Derecho a la intimidad y encarnizamiento mediático

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La trágica muerte de Diana de Gales mientras huía de los objetivos de los paparazzi ha reabierto el debate deontológico sobre el derecho a la intimidad y a la libertad de información, así como sobre las respectivas responsabilidades de los editores, los fotógrafos, los famosos y el público.

La mayoría de las voces piden una legislación más estricta en defensa del derecho a la intimidad o una autorregulación más responsable por parte de la prensa. Otros subrayan también la complicidad de los lectores, ávidos de este tipo de información sobre la vida privada de los famosos: «Ni inocentes, ni hipócritas -escribe Pierre Georges en Le Monde (2-IX-97)-. Todos somos paparazzi. O todos sus clientes. Tartufos de ocasión, indignados a menudo, siempre reprobadores, pero clientes. Viejo y humano resorte de un voyeurisme de la actualidad. (…) Estamos todos, o casi, con el ojo pegado al visor del paparazzo, como al ojo de la cerradura. Mirar y condenar, desde luego, pero primero mirar y luego condenar».

Peter Preston, ex director de The Guardian (1-IX-97) apunta que «la cuestión importante tiene que ver menos con medidas legislativas y más con nuestra conciencia. No hemos sido los únicos culpables, pero hemos jugado un papel importante en esta tragedia cada vez que colocábamos el importe del tabloide en el mostrador del quiosco. Creíamos que no existían límites para indagar en la vida de los personajes reales, los más vulnerables de entre los famosos: la casa abierta de Windsor. Ellos, por su parte, pensaron que estaban obligados a seguir la corriente. A la vista de lo ocurrido, parece que han hecho un mal negocio. (…) Ahora me gustaría ver un repudio generalizado que comience a golpear al mercado de la persecución a los famosos».

E.J. Dionne niega en International Herald Tribune (3-IX-97) que la actitud de los paparazzi sea una exigencia periodística. «Es absurdo que los fotógrafos se lanzaran a una caza a alta velocidad por cualquier tipo de fotografías de la princesa y su novio, aunque el chófer ebrio sea el principal responsable del accidente. Ya había muchas de esas fotografías. Su relación no era un secreto. Eso no es periodismo. No había motivo para ese acto final. Pero, ciertamente, nosotros -o, mejor dicho, los consumidores de fotos de la realeza- creamos el mercado que proporcionaba un incentivo a esos fotógrafos para sacar una foto a cualquier precio».

Víctimas y cómplices

Frente a las críticas, algunos medios periodísticos recuerdan que los famosos no dudan en servirse de la prensa si les interesa. La prensa popular inglesa recuerda la actitud de Diana, encantada con ciertas fotos «cuando le convenía».

En un editorial, Le Monde (3-IX-97) señala la hipocresía de ciertas «víctimas» del acoso fotográfico, que hoy «olvidan que a menudo han sido víctimas que consentían, aceptando posar para fotos indiscretas y construyéndose así una imagen que servía a los intereses de su carrera. Olvidan, en suma, que jugaban con los flashes como con el fuego». Y recuerda que los reporteros gráficos «estaban también en Tiananmen, en Sarajevo o en Chechenia, para que sus imágenes den testimonio de dramas que dan menos dinero».

No se puede confundir a todo reportero gráfico con un paparazzo. Los paparazzi se defienden alegando que sus fotografías son «instantes de verdad robados» en un mundo en que las personalidades imponen a la prensa una imagen cuidada, artificial, para asegurar la promoción de lo que les interesa. Utilización también para las buenas causas, como plantea Bernard Morrot en Le Figaro (1-IX-97): «Si los paparazzi tan criticados no hubieran dado a los menores hechos y gestos de Diana un eco histérico, ¿las acciones caritativas que ella impulsó en favor de los niños cancerosos o de las minas anti-personales habrían tenido tanta repercusión?».

Jean-François Leroy, director del festival de fotografía periodística de Perpignan, no quiere defender a los «ladrones de imágenes», pero denuncia en Le Monde (3-IX-97) que este caso está llevando a un «linchamiento de los fotógrafos». La televisión es tan responsable como los paparazzi de esta «deriva de los medios de comunicación», por la proliferación de talk shows. Critica también el oportunismo de los famosos que, cuando les viene bien, buscan ser fotografiados en su vida privada. No exceptúa tampoco a Lady Di: «Cuando uno va de vacaciones a Saint-Tropez con su amante, sabe que va a encontrar la mayor concentración de fotógrafos del mundo». A su juicio, «el verdadero problema es el de la jerarquía de la información. Dos días antes de la muerte de Lady Di ha tenido lugar la más horrible masacre en Argelia. Nadie ha venido a preguntarnos por el trabajo de los fotógrafos argelinos».

Los editores deciden

Pero si los paparazzi no son verdaderos periodistas sino «chacales del periodismo», ¿no lo son también los que publican sus fotografías para ganar dinero? Así lo afirma A.M. Rosenthal en The New York Times (3-IX-97): «A menudo el lavado de dinero se hace a través de agencias fotográficas ‘independientes’. Esto permite a los directivos decir que esos fotógrafos no trabajan para ellos, que a menudo ni tan siquiera conocen sus nombres y que, desde luego, nunca les darían credenciales. (…) No, pero los verdaderos periodistas deben reconocer que bastantes periódicos ‘normales’ y revistas de papel couché imprimen ese tipo de fotografías». Rosenthal piensa que en su país no hacen falta ni más leyes ni autorregulación de la industria sobre este asunto. «Todo lo que necesitamos es dos centenares de personas, que actúen como editores y directores individuales, que se respeten a sí mismos lo suficiente para dar a los protagonistas de las noticias el espacio, la seguridad y la cortesía que pedirían para ellos mismos, sus mujeres y sus hijos el día que encuentren a los reporteros y a los cámaras de televisión esperándoles a la puerta de su casa».

Algunos reporteros gráficos y sindicatos de prensa han salido al paso de las acusaciones de acoso periodístico, alegando que obedecen a sus editores y a los intereses de los lectores.

Miguel Angel Aguilar señala en El País (2-IX-97) que era «imposible esperar que alguno se declarara objetor o insumiso a órdenes impartidas por el mando editorial». Frente a los que alegan las exigencias de la profesionalidad, advierte: «Recordemos que no hay venenos, hay dosis. Así que la invocación absolutista de esa particular profesionalidad, fuera de cualquier otro deber, puede terminar en la asunción de actitudes deshumanizadoras como la omisión del deber de socorro. Ahora que también en el ámbito de la máxima expresión de la disciplina, la militar, se niega el amparo en la obediencia debida a quienes querían eximirse de la responsabilidad personal en la trasgresión de las leyes, llegan algunos, se cuelgan la etiqueta de paparazzi y se sienten habilitados para la práctica de otro absoluto, el de todo por la prensa».

En cuanto a la demanda de este tipo de informaciones, Alejandro Muñoz-Alonso, catedrático de Opinión Pública de la Universidad Complutense de Madrid, afirma en ABC (2-IX-97) que no sirve de excusa, «porque ante esa hipotética demanda debe predominar una oferta basada en criterios de ética profesional. (…) Resulta bochornoso que se quiera amparar en la bandera de la libertad de prensa lo que no es sino un mercadeo de exclusivas sin más objetivo que el beneficio que produce el sensacionalismo amarillista. Sería un sarcasmo estimar que tales informaciones responden al derecho a saber».

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