·

Edvard Munch regresa a París

publicado
DURACIÓN LECTURA: 8min.

Atardecer en el paseo Karl Johann | Fotos: Musée d’Orsay 

 

París sigue teniendo esa atracción ineludible para los amantes del arte. En esta ocasión, la cita obligada es en el Museo de Orsay, que estrena temporada de otoño con la muestra “Edvard Munch: un poema de amor, vida y muerte”.

Es una retrospectiva que recoge toda la trayectoria artística del pintor durante 60 largos años, un montaje hecho realidad gracias a la colaboración entre los museos Munch de Oslo y Orsay de París. El artista noruego inmortalizó el alma humana y las emociones comunes al hombre de cualquier época; prueba de ello es la vigencia de su obra en pleno siglo XXI.

En la memoria colectiva de la gente, hablar de Edvard Munch (1863-1944) es hablar de El grito, y en ocasiones, caer en el reduccionismo de etiquetar al artista por una sola obra. Este cuadro icónico refleja con acierto la angustia vital que invade al protagonista –el propio pintor–. Nos referimos a un miedo sobrecogedor que logra extrapolar la ansiedad a un estado de ánimo universal donde cualquier persona se puede ver reflejada.

El cuadro está basado en un fenómeno atmosférico aterrador, como el artista describió en su día: “Iba caminando con dos amigos por el paseo, y el cielo se volvió de repente rojo. Yo me paré, cansado me apoyé en la baranda. Lenguas de fuego y sangre se extendían sobre el fiordo negro azulado. Mis amigos continuaron su marcha, mientras yo seguía detenido en el mismo lugar temblando de miedo y sentí el grito enorme e infinito de la naturaleza”.

El cuadro, que se expuso por primera vez en 1893, fue robado en dos ocasiones: una en 1994 y otra en 2004. Quizás pueda parecer que ambos hechos están planificados por la mente de un publicista que trabajara en una campaña de marketing. Nada más lejos de la realidad: los dos hurtos forman parte de la historia entretejida de este inolvidable cuadro. Por último, queremos reseñar que en la parte superior izquierda de la obra se lee una frase reveladora: “Solo podría haber sido pintado por un loco”.

Edvard Munch, “Cabeza de ‘El grito’ con manos alzadas” (1898)

Más allá de El grito, la exposición pretende profundizar en la extensa obra del pintor, que es todo un alegato de hallazgos pictóricos y una vía de entrada a la modernidad. En este sentido, debemos destacar la encomiable labor del Musée d’Orsay por dar visibilidad a las grandes figuras que abren la puerta a dicha modernidad.

La argumentación que subyace en el diseño expositivo no traza una línea temporal como hilo conductor de las obras: se centra en la forma de trabajar del artista a base de repeticiones (repetía mucho un mismo motivo, pero también hacía varias versiones de un mismo tema) y experimentación cíclica. La noción de ciclo, eminentemente simbólica, tiene un papel esencial en su arte y es fruto de un pensamiento obsesivo donde la humanidad y la naturaleza se unen en el ciclo de la vida, de la muerte y del nacimiento. Munch crea, así, una iconografía propia y original arraigada en el pensamiento filosófico de Nietzsche y de Bergson.

La excéntrica personalidad del artista se enmarca en un contexto histórico entre finales del siglo XIX y principios del XX. Su obra desde 1880 hasta su muerte muestra una concepción del mundo muy particular, avivada por sus propios fantasmas –enfermedad, muerte, angustia, dolor, celos, desengaños–. Sin duda, Munch encontró en el simbolismo de finales del XIX la horma de su zapato. Este movimiento artístico estuvo presente en toda su producción, mientras que el expresionismo (caracterizado por la utilización de colores descontextualizados junto a la presencia de líneas sinuosas y vibrantes) aparece con posterioridad y le sitúa ya como un pintor moderno y un claro referente para los expresionistas alemanes de principios del siglo XX.

El pintor noruego nació en 1886 en Kristiania (actualmente Oslo), en un ambiente familiar azotado por la enfermedad y la muerte. Con tan solo 6 años perdió a su madre, víctima de la tuberculosis; así que su educación recayó en un padre severo y en la amorosa tía Karen. A los 14 años tiene que enfrentarse nuevamente a la muerte, la de su hermana Sophie, también a causa de la tuberculosis. A estos episodios hay que sumar la inestabilidad psicológica de su hermana Laura y de su padre: ambos fueron depresivos, e incluso el propio Munch tuvo episodios de bipolaridad que, unidos al alcoholismo (al que llegó por sus convulsas relaciones amorosas), hicieron que fuera necesaria su rehabilitación en una clínica.

Todo este conglomerado de vivencias dolorosas conformó su arte, fue la catarsis con la que apaciguar su atormentada alma: “Vivo con los muertos: mi madre, mi hermana y mi padre especialmente, por lo que le he hecho sufrir”, confesaba el artista; y en otra ocasión dijo: “Para mí, la pintura es una enfermedad, una embriaguez de la que no quiero deshacerme, una embriaguez que necesito”.

En el año 1885 viajó a París, donde conoció a los impresionistas y a pintores como Van Gogh, Gauguin y Toulouse-Lautrec, a los que admiraba profundamente. De 1892 a 1908 vivió en Berlín, donde estrenó una polémica exposición que tuvo que ser retirada. Esto, sumado a una tormentosa relación sentimental con Tulla Larsen que nunca llegó a buen puerto, le sumió en una depresión que intentó paliar con el alcohol y le llevó al ingreso en un centro psiquiátrico. En 1908, ya recuperado, regresó a Oslo; ya era un pintor reconocido, y recibió encargos oficiales como las pinturas murales para decorar el paraninfo de la Universidad. Sus últimos años de vida transcurrieron en su ciudad natal, en una estricta soledad.

La exposición exhibe un centenar de obras entre pinturas, dibujos y grabados, en un recorrido fragmentado en secciones que marcan el carácter literario de la pintura de Munch. Él se consideraba tanto pintor como escritor. Dejó muchos textos que –al igual que sus pinturas– mantienen un final abierto y otorgan al espectador la última palabra. En este sentido, el recorrido propuesto inicia cada apartado con una cita del artista.

De la intimidad al símbolo

“Queremos algo más que una simple fotografía de la naturaleza. Tampoco queremos pintar cuadros bonitos para colgar en las paredes del salón. Nos gustaría un arte que nos atrape y nos conmueva, un arte que venga del corazón…”

Edvard Munch, “Autorretrato con cigarrillo” (1895)

Estas obras íntimas, como Autorretrato con cigarrillo, son imbuidas por el simbolismo y el influjo de los impresionistas en lo referente a la pincelada rápida y la importancia que adquiere el color, pero se aleja del paisaje para centrarse en los retratos de sus seres queridos: sus hermanas Inger y Laura, o sus amigos bohemios de Kristiania.

El “Friso de la vida”

“El Friso de la vida se pensó como una serie coherente de pinturas, que deberían dar una visión general de la vida. Sentí este fresco como un poema de vida, amor y muerte…”

Edvard Munch, “La danza de la vida” (1899)

En la década de los 90, Munch desea que su obra sea entendida. Para ello realiza un proyecto, el Friso de la vida –al que pertenece La danza de la vida–, donde se evidencia la coherencia que tienen los principales motivos de su pintura. Estos deberían ser comprendidos en un proceso cíclico y repetitivo entre la vida y la muerte.

Las olas del amor

“Simbolicé la comunicación entre seres separados con cabello largo y suelto. El pelo largo es una especie de cable telefónico…”

Edvard Munch, “Amor y dolor” (1895)

Aquí destaca la importancia de los vínculos sentimentales y espirituales que trazan los seres humanos. Munch otorga un carácter simbólico y casi corpóreo al cabello de la mujer, como en Amor y dolor, que conecta, une o separa. En sus cuadros las mujeres atrapan al hombre en un juego de celos, amor y desengaño.

Repetir y mutar el patrón

“Siempre hay una evolución y nunca lo mismo; construyo una pintura a partir de otra…”

Es el momento de ahondar en el carácter repetitivo de sus composiciones, esa permanente idea de ciclo otorga a sus pinturas un final abierto que entabla un diálogo participativo con el espectador.

Edvard Munch, “Las chicas en el puente” (1904)

El drama a puerta cerrada

“Ninguna de estas pinturas me dejó una impresión comparable a ciertas páginas de un drama de Ibsen…”

Edvard Munch, “La muerte de Marat” (1906-1907)

En este apartado se aprecia la importancia que Munch otorgaba al espacio: este interactúa con las figuras acentuando su dimensión psicológica. En La muerte de Marat los gestos teatrales y la congelación de los mismos evidencian la intensa relación del pintor con el teatro.

Puesta en escena e introspección

“La enfermedad, la locura y la muerte fueron los ángeles negros que se inclinaron sobre mi cuna…”: ver Junto al lecho de muerte.

Edvard Munch, “Junto al lecho de muerte” (1895)

La gran decoración

“Fui yo, con el friso de Reinhardt hace treinta años, y el aula y el friso de Freya, quienes iniciaron el arte decorativo moderno…”, como se aprecia en la obra Parejas besándose en el parque.

Edvard Munch, “Parejas besándose en el parque” (1904)

Explorando el alma humana

“Ya no debemos pintar interiores, gente que lee y mujeres que tejen. Deben ser personas vivas que respiran y se mueven, sufren y aman. Voy a pintar una serie de cuadros como este: la gente entenderá la dimensión sagrada y se quitará el sombrero como en la iglesia…”. Vemos un ejemplo en Desesperación.

Edvard Munch, “Desesperación” (1892)

Ponemos fin a este intenso recorrido por la obra de Edvard Munch con la sensación de comprender mejor el complejo mundo de las emociones que anidan en el corazón del ser humano.

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.