La droga electrónica

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La televisión puede convertirse en una droga que se consume en dosis proporcionales al grado de insatisfacción con la realidad, comenta Theodore Dalrymple, médico británico, en The Daily Telegraph (Londres, 16-VI-97).

Nuestra época vive una paradoja singular: cuanto más nos entretienen, más nos aburrimos. Incluso el más ávido telespectador de vez en cuando se ve apartado de su pantalla, y tiene que salir de la realidad virtual para enfrentarse con la realidad real. Entonces se encuentra inmerso en un mundo inevitablemente menos emocionante -al menos para las mentes no instruidas- que el de la pantalla. Para tal persona, acostumbrada al ruido constante, la actividad frenética y el movimiento continuo, la realidad resulta lenta y aburrida.

Por todas partes se ven los síntomas de esta dependencia de imágenes y sonidos producidos electrónicamente. En oficinas de correos hay vídeos para «entretener» a los clientes durante los tres minutos o menos en que guardan cola. También en las salas de espera de los aeropuertos se reproducen vídeos, en los que, por la distancia a que están los monitores y por el ruido, es difícil concentrarse (aun si valiera la pena hacerlo), pero que bastan para impedir concentrarse en otra cosa. Ahora hay vídeos en los autobuses, y muchos hogares tienen televisores, radios, vídeos y aparatos de música encendidos constantemente, en muchos casos todos al mismo tiempo. (…)

Aunque fuera de nuestros hospitales hay señales que exigen silencio, en el interior no se da valor alguno al silencio. Hay vídeos en las salas de espera. El silencio, antes considerado imprescindible para la curación, hoy se tiene por su enemigo. Las plantas bullen con el charloteo electrónico, los parpadeos televisivos y los magnetófonos de las enfermeras.

Cuando apago el televisor de una habitación, la gente mayor suspira con alivio: por fin un poco de paz. Pero los jóvenes reaccionan a veces con hostilidad, como si se hubieran vulnerado sus derechos. Para ellos, el hospital -como cualquier otro sitio del mundo- es un lugar de diversión. No es siquiera que estuvieran viendo efectivamente la televisión: lo que ocurre es que sin ruido de fondo se sienten desnudos o como un niño al que quitan su juguete. Algunas veces he visto jóvenes que ven la televisión mientras oyen música por los auriculares de su CD-ROM portátil, que emite el chis-chis residual que tan bien conocen, a su pesar, los usuarios de los transportes públicos.

Para mucha gente, el silencio es profundamente amenazador y más fuerte que la música más estridente. Nunca han conocido el silencio, al menos no por mucho tiempo: y, cuando lo experimentan, por primera vez se quedan con los solos recursos de su propia mente. Muchos pacientes me piden que les dé algo para librarse de sus pensamientos. Según dicen, «el problema es que mi cabeza no para de pensar».

Los enfermos esperan que haya fármacos que ahuyenten de sus mentes reflexiones desagradables o dolorosas sobre las dificultades de la vida. Recurren a la televisión como a una droga: y es una droga pensada para hacerles creer que en alguna parte hay una existencia llena, emocionante, sin problemas e infinitamente variada y agradable. Se cierra así un círculo vicioso: cuanto menos se parece su vida a ese ideal, más necesidad tienen de la droga.

No han aprendido que el gozo que proporciona dominar una tarea intelectual o manual, cultivada con paciencia, puede exceder en mucho las gratificaciones, más inmediatas, que reporta la diversión electrónica. Los mismos métodos de cierta pedagogía moderna dificultan en gran manera adquirir ese convencimiento: continuamente hay que entretener a los niños, en vez de instruirlos. La educación es la continuación del entretenimiento por otros medios.

Para muchos, la diversión no es un aspecto más de la vida, entre otros: es su única ocupación. Así, cuando por fin se enfrentan con la verdad: que en la vida hay muchas cosas que no son divertidas, sufren un golpe tremendo y se sienten traicionados. (…)

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