Chicos inseguros, chicos incomprendidos

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Hoy se rechaza la que se considera masculinidad hegemónica del pasado y se promueve otra masculinidad más femenina, digámoslo así, que la opinión dominante considera la única forma saludable de masculinidad. En este ambiente muchos varones, sobre todo muchos chicos, al presentarles unos ideales de carácter y personalidad un tanto desdibujados, se sienten inseguros. Y de aquí parece derivarse una parte del fracaso formativo, y también el fracaso escolar, de bastantes chicos.


Una versión de este artículo se publicó en el servicio impreso 73/13

Mi perspectiva en este artículo no es abordar esas cuestiones, que no conozco más allá de las experiencias personales que tengo y de las formulaciones de varios expertos que considero bien argumentadas (1), sino mostrar cómo las presentan algunos libros infantiles y juveniles (LIJ). En asuntos así, las ficciones que han sido escritas para entretener tienen la ventaja de la espontaneidad de sus planteamientos, por lo que, a su modo propio, dejan ver necesidades propias de los chicos y errores que cometen sus educadores.

El telón de fondo
En las últimas décadas se han producido grandes cambios en las relaciones entre los sexos y en la forma en que las ficciones las presentan, punto este último que a su vez afianza los cambios y contribuye a que sucedan más rápido y sean más profundos. En muchos casos este proceso es positivo pues, entre otras cosas, a muchos les ha hecho caer en la cuenta de que actitudes o habilidades que, con ligereza o por costumbre, se atribuían a la esencia de la feminidad o de la masculinidad, son puramente accidentales. Pero, desde otro punto de vista, estas transformaciones sociales sí están trayendo consecuencias indeseables.

En un reciente libro (2), Eva Illouz explica que muchos relatos contemporáneos sobre las relaciones amorosas entre hombres y mujeres –que al final hablan de cómo ven las mujeres a los hombres y los hombres ven a las mujeres– «carecen por completo de la “claridad moral”» que tenían novelas del pasado. En particular, ella se fija en las de Jane Austen y las compara con muchas ficciones actuales que ponen de manifiesto el miedo al compromiso de muchos varones, verdaderos parásitos emocionales, algo que tiene proporciones de un ataque de pánico global, dice. El análisis de Illouz deja constancia de cómo, al contrario de lo que feministas como ella misma desearían, estos cambios sociales han dejado a las mujeres en una situación de gran desventaja estructural.

Si no se defienden la igualdad y la diversidad de los sexos al mismo tiempo, se produce más espíritu de queja en unos y más condescendencia en otros

En ese mismo libro Illouz apunta que muchos, al no saber sopesar las implicaciones morales de lo que les pasa, terminan abordando médicamente las conductas inmorales. En otro libro anterior (3) abundaba en esa cuestión, donde decía cómo ha llegado a ocurrir que las teorías freudianas sean la base de muchas explicaciones sobre la vida y donde hablaba del modo en que las ficciones han contribuido a eso –por ejemplo, comenta cómo la industria de Hollywood, con cineastas como Alfred Hichtcock, difundió las ideas del psicoanálisis–. Este terreno es uno de los que mejor muestran cómo nuestra sociedad primero crea los problemas y luego los afronta de forma que, con frecuencia, los agrava y los cronifica: esto es más patente aún en el mundo escolar y educativo (4).

El temor a la brusquedad
Pues bien, en este ambiente, un punto en el que se nota la feminización de la educación es el de la falta de comprensión del comportamiento más brusco de los chicos, como si eso fuera un preámbulo de peligrosas tendencias agresivas.

Eso se aprecia en la obsesión por hacer desaparecer de sus vidas cualquier cosa que sugiera violencia: hay quienes sienten un temor irracional hacia los juguetes bélicos o hacia los aparatos «peligrosos» que hay en los patios escolares. Esta forma de actuar olvida o ignora la experiencia de muchos, y de los chicos también, de que algunos juegos y algunos deportes sirven para encauzar energías que ahí están, se quiera o no; y de que, además, si el educador hace bien su trabajo, pueden ayudar al dominio propio y enseñar una conducta dictada por las reglas del honor. Lo que debería preocupar al educador no es que un niño juegue con espadas sino que no tenga un código moral que le haga salir en defensa del más débil si alguien pretende abusar de él.

Se aprecia también en los modos de intentar corregir conductas más bruscas de un modo que, al menos a niños tan perspicaces como Greg Heffley les suena ridículo. Así, en una ocasión, después de presenciar una discusión entre Greg y su hermano Rodrick, su madre les habla de que deben arreglar sus diferencias de forma civilizada: «Nos ha dicho que tenemos que escribir lo que hemos hecho mal y luego hacer un dibujo sobre el asunto. Inmediatamente he sabido adónde quería llegar mamá con SEMEJANTE idea. Cuando ella era profesora de preescolar y algún crío hacía una diablura, le obligaba a dibujar su mala acción. El objetivo era que el chico se sintiera avergonzado de su conducta y no la repitiera. En fin. La idea quizá funcionase con un grupo de niños de cuatro años, pero mi madre va a tener que pensar en algo mejor si quiere que Rodrick y yo nos llevemos bien». Y, con ocasión de otro incidente, subraya: «lo cual demuestra una vez más que mamá no entiende para nada a los chicos de mi edad» (5).

Lo que debería preocupar al educador no es que un niño juegue con espadas sino que no tenga un código moral que le haga salir en defensa del más débil

El temor al sexismo
Otro de los puntos de fricción está en las reclamaciones poco matizadas de igualdad entre chicos y chicas. Del hecho cierto de que las mujeres han sido discriminadas en el pasado algunos han sacado la conclusión de que cualquier discriminación por razón de sexo es abusiva. Como, dicho así, esto último no es cierto, si el educador lo repite no consigue más que aumentar su descrédito ante unos niños que ven cómo algunas proclamas enfáticas son una y otra vez desmentidas por los hechos. Esto se ve bien en un irónico diálogo de una novela de Terry Pratchett, cuando un ser llamado La Capitana, jefa de unos extraterrestres, oye a un chico, Johnny, mencionar la palabra «sexista» y le pregunta qué significa. Entonces Johnny responde:

«— Solo significa que es preciso tratar a las personas como personas, como seres humanos. Se trata de no dar por sentado que existen determinadas cosas que las chicas no saben o no pueden hacer. En la escuela tuvimos una charla sobre todo eso. En realidad, hay montones de cosas que la mayor parte de las chicas no saben hacer, pero lo correcto es fingir que sí pueden, para que muchas más lo consigan. De eso se trata.

—Entonces, presumiblemente habrá cosas que los chicos no sepan hacer, ¿no?

—Oh, desde luego, pero siempre serán cosas de chicas» (6).

El ejemplo anterior subraya que, si no se defienden la igualdad y la diversidad de los sexos al mismo tiempo, se produce un efecto rebote doble: más espíritu de queja en unos y más condescendencia en otros. Subraya que un chico no necesita crecer mucho para darse cuenta de que sus educadores le minusvaloran hasta el punto de que parecen pensar que no es capaz de comprender algo tan sencillo como que todos somos inferiores o superiores según qué cosas. Y subraya que, quién más quién menos, siempre pilla que si otro pone demasiado énfasis en algo es que su argumento es débil, aparte de que la supuesta inferioridad de alguien sí que se acentúa, e incluso se acaba viendo como vergonzosa, si a quienes le rodean se les dice que su obligación es ignorarla.

El respeto a la libertad
Como al principio decía, hay quienes están preocupados por el fracaso escolar de los niños dentro del que Anatrella llama el «matriarcado educativo», pero, sinceramente, la principal deficiencia de no tratar a los chicos como chicos, o de tratarlos como lo que no son, no es que así se obtengan peores resultados académicos. Está más bien en que, del mismo modo que rechazamos los modos educativos de las institutrices Rottenmeier del pasado, tan empeñadas en inculcar unos rígidos patrones de conducta en las niñas –y podemos pensar en que con estos métodos seguramente se daban casos de magnífico rendimiento escolar–, debemos rechazar a quienes desean actuar de modo parecido con los niños, con formas más blandas pero igualmente dictatoriales.

Esta última comparación sirve para indicar que ambas formas de comportarse pueden revelar buena voluntad y deseos de ayudar, sí, pero también falta de claridad conceptual a la hora de saber por qué se ha de pedir uno u otro comportamiento al niño, poca competencia profesional para conocer las peculiaridades de cada uno, y poca destreza para conjugar con acierto el ejercicio de la autoridad y el respeto a la libertad. Luego, a eso se ha de añadir que, contra el telón de fondo de un ambiente tan erotizado como el actual, los educadores han de tener un cuidado especial para que con sus acciones no se agraven las dificultades que los niños pueden tener en su proceso de crecimiento.

Además, pero esta es otra historia, pienso que nadie debería comprender las instancias educativas como campos de batalla donde se cruzan disparos de ideas adultas que pillan al niño en el medio. Hannah Arendt lo formulaba así: «Precisamente por lo que es nuevo y revolucionario en todo niño, la educación debe ser conservadora» (7). Pero se podría decir lo mismo de otro modo: que si alguien desea experimentar con niños debe hacerlo con sus propios hijos y nunca con los hijos de los demás.


Lecturas que atraen a los chicos

Una manifestación concreta de la feminización de la enseñanza es que, con frecuencia, a los chicos se les mandan leer libros que gustan a las chicas pero no a ellos, al menos mayoritariamente. Un ejemplo de ficción: Greg Heffley, sin manifestarlo expresamente, rechaza la propuesta que le hacen en clase de leer obras como La telaraña de Carlota (E.B. White). Un ejemplo real: a una clase de chicos y chicas de unos doce años que conozco se les mandó Lili, libertad (Gonzalo Moure), otro libro excelente que no gustó a muchos chicos.

Los dos casos indican que, más allá de las desventajas cognitivas de los niños en materias como la lectura o la expresión verbal –desventajas justificadas por la distinta forma en que se produce su desarrollo cerebral–, determinadas actuaciones de los profesores pueden provocar que algunos chicos se queden atrás y que, además, se reafirmen en su condición de peores lectores frente a las chicas. Es un caso más de cómo los estereotipos se refuerzan por no tener en cuenta las diferencias naturales.

Las ficciones en la infancia
Antes de nada conviene recordar que todos somos las historias que se nos cuentan (8). Las ficciones que nos llegan en la infancia, junto con los ejemplos que vemos, claro está, tienen el poder de ayudarnos a entender qué papel nos corresponde o nos corresponderá en la sociedad. En particular, pesan mucho, aunque no nos los «creamos», aquellos relatos o personajes con los que «pasamos más tiempo»: al margen de que alguna historia pueda causar gran impacto a alguien, de lo que aquí hablo ahora es del poder que tiene todo el conjunto de relatos que le llegan al niño y de los personajes que más le impresionan y cautivan su imaginación por largas temporadas.

Tampoco está de más decir que las ficciones no nos mejoran, ni en el sentido de que si a un niño le doy historias de niños buenos acabará siendo bueno, ni en el de que los libros de calidad nos hacen mejores, pues, dichas así, ninguna de ambas cosas son ciertas. Pero, eso sí, quienes estén convencidos de que sus vidas se han visto enriquecidas por determinadas actividades, como la lectura de algunos libros, querrán asegurarse de que sus hijos, o las personas que quieren, la compartan, y desearán transmitirles su entusiasmo. Pero también conviene que se pregunten qué es lo que valoran de aquellas experiencias y, a ser posible, por qué las valoran (aunque solo sea para anticipar las preguntas de los escépticos jóvenes) (9).

En tercer lugar, ningún modelo de ficción arregla la imagen de los padres reales que uno tiene (10). El comportamiento de un chico en el futuro —como amigo, novio, padre, profesional, etc.— dependerá mucho más de lo que haya visto en su vida familiar y en sus entornos de confianza que de lo que haya leído en los libros o visto en las pantallas. En la educación que un chico puede recibir en casa o en clase lo que está en juego no es adquirir algo de perfiles difusos como lo que se suele llamar masculinidad sino llegar a una meta que se comprende mejor si la llamamos madurez.

Las preferencias naturales
Lo anterior se aplica en ambas direcciones, como es lógico. Tan tonto es dar los chicos libros en función de su masculinidad como a las chicas en función de su feminidad. A lo que hay que tender es a dar a cada uno –y no a grupos, sea de chicos o de chicas, o sea de una clase o de un barrio– libros que le atraigan para que, de acuerdo con sus preferencias naturales, se amplíe su visión de la realidad. De paso, atender a las necesidades y gustos particulares del niño es, normalmente, la forma de conseguir que llegue a ser un lector más competente.

Fijarnos en los relatos del pasado que han sido mayoritariamente aceptados por chicos puede ayudar a pensar esta cuestión de las «preferencias naturales» de los chicos. Así, se suele contar que La isla del tesoro la compuso Stevenson a petición de su hijastro cuando le pidió un libro en el que no hubiese mujeres: el éxito de la fórmula es evidente aunque sin duda tenga más que ver con el talento del autor que con la condición previa. En cualquier caso, como esa historia hubo muchas otras exclusivamente masculinas tales como Dos años de vacaciones (Verne), entre las robinsonadas, o Dos pequeños salvajes (Seton), entre las que hablan de la vida en la naturaleza. Esas y otras novelas del mismo tipo fueron, y entre chicos lectores siguen siendo, aceptadas con entusiasmo, del mismo modo que, por ejemplo, novelas como Mujercitas (Alcott) o La princesita (Hodgson-Burnett) fueron, y son, leídas con pasión por las chicas.

Al comienzo de la vida de un niño como lector autónomo, la experiencia demuestra que suele haber diferencias claras entre las apetencias lectoras (o visuales) de los chicos –acción, aventuras, humor…– y las de las chicas –desarrollo del carácter, introspección, emociones…–. También a mí me parece claro que si a los chicos les gustaban, y les gustan, aventuras del pasado de corte imperialista, tipo Las minas del rey Salomón (Rider-Haggard), o novelas escolares de corte militarista, tipo Stalky & Co (Kipling), no era, y no es, por el imperialismo y el militarismo, que a ellos les daban igual y en la mayoría de los casos no captaban, sino por lo que tenían de desafío y conquista la primera y por las travesuras divertidas hasta la carcajada de la segunda.

Las mejores elecciones
Sin duda, de lo que se trata es de dar a los lectores historias con las que puedan vibrar; pero, para el educador, fijarse en las de ayer, en las que han durado tanto y siguen editándose una y otra vez, tiene la ventaja de que nos hace comprender lo que los chicos de cualquier generación siempre buscan en el fondo de las novelas. Así, relatos de caballerosidad y valor como Beau Geste (Wren), o de maduración y trabajo arduo en un barco pesquero como Capitanes intrépidos (Kipling), o de pasión por unos perros de caza como La leyenda del helecho rojo (Rawls), nos dicen que los chicos desean relatos con los que aprendan a enfrentarse con coraje a las dificultades y a las propias responsabilidades.

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NOTAS.

(1) Al respecto se pueden ver dos artículos de Aceprensa, uno que comenta libros de Leonard Sax y otro con textos de una entrevista con él, titulados «Ellas y ellos no aprenden igual» (30-03-2005) y «Mi hija está insoportable» (19-05-2010).

(2) Eva Illouz, Por qué duele el amor. Una explicación sociológica, Katz, Madrid, 2012; reseñado en Aceprensa, 24-10-2012.

(3) Eva Illouz, La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda (Saving the Modern Soul: Therapy, Emotions, and the Culture of Self-Help, 2008), Katz, Madrid, 2010.

(4) «La prevención que se multiplica en numerosos ámbitos es a menudo la expresión de un fracaso más global de la educación»: Tony Anatrella, La diferencia prohibida, Encuentro, Madrid, 2008; reseñado en Aceprensa, 18-06-2008.

(5) Jeff Kinney, Diario de Greg. La ley de Rodrick (Diary of a Wimpy Kid. Rodrick Rules, 2008), Molino, Barcelona, 2009, pp. 22-23 y 211.

(6) Terry Pratchett, Solo tú puedes salvar a la humanidad (Only You Can Save the Mankind, 1992), Alfaguara, Madrid, 1998, p. 85.

(7) Cfr. Elisabeth Young-Bruehl, Hannah Arendt. Una biografía (Hannah Arendt: For Love of the World, 1982), Paidós, Barcelona, 2006, p. 402; reseñado en Aceprensa, 25-10-2006.

(8) La frase «somos las historias que contamos» la decía Frank Cottrell Boyce en un artículo reciente: «We are the stories that we tell», en The Guardian, 3-07-2013.

(9) John Carey, Para qué sirve el arte, Debate, Barcelona (2007) p. 181.

(10) Cfr. «¿Dónde está el superpapá?», Aceprensa, 18-07-2011.

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