Vuelven las «Crónicas de Narnia»

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Teniendo en puertas las próximas películas de Walt Disney sobre las «Crónicas de Narnia», la editorial Destino acaba de publicar los cinco primeros libros de la serie de C.S. Lewis, y deja para octubre los dos restantes. Esta es una buena noticia, pues la opinión es unánime al considerar esos relatos como una obra mayor de la fantasía infantil-juvenil.

Las «Crónicas» están escritas con chispa, sus argumentos atrapan y hacen pensar, cuentan con personajes atractivos, las descripciones son magníficas, se presentan de modo muy creíble los cambios hacia una mayor madurez de los protagonistas… Por eso puede ser interesante saber las razones por las que Tolkien manifestó que no le gustaban, compartiendo como compartía la visión cristiana de la vida que respiran, siendo como era un gran amigo de Lewis, y considerando, además, que Lewis sí elogiaba sin reservas la obra de Tolkien.

Objetivos literarios

Como es sabido, aunque algunas de las novelas que componen la serie no se refieren a esa cuestión, el núcleo argumental de conjunto de las «Crónicas de Narnia» es un intento de contar la Creación y la Redención con un formato inesperado, y su personaje principal, el león Aslan, está calcado sobre la figura de Jesucristo. Sin duda esto es legítimo, pues de cualquier historia del pasado se pueden preparar versiones nuevas, totales o parciales. Eso sí: cuanto más poderoso sea el original y más se intente respetar la semejanza con él, más dificultades debe salvar el autor.

Además, un explícito deseo apologético también tiene sus riesgos. La literatura es el terreno de la libertad y, por tanto, siempre debe dejar las puertas abiertas al lector: mientras que un relato literario es educativo siempre pero su aplicabilidad a nuestras vidas es indirecta, un relato educativo es de aplicabilidad obligatoria y, debido a eso, lo consideramos al margen de la literatura, no importa lo bien escrito que esté o los efectos que tenga.

Lewis era consciente de que, con su obra, emprendía una tarea complicada y ponía muy fácil la crítica. También sabía que colocaba a sus posibles lectores en un camino que quienes carecieran de los conocimientos previos no podrían seguir cómodamente; y quienes sí los poseyeran, se verían obligados a recorrerlo haciendo comparaciones continuas y, dado que los paralelismos son obvios, debiendo comprender las cosas de un único modo. Por tanto, se puede afirmar que, al menos en parte, Lewis usa unas armas literarias con un objetivo no literario y busca una aplicabilidad completa de su historia.

A mi juicio, esos son los primeros motivos que justifican la crítica literaria de Tolkien, muy cuidadoso siempre de utilizar sus armas literarias con un objetivo puramente literario y no con una finalidad apologética. El autor de «El Señor de los Anillos» estuvo muy preocupado en todo momento de dar a su obra una solidez y autonomía internas que le permitieran sostenerse por sí misma y ser comprendida por cualquier lector, sean cuales sean sus conocimientos previos.

Mundos cerrados y mundos abiertos

Otro flanco para la crítica se deriva de la diferencia básica entre los relatos que pertenecen a la denominada «high fantasy» y que se desarrollan en «mundos cerrados», cuya cumbre está en «El Señor de los Anillos», y los encuadrados en la «low fantasy» y que tienen lugar en «mundos abiertos», es decir, cuando seres de otros mundos viven en este o cuando seres de nuestro mundo van a otro, como las mismas «Crónicas de Narnia». El inicio de los primeros está en obras menores anteriores a la de Tolkien: de George MacDonald sobre todo, pero también de William Morris y lord Dunsany entre otros. Y la primera gran cultivadora de los segundos, la inglesa Edith Nesbit, que a su vez se inspiró en «El dragón perezoso» de Kenneth Grahame, es quien está en el origen de la inmensa mayoría de los relatos de fantasía infantiles del siglo XX, casi todos encuadrados en esta segunda clase: «Pippa Calzaslargas», «Mary Poppins», «Harry Potter», etc.

Tolkien consideraba la fantasía el primero de los géneros literarios y deseaba enriquecerlo con relatos poderosos, y no tanto con historias que, aunque estuvieran confeccionadas con rigor, piden al lector que se introduzca dentro de un mundo secundario que, a su vez, se desarrolla dentro de otro mundo secundario. Se puede aplicar aquí el mismo motivo que daba para mostrar su insatisfacción ante las obras de fantasía representadas en el teatro: si un autor puede hacernos entrar en un mundo donde hay seres de fantasía como los elfos o los orcos gracias a su arte literario, su tarea es hercúlea, y al fin prácticamente imposible, si quiere convencernos de que un tipo disfrazado en el escenario es un dragón o que nuestro vecino de abajo es un troll.

Modelos imaginativos

Prolongando esa misma línea de razonamiento, de que ciertos relatos de fantasía piden demasiada benevolencia y credulidad por parte del lector, podemos encontrar otro argumento más para una crítica literaria y, de paso, las claves del rechazo que los fundamentalistas han expresado hacia libros como los de Harry Potter.

Con una visión cristiana de las cosas hay una única forma indiscutible de introducir a Dios dentro de una ficción, y es la de colocarle como un ser fuera del marco narrativo, por ejemplo al modo en que lo hace Oscar Wilde al final de «El Príncipe Feliz». Así Dios no entra en ninguna clase de comparación con otras criaturas y ni resulta ridículo ni queda disminuido.

Con esta perspectiva habrá quien piense que representar a Jesucristo con la imagen de un animal tiene sus problemas: la recepción de tal comparación viene condicionada por las simpatías personales o los conocimientos que se tengan en relación con el animal concreto -si es sucio o limpio, si es sanguinario o pacífico…-.

Obviamente la cuestión principal no es esa, sino que Dios desborda la capacidad humana y, por tanto, si no cabe dentro de la mente humana, mucho menos entra dentro de una fantasía inventada por ella. De ahí que la Biblia ponga mucho cuidado en multiplicar las imágenes y metáforas que representan a Dios y a las realidades sobrenaturales. De este modo nunca podemos entenderlas de manera unívoca y así nos queda clara nuestra incapacidad para comprenderlas del todo. Por mencionar un ejemplo, si en un pasaje leemos que el diablo toma forma de serpiente para tentar a Adán y Eva, en otro texto del libro de los Números el mismo Dios dice a Moisés que ponga en alto una serpiente a la que todos deben mirar si quieren ser curados, y además en ese caso la serpiente se verá en el futuro como una imagen de Jesucristo.

Entre paréntesis, tampoco se ha de olvidar que los símbolos e imágenes que usa la Biblia, o que ha usado el arte cristiano a lo largo de la historia, tienen su origen y su razón de ser en las culturas y los tiempos en los que nacieron: el dragón es un símbolo del mal propio del mundo mesopotámico, por ejemplo.

Una consecuencia de lo anterior es que una verdadera educación cristiana nunca fijará imágenes o símbolos de Dios o del diablo en la mente de nadie, aunque los pueda usar como escalones hacia una mayor comprensión de algunas cosas. Cualquier progreso hacia un mayor conocimiento exige ir desprendiéndose de los modelos imaginativos que un día cumplieron su función: si alguien se atasca en la imagen del átomo como unas bolitas que dan vueltas alrededor de una bolita mayor se queda incapacitado para entender la estructura de la materia; si en la mente de un estudiante arraiga la secuencia de dibujos en los que se ve cómo un mono va irguiéndose progresivamente hasta llegar a ser un hombre, nunca podrá estudiar seriamente la evolución; si un niño se queda con la imagen del diablo de un cuento no comprenderá nada de la presencia del mal en el mundo cuando sea mayor…

Superar imágenes infantiles

En consecuencia, una buena educación trata de ir poniendo a sus destinatarios cada vez más en la realidad: darles certezas sólidas que sean verdaderas, transmitirles la complejidad de las cosas y no la visión simplista propia de los modelos imaginativos. Una educación así, con más motivo si se apellida cristiana, va desmitologizando el mundo y, por tanto, va dejando atrás cualquier clase de superstición y de animismo. Y, apoyada en esas bases, proporciona también la capacidad de afrontar con realismo los cuentos de hadas y la literatura fantástica.

Esto indica, y aquí enlazamos con los que prohíben los libros de Harry Potter u otros relatos semejantes, que no son las buenas historias las culpables de causar problemas a los niños en su comprensión del bien y del mal, sino los educadores que no les han dejado claras las limitaciones de los modelos imaginativos o, peor, los educadores que los han atornillado en sus mentes. Es interesante observar cómo algunos escritores han jugado con esto para ironizar sobre las creencias cristianas: Mark Twain y Arthur C. Clarke presentaron en «El extranjero misterioso» y en «El fin de la infancia» a un ser bondadoso y magnánimo que se oculta todo el tiempo de aquellos a quienes favorece hasta que, al final, con asombro de todos, resulta que tiene la figura externa con la que se ha representado al diablo muchas veces.

El drama de quienes se han quedado anclados en esta imagen tan infantil, autores que se creen inteligentes y lectores que se sienten agraviados, lo vemos en el periodista que preguntó en televisión al cardenal Lustiger si creía en el diablo y, cuando el cardenal respondió que sí y el periodista ironizó con la contrapregunta «¿y dónde lo ha visto?», se llevó una réplica contundente: «en Auschwitz».

Por tanto, cualquier historia que represente a Dios o al diablo de una forma física determinada debe ser calificada, sin discusión de ninguna clase, de relato infantil. Un relato que puede ser por muchas razones excelente, como es el caso de las «Crónicas de Narnia», o simplemente ridículo cuando se dirige a un público ya mayorcito como sucede con las obras de Twain y Clarke citadas.

Es decir, las «Crónicas de Narnia» es una obra que puede ser apreciada y disfrutada pero que, al pasar un poco de tiempo, en algunos aspectos básicos ha de ser superada. Esto sucede también con mucha gran literatura infantil, por eso la llamamos infantil, una obviedad que a veces se olvida y que se complementa con otra: que si hay buenos libros que son sólo para mayores, por la razón de que sólo pueden comprenderse a partir de algunas experiencias propias de adultos, no hay buenos libros que sean sólo para niños.


Los siete libros

Las «Crónicas de Narnia» («The Seven Narnia Chronicles», 1950-1956) son siete libros, todos ellos magníficamente ilustrados por Pauline Baynes, independientes pero relacionados, que pueden leerse por el orden en que fueron escritos -hay quien lo prefiere por ser más natural adaptarse al ritmo del escritor y porque así «El sobrino del mago» actúa como un iluminador «flashback»-, o bien por el orden cronológico en el que se desarrollan las aventuras, como a veces recomendó el mismo autor, y que será el que mencionaré.

La editorial Alfaguara publicó los siete libros hace unos años con unas excelentes traducciones. Por razones que desconozco, casi todos esos libros desaparecieron del mercado hace tiempo. Cabe apuntar aquí el carácter políticamente incorrecto de «La última batalla», un libro que recibió en su momento el premio inglés de literatura infantil más prestigioso, pero que ha sido criticado después debido a que habla de la muerte y del cielo y de que no todos van a él…

En los párrafos que siguen menciono la edición de Alfaguara, que es la que yo he usado, y doy los datos de la nueva edición que ahora está publicando Destino y cuya traducción no he contrastado (www.destinojoven.com).

— «El sobrino del mago» («The Magician’s Nephew», 1955). Madrid: Alfaguara, 1992, 3ª ed.; 179 pp.; col. Juvenil Alfaguara; trad. de Héctor Silva. Nueva edición en Barcelona: Destino, 2005; 256 pp.; trad. de Gemma Gallart; 11,95 €.

Sucesos que son el origen de todos los acontecimientos que, más adelante, vivirán otros chicos. Polly y Digory, dos chicos ingleses del siglo XIX, descubren ¿casualmente? el acceso a un mundo fantástico, donde conocen a Aslan y asisten al comienzo de Narnia.

— «El león, la bruja y el armario» («The Lion, the Witch and the Wardrobe: A Story for Children», 1950). Madrid: Alfaguara, 2002, 2ª ed., 8ª impr.; 168 pp.; col. Juvenil Alfaguara; trad. de Salustiano Masó. Nueva edición en Barcelona: Destino, 2005; 240 pp.; trad. de Gemma Gallart; 11,95 €.

Siglo XX. Peter, Susan, Edmund y Lucy Pevensie son cuatro hermanos que, al introducirse en un armario, llegan a Narnia, un país bajo el dominio de la Bruja Blanca, donde siempre es invierno y nunca Navidad. Allí participarán en la lucha de Aslan contra la Bruja Blanca.

— «El caballo y su jinete» («The Horse and His Boy», 1954). Madrid: Alfaguara, 1995, 1ª ed., 5ª impr.; 198 pp.; col. Juvenil Alfaguara; trad. de Miguel Martínez Lage. Nueva edición, titulada «El caballo y el muchacho», en Barcelona: Destino, 2005; 280 pp.; trad. de Gemma Gallart; 11,95 €.

Narnia y sus tierras colindantes. Aventura en la que no intervienen los hermanos Pevensie. Un muchacho de nombre Shasta descubre que el pescador con quien vive no es su padre y emprende viaje hacia Narnia. Encuentra en el camino a una chica que huye de su madrastra y continúan juntos. El rey Tisroc y su hijo, el insolente Rabadash, atacan Narnia, y Shasta debe intervenir en la lucha.

— «El príncipe Caspio» («Prince Caspian: The Return to Narnia», 1951). Madrid: Alfaguara, 1993, 5ª ed.; 202 pp.; col. Juvenil Alfaguara; trad. de Miguel Martínez Lage. Nueva edición, titulada «El príncipe Caspian», en Barcelona: Destino, 2005; 288 pp.; trad. De Gemma Gallart; 11,95 €.

Peter, Susan, Edmund y Lucy viajan otra vez a Narnia y ven que las cosas han cambiado desde su anterior estancia. Después de arreglar las cosas, siguiendo las orientaciones de Aslan, los Pevensie regresan de nuevo a su mundo.

— «El viaje del Amanecer» («The Voyage of the Dawn Treader», 1952). Madrid: Alfaguara, 1990; 227 pp.; col. Juvenil Alfaguara; trad. de Miguel Martínez Lage. Nueva edición, titulada «La travesía del viajero del Alba», en Barcelona: Destino, 2005; 320 pp.; trad. de Gemma Gallart; 11,95 €.

Lucy y Edmund, junto con su primo Eustace Scrubb, un chico repelente y odioso, vuelven a Narnia y realizan un viaje a bordo del barco Amanecer. Eustace sufrirá un cambio radical y Lucy asimila una nueva lección de Aslan: que nadie sabe jamás lo que podría haber sido.

— «El sillón de plata» («The Silver Chair», 1953). Madrid: Alfaguara, 1990; 234 pp.; col. Juvenil Alfaguara; trad. de Miguel Martínez Lage. Anunciada nueva edición en Destino, titulada «El trono de plata», para octubre de 2005.

Eustace y una chica de su clase, Jill Pole, entran en Narnia huyendo de unos compañeros que pusieron a Jill al borde de la histeria. Una vez en Narnia, deben buscar al desaparecido príncipe Rilio, hijo del Rey Caspio.

— «La última batalla» («The Last Battle: A Story for Children», 1956). Madrid: Alfaguara, 1991; 195 pp.; col. Juvenil Alfaguara; trad. de Miguel Martínez Lage. Anunciada nueva edición en Destino para octubre de 2005.

Jill y Eustace deben ayudar al último de los Reyes de Narnia en el momento más crítico. Las cosas se complican y han de volver de nuevo a Narnia casi todos sus visitantes anteriores… Después de intensísimas batallas llegan a un lugar extraño y profundo donde descubren una nueva clase de felicidad.

Además, se puede recomendar «Cartas a los lectores de Narnia» («Letters to Children», 1985). Madrid: Encuentro, 1996; 101 pp.; col. Creación Literaria; trad. de Carmen González del Yerro.

A lo largo de su vida, C.S. Lewis recibió y contestó numerosas cartas en relación con su obra literaria y, en particular, con los cuentos de Narnia: una parte de esas cartas, en las que se ven las dudas que a veces suscita su lectura, están recogidas aquí.

En diciembre se estrenará la película «Las crónicas de Narnia: El león, la bruja y el armario», una superproducción de Walt Disney Studios y Walden Media. Ha sido rodada en Nueva Zelanda y Chequia, está dirigida por Andrew Adamson («Shrek», «Shrek 2») y cuenta con el equipo de efectos especiales de «El Señor de los Anillos» (Weta Workshop) (www.narnia.com).

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