Las lógicas sospechas sobre Educación para la Ciudadanía

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“La educación para la ciudadanía es una hermosa criatura, pero, en España, ha venido al mundo con pecado original”. Lo escribe en ABC Jorge Otaduy, profesor de Derecho Eclesiástico en la Universidad de Navarra, para quien “la democracia requiere un cierto grado de consenso en torno a los valores básicos (…) que garantice la subsistencia del modelo”.

Para Otaduy, es “injusto tachar de pusilánimes, alarmistas o de paradójicos colectivos anti-sistema a quienes alzan su voz manifestando la considerable incomodidad que les produce la perspectiva de la nueva asignatura”, ya que “no es fácil quitarse de la cabeza que el Gobierno que ha pergeñado la disciplina es el impulsor de una legislación social -aprobada por mayorías parlamentarias a veces exiguas- que ha arrollado sin grandes miramientos convicciones y sensibilidades de millones de ciudadanos, en materias como el matrimonio o la protección de la vida humana. La particular interpretación -indudablemente ético-moral- de los principios de la Constitución que han dado curso legal a tales reformas no pueden monopolizar el panorama social ni presentarse de modo autoritario a través del sistema educativo oficial, como es inevitable que suceda en el marco de la educación ciudadana que se propone”.

El profesor Otaduy señala que, si bien el Gobierno se apoya en la recomendación de 2002 que el Consejo de Europa hizo de incluir la educación para la ciudadanía democrática en las políticas educativas, en la propuesta europea “las referencias a fundamentos ético-morales brillan por su ausencia y el mundo afectivo-emocional no aparece mencionado entre los objetivos de la educación para la ciudadanía democrática. Por otra parte, no parece que la responsabilidad de transmisión de las mencionadas competencias a los ciudadanos haya de reposar, poco menos que en exclusiva, sobre el sistema educativo”.

“La actual educación para la ciudadanía no puede ocultar que es hija de un poder adornado con ribetes de laicismo, que tiende a una interpretación exclusivista y autoritaria del ‘mínimo común ético constitucionalmente consagrado’, en lugar de reconocer los derechos de libertad ideológica y religiosa de las personas y favorecer su libre ejercicio”, subraya Otaduy.

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