Simone Weil, a la escucha de Dios y de los desdichados

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Ilustración: roleaniz. Fotógrafo: desconocido. Wikimedia Commons.

 

Mística, sindicalista, apasionada… Hay muchas palabras que vienen como anillo al dedo para describir a Simone Weil (1909-1943), la filósofa francesa de origen judío que estuvo a un paso del bautismo. Sumamente sensible, su obra está hecha principalmente de textos en los que resplandece la integridad de una pensadora a la zaga del misterio y atenta a la desdicha humana. Recientemente se ha publicado una selección de cartas y textos inéditos suyos en castellano y una novela sobre su participación en la Guerra Civil española.

De Simone Weil se podría afirmar lo mismo que dijo Porfirio del bueno de Plotino: era tan espiritual que parecía avergonzarse de tener cuerpo. Y, en efecto, esta judía hostil a sus raíces suscribía la antítesis entre lo material y lo sobrenatural –entre la gravedad y la gracia, diría ella– de un modo radical, tan radical y comprometido como su vida.

Diminuta. Nerviosa. Y valiente. Era valiente y miraba de un modo tan recóndito que su yo parecía surgir de los entresijos de la nada. Digamos que nunca fue amiga de las componendas y huyó del espíritu del mundo. Se sabe que una noche, en París, le cantó las cuarenta al mismísimo Trotski: las condiciones de vida en la URSS no eran muy distintas a las capitalistas. Fue esa certeza, precisamente, la que frustró sus sueños revolucionarios.

Mensajera de la misericordia

¿Quién fue esta mujer, esta “virgen roja”, como la llamaban sus correligionarios de izquierdas? Vivió audaz y genuinamente. Weil amaba la pureza, la integridad, y gritaba a quien osaba poner sus manos sucias o indignas en la belleza del mundo. Tras estudiar filosofía bajo la batuta de Alain y pasar por la Escuela Normal Superior de París –donde, además de coincidir con Simone de Beauvior, deslumbra e irrita a partes iguales–, obtiene un puesto de profesora de filosofía en un instituto.

Es una pensadora sui generis: su reflexión está atada a las costuras del mundo, a sus heridas. En el dolor y el cansancio, entre las lágrimas y el sudor, descubre una luz divina. Weil tenía el alma a flor de piel y se consterna y conduele ante la desdicha y el sufrimiento del prójimo. Esta mensajera de la misericordia, de niña, se privaba de golosinas para solidarizarse con los reclutas enviados a la I Guerra Mundial.

¿Y dónde estaba en su época la miseria? En las fábricas, en los talleres, en el mundo del trabajo. Su inquietud por los obreros, sus escarceos con el radicalismo, no son imposturas. Se compadece: padece con ellos; la extenúan sus cansancios, la hieren sus desdichas. Pero ahí se aviva su vocación, la de moverse entre los afligidos, fundirse con ellos.

Para algunos, la contribución más significativa de Weil fue restaurar la dignidad del trabajo manual

Un trabajo digno

Consciente de su sino, solicita la excedencia y comienza su peregrinaje por el mundo obrero. Ella –esquelética, enfermiza– no va a hacer un estudio de campo. Acude solícita, a trabajar, a enfangarse. A esclavizarse. Es cierto que no aguanta mucho porque es de constitución débil, pero su grado de entrega se puede medir con una simple anécdota: de su salario como profesora, habitualmente se quedaba con la cantidad equivalente a la que recibía un parado. El resto, lo repartía.

La experiencia con el trabajo manual es transformadora. “Allí recibí la marca del esclavo”, apunta. Su vivencia no hace más que aumentar la pasión con que se entrega al necesitado; enriquece esa inquietud con un activismo frenético. Tanto en sus artículos más combativos como en sus cuadernos personales, Weil critica la burocracia industrial, la automatización, la especialización y las vergonzosas condiciones en que vivían los obreros. Denuncia, en definitiva, su opresión.

Con carné o sin él, afiliada al partido o no, hay en Weil una integridad que no es compatible con los sesgos ni los prejuicios. Por eso, va y viene por sus convicciones; modifica sus ideas; una buscadora nata siempre oscila y es inestable. Se da cuenta de que, en esa situación, el trabajo degrada. Que constituye el camino de la deshumanización: las jornadas agotadoras y el trato degradante de muchos capataces subyugan a los individuos; los embrutecen.

Humildad intelectual

Para algunos, la contribución más significativa de Weil fue restaurar la dignidad del trabajo manual. Y es indudable que lo hizo, analizando cómo la acción y la voluntad vencen la resistencia de la materia, al igual que el martillo doblega el hierro en el yunque.

Quizá por esa convicción acerca de lo denso y opaco que es el mundo –tan honda en ella– no se sintió en cuanto intelectual miembro de una clase superior, ni de ninguna élite o confradía de elegidos. El estudio, el ejercicio de la inteligencia o su otra cara, la revelación de la verdad, eran actividades tan graves y elevadas que imponían responsabilidades titánicas, no ocasiones para que nacieran privilegios o prebendas.

Así lo sintió Weil y, con toda franqueza, cabe decir que su voluntad de acompasar la verdad teórica con las decisiones existenciales la eleva a cotas heroicas. Era honrada, pulcra. No escribió nada que no hubiera pensado, nada en lo que no pudiera reconocerse. Esa autoexigencia hizo que viviera en una continua tensión, en la que halló alegría y gozo.

Weil encuentra a Dios

Junto a la condición obrera, el otro gran tema de Weil fue la experiencia espiritual. Aunque judía, se formó en el más frío laicismo y sus primeras aproximaciones a la religión fueron filosóficas. Dicho de otro modo: ella nunca buscó directamente a Dios, pero, de temple místico, describe un evento sobrenatural que, como el de la fábrica, también la transformó: al parecer, en 1938, pasando unos días de retiro en la abadía de Solesmes, experimentó de un modo muy vivo la presencia de Cristo en su interior.

Weil no llegó a bautizarse y, como explica en sus cartas al padre J. M. Perrin, que ejerció para ella de director espiritual, los dogmas y la dimensión institucional de la Iglesia la distanciaban de la recepción del sacramento. En las verdades de fe no atisba a descubrir ventanas para contemplar lo que excede nuestra parca inteligencia, sino prejuicios que la contrapesan. Quería una señal para dar el paso, como si la fe despertara del mismo modo que las certezas matemáticas. Pero Weil era demasiado griega para ser una cristiana comme il faut.

Quien mejor captó la postura religiosa de Weil fue Charles Moeller, en su grandioso e injustamente olvidado libro Literatura del siglo XX y cristianismo. Moeller supera la tentación de convertirla en doctora de la Iglesia –algo en lo que siguen porfiando muchos–, señala su gnosticismo y dice aquello de que Weil, la pensadora, de carne y hueso, valía infinitamente más que sus teorías. Sugiere, además, que, aunque no era cristiana, sus obras pueden servir en un mundo descreído como atajo para la fe. ¿Es acaso esto un demérito para alguien que, como ella, se quedó en los atrios, aunque sin decidirse a dar el paso, para entrar en el catolicismo?

Aquello que Nietzsche deplora de los seguidores de Cristo –su miseria, su fracaso, su desdicha o su debilidad–, es lo que a ella le atrae

Un Dios que descrea

Antes de su vivencia mística, Weil había vuelto su mirada hacia el cristianismo por considerarlo una “religión de esclavos”. O sea, que aquello que Nietzsche deplora de los seguidores de Cristo –su miseria, su fracaso, su desdicha o su debilidad–, es lo que a ella le atrae de su mensaje. En la desgracia, en la pobreza, la mística francesa encuentra la senda de la salvación, el enclave del misterio.

Weil combina su delicadeza hacia el sufriente con la teología. Así, en su concepción de Dios se perciben nítidamente influencias estoicas, gnósticas y cátaras: para ella, el deber principal del ser humano es aceptar el destino, que se impone de un modo impersonal, mecánico, cósmico, donde no hay ni rastro de la providencia amorosa de un Dios que es, para muchos, Padre. Por esta razón, concibe la creación como un vaciamiento o una retirada de Dios. También en teología se habla de la kénosis de Dios, de su “abajamiento”, pero en Weil Dios casi desaparece.

Como amar es entregarse desinteresadamente, la creación no es manifestación de omnipotencia, sino expresión de una renuncia, sostiene. Desde este punto de vista, trata de llevar a cabo una fundamentación teológica de la desdicha y de la impotencia. La retirada de Dios, además, es lo que deja el mundo vacío, abierto y preparado para la recepción de la gracia. Y es así por lo que la redención puede ser operativa. “La gracia colma –explica–, pero no puede entrar más que allí donde hay un vacío para recibirla. Y es ella quien hace ese vacío”.

Está claro que la lectura que hace Weil de la tradición no es muy ortodoxa; también lo está que contrapone en exceso lo material y determinado con la libertad y gratuidad de la gracia, incurriendo en un dualismo confuso. Y es asimismo evidente que en sus anotaciones hay un batiburrillo de intuiciones: de la Ilíada al Nuevo Testamento, de Plotino a los Upanishads.

¿Cómo juzgar, entonces, su obra? ¿No hay contradicciones, cambios, cristianismo y paganismo, gravedad y gracia? A fin de no ser injustos, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que Weil no elaboró un sistema –la mayoría de sus textos se publicaron póstumamente y proceden de cuadernos y diarios–, de modo que no resulta honesto demandar un alto grado de coherencia a lo que son pensamientos muchas veces tomados a vuelapluma. Por otro lado, quizá lo que convenga a un tiempo como el nuestro, con una cultura más escéptica, sea leer su obra no para encontrar en ella argumentos para la fe, sino estímulos que nos ayuden descubrir la dilatada profundidad que nos perdemos a causa de nuestra miopía espiritual.

Poder y desdicha

A nadie se le escapa, en cualquier caso, que el desapego es una espada de doble filo. Weil interpreta el pecado no tanto como animadversión deliberada contra Dios cuanto como un burdo intento de colmar ese vacío que nos constituye. Ahora bien, el vacío también es la oportunidad para que la gracia actúe, sane y redima.

A ella, que había conocido de cerca el sufrimiento y que incluso, casi a la manera de una mártir, llegó a elegirlo, no le pasó desapercibido que Cristo optó voluntariamente por la cruz. Ese es el gran misterio.

En sus meditaciones, se percibe una afinidad con Jesús en el Calvario. Fue de la desdicha de Cristo, por decirlo así, de donde nace la certidumbre de la fe de Weil porque se dio cuenta de que Jesús constituye la encarnación más sublime de la humildad y el abandono de Dios.

Weil fue una filósofa tan generosa y compasiva como para dejar de comer en solidaridad con quienes combatían en las trincheras de Europa

Compasión desmedida

Para acceder al mundo de Weil y hacerse una idea de lo tonificante que es, en términos espirituales, su lectura, conviene acercarse a sus principales colecciones de apuntes, especialmente La gravedad y la gracia (Trotta) y El conocimiento sobrenatural (Trotta), además de estudiar su correspondencia más íntima (recogida en A la espera de Dios, también publicada bajo el sello de Trotta). Si lo que se desea es entender su visión acerca del trabajo, se puede consultar Opresión y libertad (Página Indómita).

Recientemente, además, se ha publicado una selección de cartas y textos escritos durante su estancia en Marsella, en los que explica los elementos principales del catarismo y la demolición de la herencia espiritual llevada a cabo siglos más tarde: La agonía de la una civilización y otros escritos de Marsella (Trotta). También Weil está de moda por ser la protagonista de una novela publicada hace unos meses, La columna (Tusquets), en la que su autor, Adrien Bosc, recrea la participación de la filósofa francesa en las Brigadas Internacionales, como miembro de la Columna Durruti, durante la Guerra Civil española.

El amor de Weil hacia los desdichados era tan hondo como desmedido su arrojo, su entrega y valentía. Ideó planes para lanzarse en paracaídas en medio de la Alemania nazi; su propósito: iniciar –ella sola– una campaña contra el delirio de Hitler. Un gran pensador –lo sabemos– es aquel que está a la altura de sus ideales. Weil fue una filósofa desinteresada hasta el extremo, y tan generosa y compasiva como para dejar de comer en solidaridad con quienes combatían en las trincheras de Europa. Fue esto lo que aceleró su muerte, con solo 34 años, en agosto de 1943, con una obra por hacer, pero acabado y consumado un testimonio absoluto –perfecto– de amor, búsqueda y pureza.

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