año se publican varios miles de artículos científicos en revistas como Nature o The New England Journal of Medicine, en las ciencias sociales solo el 5% de las investigaciones se publican en forma de artículos, y el resto da lugar a libros. Por lo tanto, si una universidad quiere mejorar su clasificación en los rankings, tendrá interés en centrarse en las ciencias experimentales y en olvidar las ciencias humanas.

Por otra parte, los criterios en que se basan las clasificaciones de la STJ y del THES responden a opciones subjetivas de sus responsables. En la STJ, la investigación y la excelencia de los profesores (presencia de Premios Nobel en el claustro) reciben cada uno un coeficiente de ponderación del 40%. En cambio, el THES atribuye a cada uno de esos indicadores un coeficiente del 20%, pero da un 40% a la evaluación por los pares, un indicador que no figura en el STJ. Esas ponderaciones no responden a ningún fundamento teórico.

Para el alumno, más importante que la presencia de un Premio Nobel en el campus, es el haber estudiado en una universidad de prestigio, lo que será un “plus” a la hora de buscar empleo. Y también en este aspecto al que ya tiene se le dará más. Entre las universidades mejor clasificadas aparecen siempre universidades creadas antes de los años 1920. Son ellas las que atraen a los alumnos de más talento y a los profesores más prestigiosos, de modo que pocas universidades pueden competir con instituciones como Harvard, Cambridge y Oxford.

Otro indicador importante para medir la calidad de las universidades es el que se fija en las aptitudes globales de los estudiantes. Numerosos gestores del mundo universitario se lamentan de que los rankings den excesiva importancia al tipo de alumnos que atraen las universidades en vez de valorar las competencias de los titulados al final de sus estudios, es decir, el “valor añadido” de la enseñanza. Lógicamente, las universidades mejor situadas atraen a los mejores alumnos de secundaria, con lo que no es extraño que produzcan también los mejores titulados. Pero otras universidades, que aceptan candidatos menos dotados y logran ponerlos al nivel de los de las mejores universidades, tienen un “valor añadido” más importante.

La creciente movilidad internacional de estudiantes y de profesores acentúa la propensión a la comparación entre universidades. La universidad norteamericana se convierte en el modelo al que tratan de imitar las otras en su oferta de programas. Esta convergencia facilita hacer comparaciones y establecer equivalencias entre los títulos de los diferentes países, pero también puede anular la diversidad entre universidades. Algunos participantes en el coloquio señalaron, a este respecto, que el proceso de Bolonia no tiene como objetivo la convergencia de los programas universitarios, sino la de los conocimientos de los alumnos. Corresponde a cada universidad determinar el mejor modo de conseguir que se produzca esa convergencia entre los conocimientos de los alumnos.

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