Los héroes ya no son lo que eran

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Modelos del cine norteamericano actual
Una película aislada puede imponer una determinada moda o afectar mucho a personas individuales o a grupos sociales concretos. Pero existe una influencia global debida a un tipo de películas que ven y de las que hablan millones de personas en todo el mundo: las producidas por la industria norteamericana del cine. Con ellas se promueve un modo de entender la vida tanto en su propia sociedad como en todo el mundo.

Los productos culturales reflejan y modifican la sociedad en la que nacen. En ocasiones buscan expresamente transformarla en la dirección que prefieren las instancias que los producen (medios de comunicación, artistas, multinacionales, etc.), bien porque suponen que es la mejor, o bien porque, sencillamente, les apetece. Las películas que se filman y exhiben también nacen con ese fin; muestran la sociedad en la que nacen y, al hacerlo, la cambian, orientan o confirman en su modo de hacer las cosas.

«Teleparábolas»

Cuando en Robocop I vemos una mujer-policía mucho más capaz que los hombres-policía, o cuando en Peligro inminente vemos una mujer-capitán de barco o a un superintendente negro como jefe de la CIA, todos sabemos que aunque esas situaciones se dan, son todavía poco frecuentes. Pero el cine tiene buen cuidado de mostrarlas como normales porque, aunque no reflejen la realidad tal como es, se supone que son deseables. Y, de este modo, el cine favorece programas sociales norteamericanos como los de discriminación positiva o la igualdad en el empleo, cuyo objetivo es una plena integración social y laboral de la mujer y de las minorías raciales.

Dicho de otro modo, las películas no sólo reflejan los modos de vida sino que, cuando los describen y los presentan como imitables o rechazables, tienen también una función didáctica y modeladora de las costumbres. Aunque las influencias de las distintas instancias que pueden intervenir en la educación de un niño o en la conformación de la mente de un adulto pueden contrarestarse o potenciarse unas a otras, el cine tiene en la actualidad un peso definitivo. No faltan quienes opinan que es el factor más importante en la educación sentimental de las últimas generaciones.

No siempre es necesaria una intención didáctica explícita: muchas veces, los productores y guionistas no tienen más que dejarse llevar por lo que tienen dentro para promover aquello en lo que creen o piensan que creen. Pero sí hay películas realizadas con una determinada función concienciadora. Si durante la segunda Guerra Mundial abundó el cine de propaganda bélica, hoy son múltiples las películas de diseño con diferentes objetivos: sensibilizarnos con la protección de las orcas (Liberad a Willy), explicarnos el SIDA y orientar nuestra conducta hacia los que padecen esta enfermedad (Filadelfia), informarnos sobre el nuevo estatus de la mujer (Rápida y mortal), mostrarnos lo útil y divertido que puede ser tener una mascota en casa (Beethoven)… Si los antiguos conocían que las enseñanzas se graban más fácilmente mediante parábolas, los modernos han descubierto la eficacia de las que Douglas Coupland define en su novela Generación X como «teleparábolas»: enseñanzas morales utilizadas en la vida cotidiana que se derivan de las películas o las series televisivas.

Si Bogart resucitase

Si toda sociedad es mimética, la nuestra lo es hasta extremos nunca alcanzados antes. Y el cine es uno de los factores más importantes de esta realidad. Nunca como ahora, tantos niños han jugado con dinosaurios o leoncitos a la vez, o se han vestido con camisetas de Batman anteayer, o de los Picapiedra ayer. En cierto modo, parece como si se tratase de uniformar a todos: de que todos compremos lo mismo y nuestros hijos también.

El cine norteamericano es, antes que un arte, una industria, e intenta, por tanto, defender sus intereses económicos con una demoledora lógica interna: una película de consumo masivo ha de estar muy bien hecha; hacer las cosas muy bien cuesta dinero; para conseguir ese dinero es a menudo necesario recurrir a las grandes multinacionales que, a cambio, piden contrapartidas comerciales en las películas; para recuperar el dinero invertido y obtener beneficios, es necesario también aplicar unos criterios comerciales globales, tener satisfecha a la propia clientela y, para asegurar la propia pervivencia, ir creando consumidores potenciales.

Pero los criterios comerciales son también culturales: para lograr la aceptación del público más amplio posible -y, previamente, de los medios que predisponen al público-, la clave está en no herir presuntas sensibilidades… Por tanto, esas películas tienen que responder a los criterios establecidos. Y si en un momento determinado (quienes pueden opinan que) hay que defender la naturaleza, defendamos la naturaleza; si opinan que fumar es malo, prediquémoslo aunque Humphrey Bogart amenace con levantarse de su tumba; si opinan que es necesario promover el uso del preservativo entre los jóvenes… porque el SIDA nos y les amenaza, hagámoslo por ellos, nuestros jóvenes, tan indefensos e imprudentes…

El cine es una industria dedicada al entretenimiento y al espectáculo, que puede resultar más o menos artístico, más o menos inteligente. Es, por tanto, un cauce óptimo para una transmisión sutil y muy eficaz de ideas, valores, modelos. El signo del resultado dependerá de la categoría profesional y de la calidad moral de las personas que trabajen en la confección de una película. Ambas cosas son importantes y, desde cierto punto de vista, distintas: «El talento no tiene nada que ver con ser buena persona», decía con sensatez Marlon Brando, que parece dominar la cuestión.

Sin ánimo (ni posibilidad) de hacer un estudio exhaustivo, queremos apuntar ahora algunos rasgos de los personajes que protagonizan un mayor número de películas y fijar nuestra atención en la metamorfosis que han sufrido, desde el cine de antes hasta el de ahora.

Héroes injustos e infieles

El tradicional cine de aventuras y acción, potenciado por los efectos especiales y la evolución de las técnicas visuales, se ha convertido en un género de ritmo enloquecido y perfección técnica deslumbrante, de bandas sonoras insistentes y diálogos aceleradísimos. En los nuevos escenarios, los héroes continúan moviéndose por o con un cierto afán de justicia pero los de hoy no suelen plantearse conflictos interiores a la hora de recurrir a medios innobles. La pregunta es si la complacencia del público con sus métodos discutibles es anterior a ellos o está inducida por ellos. Y la respuesta más probable es que las dos cosas son ciertas, pero cuánto cambiarían las cosas si los héroes de las nuevas aventuras cumplieran su misión al menos como sus antecesores.

En el cine más clásico ya se presenta el dilema: a veces parece que, para construir una sociedad justa, se precisan hombres que no respeten la justicia. Lo ejemplifica bien el personaje interpretado por John Wayne en Centauros del desierto. Ahora bien, lo que en manos de John Ford es una reflexión seria (quizá tampoco tanto como sus incondicionales defienden), se suele convertir en una trivialización espantosa cuando cae en manos de Stallone, Schwarzenegger, Chuck Norris, Steven Seagal, Van Damme y congéneres menores.

Los propietarios-productores-autores utilizarán a los héroes de las aventuras como portadores de las ideas que quieren imponer o inducir. Y así, para los héroes actuales, su concepto de justicia no incluirá casi nunca la fidelidad amorosa. Razonarán con una celeridad envidiable en casi todo, pero ese será un terreno en el que sólo sabrán pensar con el deseo. La argumentación (es un decir) subyacente terminará siendo casi siempre que, en realidad, la lealtad no tiene por qué incluir ni las relaciones sexuales ni las amorosas, a menudo dos realidades netamente separadas cuando hablamos de cine.

No es necesario recurrir al cine de acción para llegar a esta conclusión. Que Schindler sea un mujeriego se presenta como una falta menor en comparación con lo que estaba en juego; algo cierto en este caso, pero el mensaje final es inequívoco.

Tipos legales

Una buena parte del cine norteamericano está protagonizado por policías y abogados, no en vano son las figuras o profesiones que encarnan y simbolizan las ideas de la ley y la justicia, el sistema y los valores sociales establecidos. Para el correcto funcionamiento del sistema son decisivos los abogados íntegros: Gene Hackman en Acción Judicial, Tom Cruise en La tapadera, Susan Sarandon en El Cliente… En una sociedad en la que impera el positivismo jurídico, en la que todo se decide sólo por la ley humana, no se trata de discutir si es blanco o negro, sino «legal o ilegal», dice Jack Ryan (Harrison Ford) en Peligro inminente.

Parece que eso es lo importante: en Estados Unidos, nadie puede estar fuera de la ley, por muy lejos que esté, por muy militar que sea, como Jack Nicholson en Algunos hombres buenos. No se duda, por supuesto, que la ley es discutible y mejorable, pero todos han de conocer con certeza que, aunque sea mala, es la ley y es lo que hace que el sistema funcione. La idea central de la película Los jueces de la ley es que el sistema puede tener fallos pero es el mejor que tenemos y, por tanto, es mejor que siga así. Por eso, ni siquiera los jueces pueden crearse una ley a su manera, y han de ser castigados al final.

Tampoco han de ser discutidas, aunque sean estúpidas, las actuaciones de quienes representan a la ley. En Llamaradas, de Ron Howard, hay un ejemplo de actuación ridícula con intenciones didácticas de respeto a la ley: los bomberos rompen las ventanas de un coche estacionado en zona prohibida, al lado de una llave de incendios, para meter la manguera por dentro del coche. No hacía ninguna falta e incluso retardaba su trabajo, pero de fondo se oyen unas voces anónimas que ratifican «está bien, está bien». Y nosotros, aquí y ahora, habremos oído cómo se generaliza como elogio la expresión «es un tipo legal»: ya no es necesario discutir si las leyes son o no justas. Es bastante dudoso que en el Hollywood actual cupiese una película como ¿Vencedores o vencidos? (El juicio de Nuremberg).

Es obvio que los policías cometen errores y que algunos son tontos, cómo no: los payasos del FBI que estorban tanto a Bruce Willis en La jungla de cristal; el imbécil que acompaña a Red Garnett (Clint Eastwood) en Un mundo perfecto… Y que hay policías corruptos o renegados, como en Speed o en Persecución mortal… Pero en el cine queda claro que otros policías ejemplares los castigarán de modo definitivo, y esto no es trivial, pues quien primero ha servido a la ley y luego ha renegado de ella ha de ser castigado de la manera más expeditiva posible.

Además, el respeto a la actuación y a los medios policiales ha de ser defendido siempre. En Terminator II, Schwarzenegger entra en escena amedrentando a gente de mala reputación entre el ciudadano bien-pensante; su antagonista lo hace, sin embargo, matando a un policía, engaña y utiliza medios policiales para conseguir su perverso fin (coche, moto, ordenadores)… Por eso ha de ser castigado y morir al final; no problemo para Arnold.

En busca de la ingenuidad perdida

El cine norteamericano presenta otra clase de modelos que podríamos llamar de buenos sentimientos. Aunque se haya quedado tan atrás el cine de sólidas virtudes familiares, sigue existiendo, cómo no, un cine azucarado, mal heredero quizá del arquetipo ¡Qué bello es vivir!, que busca tocar los corazoncitos de los espectadores. Una línea de sentimentalismo bienintencionado y convincente aparece en las películas de personas que se enfrentan a enfermedades duras: El aceite de la vida, Despertares…

De otra línea, sin duda más ligera, pueden ser ejemplos recientes Algo para recordar o Atrapado en el tiempo. Ambas películas muestran que existe una cierta conciencia de la necesidad de convicciones firmes… Pero la solidez es poca: Algo para recordar da una visión desencantada y perpleja de las relaciones humanas; Atrapado en el tiempo intenta fundamentar en un sentimentalismo bondadoso los motivos por los que vale la pena vivir y hacer el bien. Ambos films reflejan también el talante ingenuo que ha llegado a convertirse en un lugar común de cierta mentalidad actual, tan falso como cualquier visión reductiva, pero también tan real como cualquier caricatura. Robert Zemeckis la dibuja bien en su popular película Forrest Gump, probablemente el paradigma de la epopeya en busca de la ingenuidad perdida.

Otro dato es que, si en Europa pueden resultar bien algunas películas con final triste, en Norteamérica sólo suelen funcionar en taquilla las películas con final feliz. De ahí que a menudo se filmen varios finales posibles, y se hagan pruebas con público para, a la vista de sus reacciones, colocar el que más taquilla asegure. A veces parece que el único motivo serio que este cine es capaz de proponer es una fe infantil en el final feliz, en un «todo saldrá bien» no se sabe por qué. Y tantos se lo siguen creyendo.

Películas distintas

Hay, por supuesto, películas diferentes. Así, las películas producidas por David Puttnam; pero ni los temas ni los guiones de Carros de fuego, La misión, Creadores de sombra o Los gritos del silencio son «convencionales». Como tampoco lo es el thriller de Ridley Scott, Black Rain, cuyo argumento es justamente el choque entre dos modos de entender el trabajo de policía. Ni el de la formidable Tierras de penumbra, de Richard Attenborough. O el de la intensísima En el nombre del padre, de Jim Sheridan. Ni el de las preciosistas Regreso a Howards End o Lo que queda del día, de James Ivory. Ni el de Héroe por accidente, de Stephen Frears, una brillante escenificación de un guión inteligente que critica el sentimentalismo barato, la manipulación televisiva, la obsesión por el éxito, la insolidaridad, pero cuyo mensaje final es cínico en dosis muy altas: es mejor que la mayoría de la gente siga creyendo en los héroes…, aunque sepamos que en realidad no existen. A todo lo cual hay que añadir que, excepto Sheridan, que es irlandés, todos los demás son ingleses.

También Mel Gibson plantea cuestiones interesantes en El hombre sin rostro: el desastre de los matrimonios rotos, las difíciles relaciones con los padres, el enfoque acertado en la educación de un chico… Pero Gibson se educó en Australia y se apoya en una buena y muy crítica novela de Isabelle Holland. Su película, por otra parte, tampoco fue un gran triunfo en EE.UU. Y es que son distintas y normalmente mejores las películas basadas en novelas nacidas al margen de la mentalidad dominante, como El río de la vida de Robert Redford, sobre una obra de Norman Maclean; o en historias reales (Quiz Show, El aceite de la vida, Despertares, La lista de Schindler…).

Habrá quien objete, y no sin razón, que son frecuentes las películas crudas en las que los norteamericanos se juzgan a sí mismos. Pero esto es muy matizable: incluso aquellas que parecen criticar el modo de vida norteamericano, en realidad muchas veces no lo hacen. En Corazón Trueno, los problemas que unos corruptos blancos ocasionan en una reserva india, los arreglan un policía blanco, con sangre india pero venido de fuera, desde el sistema, y un policía indio no radical sino integrado: el sistema tiene capacidad para regenerarse, pero los indios radicales no tienen hueco y van a la cárcel. En La tapadera se ve la basura de la trastienda del llamado sueño americano…; pero, cómo no, Mitch McDeere (Tom Cruise) tiene la capacidad y la valentía de arreglarlo: siempre hay alguien que, saliendo de no se sabe dónde, lo arregla. En definitiva, este es el mensaje para quien piense transgredir la ley y, a la vez, el grito de ánimo para el norteamericano de a pie: tranquilos, el sistema funciona, alguien vigila, tú no te preocupes.

Y habrá quien prefiera un cine de autor, como el de Zang Yimou, intimista y simbólico, con personajes a los que las cosas no les salen como pensaban pero que encaran las dificultades siempre con esperanza, por ejemplo en ¡Vivir! O el Ken Loach valiente de Agenda oculta. O la potencia del Enrique V de Kenneth Brannagh. Incluso al elegante Kieslowski de Rojo. O al lento y nostálgico Mikhalhov de Quemado por el sol. O los intentos de profundidad de Wenders, en El cielo sobre Berlín, Hasta el fin del mundo o ¡Tan lejos, tan cerca!. Se entienden muy bien estas preferencias: es un cine de calidad, inteligente, que ayuda a ver las cosas con otros ojos y a fomentar un talante crítico…

Sin embargo, y en general, frente a tanto cine lleno de guiones erráticos y pretenciosos, de numerosas películas aburridas y olvidables, el cine estadounidense tiene una merecida fama de calidad. Sus productos, incluso los menores, están bien hechos. En casi todos los casos tienen un estilo visual brillante, una fluidez narrativa extraordinaria, un trabajo de actores secundarios admirable y la conseguida simplicidad de lo que está muy trabajado.

Sí, tal vez sea cierto que Hollywood odia a los intelectuales y prefiere los artesanos eficaces, sean de la nacionalidad que sean, como se puede ver al consultar la nómina de los directores prestigiosos. Pero también es verdad que el cine norteamericano posee una sabiduría muy valiosa, y que es el motivo por el que siempre volveremos a él: es el que sabe contar mejor las historias.

José María Martínez y Luis Daniel González

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