EE.UU.: los medios de comunicación hacen examen de conciencia ante la epidemia de reportajes falsos

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Una sucesión de reportajes falsos ha dañado la credibilidad de los medios de comunicación estadounidenses. En mayo, la revista The New Republic despidió a un joven colaborador, que se había hecho famoso con una serie de artículos sobre piratas informáticos adolescentes, cuando descubrió que el autor había fabricado casi todo. Un mes después, la CNN y Time tuvieron que desmentir una noticia infundada que publicaron con gran despliegue: que el ejército usó gas sarín contra los desertores de Vietnam. En junio, el Boston Globe expulsó a una redactora que inventaba las fuentes de sus noticias, y casi a la vez The Cincinnati Enquirer tuvo que indemnizar con 100 millones de dólares a una empresa a la que había difamado.

Esta epidemia de patinazos ha movido a los medios a hacer examen de conciencia. En un discurso pronunciado en Harvard, el célebre presentador de televisión Dan Rather atribuyó el problema a la desbocada competencia entre los medios. Según él, los periodistas están dominados por el miedo a que los competidores se adelanten, y piensan: «Si no lo damos nosotros, alguien lo dará. El que lo dé subirá como la espuma en los índices de audiencia, y nosotros quedaremos como unos imbéciles».

Pero Richard Harwood, ex ombudsman del Washington Post, señala causas más profundas en un artículo publicado en el mismo diario (13-VII-98). Harwood culpa, más que a la competencia, a vicios arraigados en el periodismo norteamericano. Buena parte de ellos provienen del «nuevo periodismo», que en los años 60 crearon escritores como Norman Mailer, Truman Capote o Tom Wolfe mezclando de manera magistral información y literatura. «Este estilo -dice Harwood- invadió las redacciones y dio a periodistas y escritores de menos talento que los creadores del género permiso para emplear técnicas propias de la ficción literaria en beneficio del realismo, el sentido y la verdad, de modo que se difuminó la definición y la función misma del periodismo».

Entonces se convirtió en práctica admitida el uso de fuentes anónimas. El respeto a la creatividad del reportero ha llegado al extremo de que los redactores pueden hoy ocultar la identidad de sus fuentes incluso a sus propios jefes, que permiten que se publiquen informaciones sin más pruebas de su veracidad que la palabra de sus autores. Así sucedió, recuerda Harwood, en el propio Washington Post en 1981, cuando Janet Cooke ganó el premio Pulitzer por unos reportajes que resultaron ser inventados.

Para Harwood, la clave está, pues, en que los responsables de las redacciones han descuidado su cometido principal: asegurar la calidad de las informaciones. Hoy ocupan gran parte de su tiempo diseñando estrategias de marketing, reuniéndose con los propietarios del medio para discutir cuestiones de presupuesto o de personal, cultivando las relaciones públicas… «A menudo les queda poco tiempo para dirigir la redacción y revisar las informaciones, así como para imponer con el ejemplo los criterios de calidad de los que depende el buen periodismo».

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