No sólo de pan vive la sociedad

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Gordon Graham, profesor de filosofía moral en la Universidad de Aberdeen, defiende en The Daily Telegraph (Londres, 11-IX-96) el valor de las materias humanísticas.

Nadie, espero, pensaría que la mejor razón para aprender a tocar el piano es que así se hace uno más diestro para cortar verduras. Sin embargo, algo semejante implica esa teoría en boga de las «aptitudes transferibles», con que los profesores de artes y humanidades defienden, y se les incita a defender, sus asignaturas.

Se recomiendan las obras clásicas, la filosofía o la arqueología no por ellas mismas, sino porque «entrenan la mente»; la literatura, porque enseña «aptitudes literarias» que, supuestamente, encontrarán su justificación cuando se las emplee no para escribir «inútiles» novelas y poemas, sino para redactar informes burocráticos o cosas por el estilo.

Los errores que implica esta forma de pensar son legión; pero todos provienen de la equivocada pretensión de considerar las materias no profesionales como si lo fueran, lo que a su vez supone confundir lo «valioso» con lo «útil». Sin embargo, es de suma importancia distinguir lo uno de lo otro.

El dinero es un ejemplo de bien útil, pero huelga decir que carece de valor a falta de algo en que gastarlo. Si aquello en lo que se gasta no tiene valor por sí mismo sino que simplemente es útil para algún otro fin, nos vemos abocados a una viciosa regresión. Para ser valiosa, y por tanto llena de sentido, la vida humana ha de basarse en bienes y actividades cuyo valor sea intrínseco, y toda sociedad que pretenda enriquecer, en el mejor sentido de la palabra, la vida de sus ciudadanos debe proporcionar tales cosas.

En algunos ámbitos no se pone en tela de juicio esta verdad. La gente no cuestiona el valor intrínseco de la música, el deporte, los espectáculos, la amistad o la familia. Pero cuando se trata de educación, y en especial la educación superior, sí lo discute, y son los gobiernos y los partidos políticos los que incitan a hacerlo.

(…) La economía y la medicina se consideran «útiles» y, por tanto, defendibles; la historia y la filosofía, «inútiles» y necesitadas de justificación. Y por eso quienes las explican se afanan en encontrarles «aptitudes transferibles».

Pero ¿qué hacen los ingenieros? Construyen carreteras, puentes o máquinas cuya utilidad depende de que sirvan para un fin superior. ¿De qué sirve una carretera que no nos permite viajar a nin-gún lugar al que valga la pena ir, o una máquina que no produzca ninguna cosa digna de ser poseída?

Se nos dice que la sociedad necesita más ingenieros y más personal «cualificado» para encarar airosamente el siglo XXI. Sin embargo, todas esas cualificaciones reclaman otras fuentes de valor, y la enseñanza de lo «inútil» está justamente para aportarlas. Pensar de otro modo es suponer que los libros se escriben para dar trabajo a la industria papelera.

Los filósofos, estudiosos de los clásicos, teólogos, historiadores, artistas, musicólogos y críticos literarios deberían abandonar la equivocada y engañosa defensa de las «aptitudes transferibles» y declarar abiertamente que la educación en esas materias es lo que da valor humano e importancia a la ingeniería, la bromatología, el urbanismo o la administración de empresas. Mientras no lo hagan, persistirá la ilusión de que la sociedad puede vivir sólo de pan.

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