Una vía rápida que no afronta las necesidades del enfermo

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La experiencia de Oregón, donde en 1997 se legalizó el suicidio asistido, indica que esta “vía rápida” favorece que se descuide el tratamiento del dolor y la depresión, dice el Prof. Diego Medina Morales en un trabajo publicado en Cuadernos de Bioética. A la vez, eso mismo ha estimulado la acción de las asociaciones de médicos que defienden el juramento hipocrático. Resumimos el artículo del Prof. Medina.

Oregón es el primer estado norteamericano que legalizó la cooperación médica al suicidio, en 1997. Después siguieron otros dos: Washington (2008) y Vermont (2013). En Montana, desde 2009, está despenalizada por sentencia judicial.

La Ley de Muerte Digna (LMD; DWDA en inglés) de Oregón permite a una persona mayor de edad, enferma terminal, con esperanza de vida no superior a seis meses, solicitar que un médico le prescriba una droga letal. Se imponen otros requisitos, como los siguientes: la petición ha de estar firmada también por dos testigos; el paciente debe ser asesorado por un psicólogo y un médico especialista; hay que respetar un periodo de reflexión de quince días.

Poco margen para el médico
El Prof. Medina anota que esa regulación legal somete al médico a un detallado protocolo, que le deja poco margen para buscar el mejor modo de dignificar la vida del paciente hasta que muera. “El médico queda así reducido a ser un agente de muerte y un garante de determinadas condiciones del proceso”, en particular juzgar “si el paciente tiene una enfermedad terminal, si es capaz y si ha hecho la solicitud de forma voluntaria”.

Además, el médico de cabecera ha de informar al paciente sobre las alternativas al suicidio, entre ellas los cuidados paliativos y el control del dolor. “Este último aspecto –señala Medina– nos parece importantísimo, puesto que de la adecuada presentación de alternativas (…), siempre que existiera una adecuada política de paliativos”, puede depender que el paciente opte por “afrontar sus últimos días de vida (…) como la prolongación de un camino natural hacia la muerte”, con la compañía de sus familiares y amigos.

No se puede descartar el riesgo de que personas vulnerables acusen más la presión para suicidarse cuando ello es una salida permitida por la ley

Otra exigencia de la LMD es que el médico facilite a las autoridades del estado la documentación relativa a cada caso. Con ella, el estado publica un informe anual; el último es del pasador enero y trae los siguientes datos de los primeros 16 años de aplicación de la ley:

Como se ve, el número de solicitudes confirmadas y el de suicidios efectivamente cometidos llevan una tendencia ascendente, con ligeros altibajos. En total, desde 1998 se ha prescrito sustancias letales a 1.173 personas, de las que 752 (el 64%) las tomaron y murieron.

Como anota Medina, “no todos los pacientes que solicitaron la medicación la consumieron; incluso en algún caso el paciente que no la consumió inmediatamente la pudo consumir en periodos sucesivos, circunstancia esta que llama la atención si tenemos en cuenta el requisito, exigido por la ley, de una expectativa de vida de tan solo seis meses en el momento de realizar el diagnóstico al paciente”. En efecto, el último informe oficial dice que, de los 71 pacientes que se suicidaron al amparo de la LMD en 2013, 8 habían obtenido las prescripciones de drogas letales en 2012 o 2011.

Los pacientes que reciben cuidados paliativos son más propensos a retractarse de la decisión de recurrir al suicidio

Se podría haber dado cuidados paliativos
La situación de las personas que se acogen a la LMD no parece, en la mayor parte de los casos, desesperada, o fuera de las posibilidades de la medicina actual, incluidos los cuidados paliativos. La media de edad es de 70 años, y “la mayoría de los pacientes pertenecen a un segmento social medio alto, con estudios, predominan los de raza blanca y casi todos sufrían cáncer. Un gran número de los pacientes que tomaron la dosis letal murieron en su casa y, por lo general, contaban con un seguro médico”.

“Las razones argumentadas por los pacientes –que hemos podido recoger de los informes– para acabar con sus vidas son: la disminución de la capacidad de participar en las actividades que hacen la vida más agradable, la pérdida de autonomía y la pérdida de la dignidad. Hay que resaltar que, además, dada la forma en que se administra la medicación (que queda a disposición del paciente), en muy pocos casos, en el momento de tomarla, se encontró presente algún médico, con los inconvenientes que ello supone. El tiempo desde la ingestión hasta la muerte puede variar, según los casos, de 15 a 90 minutos”.

Por término medio, los médicos que prescriben las sustancias letales tienen 22 años de práctica médica, y su relación con el paciente dura doce semanas. El lapso medio desde que el paciente formaliza la solicitud hasta que se suicida es de 38 días.

“Ahora bien, pese a todos estos detalles, en los informes que ofrece el estado de Oregón no se ofrecen todos los datos que pudieran ser verdaderamente de interés para apreciar la auténtica repercusión de este fenómeno, puesto que no se pormenoriza en ellos las circunstancias personales, sociales y humanas en general en que se producen estas situaciones. (…) No se aclara, en modo alguno, si los solicitantes tuvieron, con facilidad y como alternativa, oportunidad de elegir un buen programa de cuidados paliativos y contra el dolor que pudieran seguir sin altos costes”.

La mayoría de los pacientes que solicitan el suicidio asistido pertenecen a un segmento social medio alto, con estudios, predominan los de raza blanca y casi todos sufrían cáncer

Depresiones no tratadas
Y ese dato es capital, como subrayó hace años Herbert Hendin en una polémica sostenida en el New England Journal of Medicine a raíz de un artículo de L. Ganzini y otros sobre la LMD. Hendin, autor del libro Seducidos por la muerte, advirtió que “en más de la mitad de los 142 casos de Oregón en que los médicos proporcionaron información acerca de las intervenciones, incluidos 18 de los 29 casos en los que a los pacientes se les dio recetas para la medicación letal… no hubo ni siquiera una previa intervención paliativa”. Añadió que “aunque se ha demostrado que dos tercios de los pacientes que solicitaron asistencia para el suicidio estaban deprimidos, solo el 20% de estos pacientes en Oregón fueron remitidos a psicólogos por tener síntomas de depresión”.

También Barry Rosenfeld expresó su preocupación en la misma revista médica: “Es imposible saber hasta qué punto estas solicitudes [de suicidio asistido] fueron impulsadas por formas de depresión, que en muchos de esos casos podría haber sido tratable”.

En un número posterior de la revista, Ganzini publicó una réplica. Dijo que “19 de 29 de los pacientes a los que se había recetado [sustancias letales]… recibieron cuidados paliativos integrales a través de un programa de cuidados paliativos, antes o después de su solicitud”. Pero también reconoció que “los pacientes en los que se hicieron intervenciones de atención paliativa fueron significativamente más propensos a cambiar de opinión sobre el suicidio asistido que aquellos que no tuvieron ocasión de disfrutar de ese tipo de intervención”. Y señaló igualmente que dada “la magnitud y el significado de la depresión en las solicitudes de suicidio asistido, se requeriría un mayor estudio” de esta cuestión, sobre todo en los casos de personas más desfavorecidas y enfermos mentales.

“Es decir –comenta Medina–, admitía que la cuestión es muy compleja y que el hecho de afirmar simplemente que ‘una persona que desea morir se le debe ayudar a ello’, es una afirmación que por simple puede resultar errónea. La complejidad de estos casos y el dolor físico y moral que producen en las personas que los padecen hace explicable que quienes lo sufren soliciten ‘cualquier tipo de salida’ –incluso la muerte– de una situación tan desesperada y que tiene un fin tan cierto y triste. Pero la solución más humana no pasa, necesariamente, por matar o ayudar a morir a esas personas: esa es la solución más rápida y más económica, pero no necesariamente la más digna. La solución más digna puede estar también de parte de la vida y puede consistir en evitar el dolor y el sufrimiento”.

El número de autorizaciones para suicidarse y el de suicidios efectivos al amparo de la ley de Oregón sigue una tendencia ascendente

Inducción al suicidio
Las iniciativas a favor del suicidio asistido han hecho surgir en Estados Unidos asociaciones de médicos que defienden el respeto a la vida. Una de ellas es Physicians for Compassionate Care (PCC), creada después de que, en 1994, los votantes de Oregón aprobaran el suicidio asistido. El portal de PCC “constituye una importante e interesante muestra de la postura de un significativo número de profesionales de la medicina respecto a la necesidad de ofrecer, como alternativa a cientos de pacientes que sufren, una forma más humanizada para morir verdaderamente con dignidad”.

Organizaciones como esa “denuncian el hecho de que en una sociedad como la americana, donde los niveles de cobertura para las clases más necesitadas son muy deficientes y donde es frecuente que una persona diagnosticada, por ejemplo de cáncer, a veces no pueda seguir sus sesiones de quimioterapia al no poder pagarlas, paradójicamente –y como única alternativa al dolor— se le ofrezca el suicidio asistido. Este, por ejemplo, fue el caso, entre otros, de Barbara Wagner en el estado de Oregón”.

Además, anota Medina, la legalización del suicidio asistido u otras formas de eutanasia puede favorecer la inducción al suicidio. Un estudio de Julie E. Malphurs y Donna Cohen indica que las mujeres mayores corren especial peligro. Una cuarta parte de los inductores al suicidio tienen antecedentes de violencia doméstica. Dos de cada cinco eran hombres que se encargaban de cuidar a sus esposas. Los hombres tienen sus propios riesgos: el 80% de los que se suicidan vivían solos y sufrían depresión. Por tanto, no se puede descartar el riesgo de que personas vulnerables acusen más la presión para suicidarse cuando ello es una salida permitida por la ley.

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