Enseñar a pensar para la vida

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Frente a la educación tradicional que convertía a la memoria en la reina de la clase, la enseñanza basada en el pensamiento (Thinking Based Learning, TBL) ayuda a los alumnos a reflexionar sobre los contenidos que aprenden y a relacionarlos con su experiencia diaria. Desde que fundó el National Center for Teaching Thinking en 1989, Robert Swartz, profesor emérito de la Universidad de Massachusetts y doctor en filosofía por la Universidad de Harvard, ha llevado su metodología a más de una decena de países. Le hemos entrevistado con motivo de su última visita a España.

Actualmente, el National Center for Teaching Thinking desarrolla programas de formación en más de diez países con sistemas educativos muy diferentes: Estados Unidos, Jordania, Arabia Saudí, Emiratos Árabes, Chile, Nueva Zelanda, Australia, Malasia, Irlanda del Norte, India, Hong Kong, Singapur, Israel, Argentina… En España, quince colegios (nueve concertados, cuatro privados y dos públicos) han puesto en práctica la metodología TBL y dos más lo harán próximamente.

Los colegios que incorporan esta metodología reciben formación de profesionales del National Center for Teaching Thinking (en España hay una sede). Estos enseñan a los profesores de cada colegio destrezas de pensamiento que pueden ser aplicadas en cualquier asignatura. Después ellos se encargan de enseñar a sus alumnos las técnicas y habilidades que han aprendido.

Con este método se enseñan a los profesores de cada colegio destrezas de pensamiento que pueden ser aplicadas en cualquier asignatura

Gracias a estas destrezas, los estudiantes no se limitan a copiar apuntes y a memorizarlos. Ahora, además, tendrán que aprender a relacionar lo que aprenden en el aula con lo que viven en su día a día. En este sentido, la metodología TBL favorece la alianza entre escuela y vida cotidiana.

La práctica de pensar hace al pensador
Sabemos que se pueden enseñar conocimientos de lengua, matemáticas, arte, biología, literatura, historia… Pero ¿se puede enseñar a pensar?

— Sí. La experiencia de los últimos 40 años nos muestra que se han desarrollado herramientas efectivas para ayudar a los alumnos a mejorar su forma de pensar. Todo el mundo piensa, pero no todo el mundo piensa tan cuidadosamente como podría. Mucha gente piensa con prisa, sin considerar cuestiones importantes que pueden determinar el sentido de sus decisiones. También hay quienes piensan de forma estrecha, sin tener en cuenta factores relevantes como el impacto que pueden tener sus decisiones en los demás o los efectos a largo plazo de esas decisiones.

Desplegamos nuestra capacidad de pensar en situaciones cotidianas: al tomar decisiones; al enfrentarnos a problemas; al hacer predicciones; al escuchar los argumentos de los demás; al buscar nuevas ideas y soluciones distintas; al valorar la fiabilidad de una fuente de información… Por eso, necesitamos enseñar a pensar para desenvolvernos mejor en la vida.

Esto lo conseguimos enseñando destrezas de pensamiento que están al alcance de cualquiera. En este sentido, pensar es como jugar al fútbol, tocar un instrumento o incluso bailar. Mucha gente hace todas estas cosas, aunque no siempre con buenos resultados. Pero hay algunos que aprenden a hacerlo bien y otros de forma brillante. Sus profesores de fútbol, música o baile les enseñan técnicas que luego ellos practican. Y es a través de la práctica como llegan a desarrollar la capacidad de hacer mejor esas actividades. No creo que pensar sea algo diferente. Cualquiera puede convertirse en un buen pensador.

Swartz destaca cuatro destrezas: aprender a tomar decisiones; a resolver problemas; a pensar de forma creativa; y a juzgar la fiabilidad de una fuente de información

Mentes abiertas, decisiones pausadas
Su metodología pretende ayudar a los alumnos a pensar con profundidad. ¿Qué destrezas debe adquirir el buen pensador?

—El buen pensador aprende a usar habilidades de pensamiento específicas ante las variadas situaciones que se le plantean a lo largo del día. Aunque hay muchas, destaco cuatro: aprender a tomar decisiones; a resolver problemas; a pensar de forma creativa; y a juzgar la fiabilidad de una fuente de información. Cuando no adquirimos estas habilidades, salimos perdiendo. Por ejemplo, sin el pensamiento creativo que nos impulse a buscar nuevas soluciones acabamos aferrados a rutinas que nos aburren y que son poco efectivas.

La clave para desarrollar estas destrezas es hacerse preguntas que nos lleven a respuestas adecuadas. Antes de tomar una decisión o de resolver un problema, cualquier estudiante puede preguntarse: ¿cuáles son mis opciones?, ¿cuáles serían las consecuencias positivas y negativas si yo actuara de esta manera? Basta hacerse una lista de preguntas decisivas y contestarlas para intentar encontrar una respuesta. Los profesores pueden ayudar a desarrollar este hábito a los alumnos para que lleguen a hacerlo de forma natural.

Está claro que no siempre tendremos respuestas ni podremos adivinar las consecuencias de nuestras decisiones. Ahí entra en juego la humildad para reconocer que no tenemos la solución perfecta o que tomamos decisiones de las que no estamos seguros. Pero entonces actuaremos con los ojos abiertos, atentos, y no de forma atolondrada.

Cuando buscamos soluciones a problemas, a menudo no se nos ocurren más que una o dos cosas. Pero si enseñamos a los alumnos a ejercitarse en la tormenta de ideas o brainstorming, es probable que generen ideas originales. Así los alumnos desarrollan una mente abierta, y llegan a convertirse poco a poco en pensadores creativos.

Escuela y vida van de la mano
¿Qué entiende por pensamiento “creativo” y “crítico”?

— Son dos facetas complementarias. El pensamiento creativo supone generar ideas nuevas, originales y distintas a las que habitualmente tenemos. Una idea novedosa para mí puede ser una idea trillada para otros, pero eso no resta méritos a mi creatividad. Por supuesto, el valor añadido aparece cuando genero una idea que nadie más ha tenido. El pensamiento crítico me lleva a juzgar si una idea es buena; es decir, si merece ser aceptada. Para valorar esto, necesito pruebas y razones de que la idea puede funcionar.

Por ejemplo: si me planteo qué voy a hacer estas vacaciones, puedo evitar complicarme demasiado la vida y limitarme a seguir la inercia de lo que he hecho en los últimos 10 años. Pero también puedo plantearme nuevos retos que hasta ahora nunca había considerado: rediseñar mi cocina, ponerme en forma, aprender arqueología… Después tendré que pensar si esas actividades serán provechosas para mí, analizando las ventajas y los inconvenientes: ¿cuánto costará la nueva cocina?, ¿me compensa dedicar la semana de vacaciones a ponerme en forma? Estas preguntas me ayudarán a discernir si he tenido una idea valiosa o si debo desecharla.

Una falsa dicotomía
En el libro La escuela que necesitamos, recién traducido al español, E.D. Hirsch critica las teorías pedagógicas que ponen el énfasis en el proceso de aprendizaje antes que en los conocimientos. Admite que las metodologías y las estrategias de aprendizaje pueden ser útiles para afrontar problemas de la vida diaria. Pero, a su juicio, más importante que eso es elevar el nivel de conocimientos de los alumnos. Supongo que no le entusiasma esta opinión…

— Hirsch crea una falsa dicotomía. Si integras las destrezas de pensamiento en los contenidos del plan de estudios en lugar de enseñarlas como una materia independiente y si, además, ayudas a los alumnos a usar esas estrategias para que reflexionen sobre lo que están aprendiendo, no solo adquirirán conocimientos sino que los asimilarán y entenderán mejor, los usarán bien y los retendrán más allá del día del examen.

Una estrategia abierta a todos
Sus propuestas educativas, ¿no presuponen unos alumnos muy motivados? No solo se les exige que adquieran conocimientos –lo cual ya es un verdadero reto– sino también que reflexionen sobre ellos.

— No. Cualquier estudiante puede mejorar su forma de pensar y de aprender. He comprobado esto después de haber trabajado con cientos de profesores y escuelas durante más de 30 años. De hecho, las investigaciones que se han realizado muestran que son precisamente los peores alumnos los que hacen más progresos.

Lo que yo recomiendo a profesores y escuelas es que desarrollen una estructura que les permita integrar en los contenidos la enseñanza basada en el pensamiento. Esto supone un cambio en la forma de enseñar y de organizar las aulas. A diferencia de lo que ocurría en la enseñanza tradicional, la metodología TBL convierte a los alumnos en los protagonistas de su aprendizaje; les impulsa a mantenerse activos, mientras los profesores les incentivan y les orientan en lugar de simplemente repetir una lección.

En uno de los colegios que ha incorporado nuestra metodología se preguntó a los alumnos de una clase que investigaran qué fuente de energía era la más rentable para su país. Ellos se lanzaron a recopilar información sobre las ventajas e inconvenientes, hicieron una tormenta de ideas… Los peores estudiantes siempre se implican en este tipo de actividades y aumenta su motivación para aprender, que suele ser muy baja en la enseñanza tradicional.

En España casi todos los colegios en los que han implantado su metodología son privados o concertados. ¿Ocurre lo mismo en los demás países en donde trabajan?

— En Zaragoza, el Centro de Profesores y Recursos Juan de Lanuza ha puesto en marcha talleres para difundir esta metodología en la enseñanza pública. Los profesores de dos colegios públicos de esa ciudad ya imparten destrezas de pensamiento. En otras ciudades, varias escuelas públicas se han interesado por nuestra metodología.

No he notado diferencias ni en el interés ni en la forma en que la aplican, aunque a veces en los institutos se dan algunos problemas específicos. Uno de ellos es la financiación. En tiempos de austeridad, algunas escuelas necesitan contratar sustitutos para que los profesores puedan asistir a nuestros talleres.

Además, en algunos países he visto que los profesores de la escuela pública mostraban mucho interés por nuestra metodología, mientras el ministerio de Educación correspondiente era reacio. Así nos ocurrió en Singapur a finales de los noventa o en Chipre a mediados de la década de 2000.

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