La LOE y la elección de centro de enseñanza

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Uno de los avances decisivos de nuestra época ha sido la apertura a la iniciativa social de sectores antes considerados como «servicio público», prestado generalmente en régimen de monopolio estatal. La telefonía, la televisión, las aerolíneas, y tantos otros sectores han ganado en dinamismo y se han adaptado a la demanda cuando la gente ha podido elegir. La enseñanza, en cambio, sigue siendo para algunas mentalidades estatalistas un terreno en el que la demanda tiene que someterse a la oferta, administrada por el Estado. El proyecto de la nueva Ley Orgánica de Educación (LOE) refleja esta rancia mentalidad.

Sin duda, hay actividades que por su trascendencia y porque deben estar al alcance de todos pueden ser consideradas de «interés general». Pero al calificar a la educación como «servicio público» (art. 109, 1) la LOE parece erigir al Estado en titular originario del derecho a impartir educación, mientras que las familias y la enseñanza no estatal quedan reducidos a meros concesionarios de tal derecho. Y no es una sospecha, sino algo que a veces es patente en el contenido de la ley.

Un rasgo básico de la ley es que presenta un sistema educativo donde lo importante es la programación del Estado, no la demanda familiar. Nadie va a negar que el Estado debe prever los recursos materiales y humanos necesarios para garantizar el derecho a la educación. Pero lo importante es que esa programación tenga en cuenta la demanda de las familias, a quienes corresponde el derecho a escoger el tipo de educación que prefieren para sus hijos.

Opciones libres de las familias

Al hablar de la red de centros (art. 109), se dice que las Administraciones educativas programarán la oferta educativa «teniendo en cuenta la oferta existente de centros públicos y privados concertados», y que «armonizarán las exigencias derivadas de la consideración de la educación como servicio público, con los derechos individuales de alumnos, padres y tutores». Idílico. Pero todo esto puede quedar en músicas celestiales mientras no sea más que una vaga aspiración, que no reconoce derechos.

Un ejemplo. Cuando se habla de los centros privados se dice que «los que deseen participar en la prestación del servicio público de la educación podrán solicitar el régimen de conciertos en los términos y con los requisitos legalmente establecidos» (art. 116, 1). Pero una cosa es solicitar y otra que tengan derecho a que se lo den. En países como Holanda, Bélgica y Dinamarca, si una iniciativa de enseñanza consigue interesar a un determinado número de familias tiene derecho a ser financiada con fondos públicos. Nada de eso garantiza la LOE.

La ley afirma que tendrán preferencia para acogerse al régimen de conciertos los centros privados que «contribuyan a satisfacer necesidades de escolarización», atiendan a poblaciones escolares en condiciones económicas desfavorables o además realicen experiencias de interés pedagógico. Pero ¿quién decide si un colegio satisface necesidades de escolarización? Parece claro que el mejor índice es que tenga suficientes usuarios.

Pero, a juzgar por la experiencia de las políticas aplicadas por las administraciones educativas socialistas, no es ese el criterio. Un colegio privado puede tener la suficiente demanda para poder acceder al régimen de conciertos o para ampliar el número de aulas concertadas, pero «no satisfacer necesidades de escolarización», a juicio de la Administración, porque sobran plazas en colegios públicos que podrían ser llenadas con los alumnos del privado. Es decir, la falta de demanda en la enseñanza pública indica que la suficiente demanda de la privada no responde a una necesidad.

Según esta mentalidad, la enseñanza pública responde a necesidades de escolarización por definición. Aunque se construyan, como se ha hecho, colegios públicos al lado de colegios concertados ya existentes. Si luego sobran plazas en los públicos, será señal de que el concertado ya no merece ser financiado con fondos públicos. Así se pierde de vista que el sistema educativo ha de ser el resultado de las opciones libres de las familias, no de una programación cerrada e impuesta.

Adscritos a la tierra

El derecho de las familias a elegir colegio es también una libertad incómoda para los planificadores, como se confirma por las cortapisas y la burocracia que la LOE establece respecto a la admisión de alumnos. El reproche fundamental que subyace en esta actitud es que los centros concertados seleccionan a sus alumnos (por motivos económicos, sociales o académicos), mientras que los públicos tienen que aceptar a todos, especialmente en los últimos tiempos a los hijos de inmigrantes poco preparados.

La realidad es que, con la drástica baja de natalidad, la mayoría de los colegios concertados han tenido que esforzarse por conseguir alumnos, no por hacer una criba. Y, por otra parte, la legislación actual apenas deja margen al titular de un centro concertado para seleccionar a sus alumnos, pues lo fundamental es la proximidad del domicilio.

Con la LOE se da una vuelta de tuerca más a esta presión (art. 84 a 87). Los centros públicos y privados concertados quedan sometidos a la misma «zonificación», nueva servidumbre de la gleba en el ámbito educativo. Para repartir el alumnado con más necesidad de apoyo educativo, la Administración determinará «la proporción de alumnos de estas características que deben ser escolarizados en cada centro público o concertado». Para facilitar que se incorporen alumnos que llegan una vez empezado el curso (caso de los inmigrantes), los centros privados concertados tendrán que dejar una reserva de plazas, que quizá luego no se llenen, haciendo que esos puestos se pierdan inútilmente. Y para controlar todo eso, se constituyen unas «comisiones de garantías de admisión», que supervisarán el proceso de admisión de alumnos.

Se ve que el ideal de la LOE es que la Administración tenga poderes para repartir a los alumnos entre los centros públicos y concertados según su criterio. Los deseos de los padres son solo un factor más a la hora de esta distribución, y los centros públicos y concertados quedan reducidos a ser meros recepcionistas de los alumnos que la Administración les envíe.

Al final se olvida que si la libertad de enseñanza tiene un sentido es para que los padres «seleccionen» el colegio que quieren para sus hijos. Y, en el caso de los centros privados, en esa selección interviene el ideario del centro, por lo que no da lo mismo un colegio que otro.

Por otra parte, el ideal de que los alumnos no se repartan en colegios según su clase social difícilmente se logrará si el criterio de más peso es la proximidad del domicilio. Pues si hay algo que hoy esté directamente ligado al nivel de ingresos es el lugar de residencia, habida cuenta de la situación del mercado inmobiliario. Así que primar el lugar de residencia entre los criterios de admisión de alumnos solo puede contribuir a reforzar la separación por clase social.

¿Gratuidad o déficit?

Esto puede ser más decisivo que la exigencia de gratuidad, que la LOE impone a los centros concertados al prohibir el cobro de cantidades complementarias a las familias (art. 88). Los centros concertados quedarían muy satisfechos si, como dice la ley, la cuantía de la financiación pública «asegurará que la enseñanza se imparta en condiciones de gratuidad» (art. 117). Porque hasta ahora no ha sido así. Y si a menudo los colegios concertadas han cobrado cantidades complementarias ha sido para que la enseñanza no se impartiera en condiciones de déficit, pues los módulos económicos del concierto nunca han estado de acuerdo con el coste real de la enseñanza.

La verdad es que al Estado le resulta mucho más económica la enseñanza concertada, donde las inversiones van a cargo del titular y el importe de la financiación pública es inferior al coste del puesto escolar en las escuelas estatales. ¿Cambiará eso con la LOE? Nada hay menos seguro. Por ejemplo, al hablar del pago de los salarios del personal docente de los centros concertados se dice que las cantidades previstas «posibilitarán la equiparación gradual de su remuneración con la del profesorado estatal». Una aspiración tan gradual que se viene repitiendo desde que empezaron los conciertos.

Todo esto hace pensar que más que un pacto escolar la LOE se trata de una imposición donde lo que menos cuenta es la demanda social.

Ignacio Aréchaga

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